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Llegaron en coche, a toda velocidad. Reacher lo oyó ya en la carretera, cómo entraba de golpe después en el aparcamiento, cómo giraba para llegar frente a su habitación y cómo se detenía. Oyó que se abrían tres puertas, una secuencia irregular compuesta por tres sonidos separados, todos ellos en un solo segundo, y oyó tres pares de botas, lo que significaba que eran tres, no cuatro, y por tanto no eran los del coche con las abolladuras. Hubo una pausa, oyó unos pasos alejándose aprisa, lo que le pareció que sería uno de ellos dando la vuelta para cubrir la parte de atrás; cosa que era una pérdida de tiempo porque el baño no tenía ventana, pero ellos no lo sabían y siempre es mejor prevenir que lamentar. Eso dejaba claro que estaba tratando con tipos competentes.

Descruzó los tobillos y sacó las manos de detrás de la cabeza, rodó hacia un lado y puso los pies en el suelo. De inmediato, llamaron con fuerza a la puerta. No se parecía en nada al educado «toc, toc, toquititoc» de la comandante Sullivan a las seis de la mañana. Aquella llamada era un furioso «¡pum, pum, pum!» de tipos grandes y fuertes, entrenados para causar una primera impresión que te paralizara. No es que fuera su método favorito. Siempre le había cohibido tener que hacer mucho ruido.

Los de fuera dejaron de aporrear la puerta y gritaron algo un par de veces. «¡Abra! ¡Abra!», supuso. Luego, golpearon la puerta de nuevo. Se puso de pie y fue hacia ella. La golpeó desde dentro con la misma fuerza y haciendo el mismo ruido. El escándalo de afuera se detuvo. Sonrió. Nadie espera que la puerta le responda.

Abrió y se encontró con dos soldados con uniforme de combate. Uno de ellos llevaba una pistola y el otro, una escopeta. Aquello era la hostia de serio para una tarde en las afueras de Virginia. Detrás de ellos había un coche que tenía tres de las puertas abiertas. El motor estaba en marcha.

—¿Qué? —les preguntó.

El soldado que estaba cerca de las bisagras era el que estaba al mando. El lugar más seguro, para el jefecillo.

—Señor, tiene que acompañarnos.

—¿Quién lo dice?

—Lo digo yo.

—¿Unidad?

—La 75 de la PM.

—¿Son órdenes de quién?

—Ya lo verá.

Según la etiqueta de su uniforme, el que hablaba se llamaba Espin. El tipo era del tamaño de un boxeador de peso mosca, era moreno, fibroso y musculado, y tenía la nariz plana. Parecía de los que merecían la pena. En general, a Reacher le caían bien los brigadas. No tanto como los sargentos, pero más que la mayoría de los suboficiales.

—¿Es un arresto?

—¿Quiere que lo sea? —dijo Espin—. Porque, en ese caso, solo tiene que seguir hablando.

—Decídase, soldado. O es una cosa o es la otra.

—Preferiría que cooperara.

—Ni lo sueñe.

—En ese caso, sí, está usted arrestado.

—¿Cómo se llama?

—Espin.

—El nombre de pila.

—¿Por qué?

—Porque quiero recordarlo mientras viva.

—¿Es una amenaza?

—¿Cómo se llama?

—Pete.

—Entendido. Pete Espin. ¿Adónde vamos?

—A Fort Dyer.

—¿Por qué?

—Una persona quiere hablar con usted.

El tercer soldado llegó de detrás del edificio. Un subordinado de Espin, pero no por graduación. Los tres parecían veteranos. Visto uno, vistos todos.

—Primero vamos a cachearle.

—Como quiera.

Reacher levantó los brazos. No tenía nada que esconder. No llevaba nada en los bolsillos excepto el pasaporte, la tarjeta de crédito, el cepillo de dientes, algo de dinero en efectivo, chicles y la llave del motel. Los soldados lo confirmaron enseguida. Tras el registro, el de la escopeta lo guio hasta el coche. Al asiento trasero del lado del copiloto. Que era el sitio más seguro en el que llevar a un chico malo en un cuatro plazas sin pantalla de seguridad. Así tenía menos posibilidades de interferir con el conductor. El que había ido a controlar la ventana del baño era quien conducía. Espin se sentó al lado de Reacher. El de la escopeta cerró la puerta de Reacher y se subió al asiento del copiloto. Todo resuelto, rápido y fácil, de lo más profesional. Un buen equipo.

Era muy tarde para la comida de mediodía y demasiado pronto para la hora punta de la tarde, por lo que la carretera estaba casi vacía y el viaje fue rápido, por una ruta diferente a la que había seguido él, por entre un laberinto de calles hasta la entrada norte de Fort Dyer, que parecía mucho menos utilizada que la puerta principal del sur. Pero no era menos segura. Entrar les llevó el mismo tiempo. Dientes de dragón, barreras y un control después otro y finalmente, el último. Una vez dentro, dieron una vuelta y aparcaron junto a la puerta trasera de la prisión. Escoltaron a Reacher desde el coche hasta cruzar la puerta y llegar al tipo que había detrás de ella. Que no era un guarda de prisiones. Parecía más un recepcionista o un administrativo. Iba desarmado, como la mayor parte del personal de las cárceles, y llevaba unas llaves colgando a la altura del cinturón. Estaba en un vestíbulo pequeño y cuadrado, con puertas de seguridad a derecha e izquierda.

Hicieron pasar a Reacher por la de la izquierda y lo llevaron hasta una sala de interrogatorios. Sin ventanas. Cuatro paredes lisas y una mesa atornillada al suelo, con tres sillas, dos a un lado y otra enfrente. La habitación no la había diseñado el mismo que el restaurante del club de oficiales, eso estaba claro. No había madera clara ni moqueta. Tan solo bloques de hormigón pintados de blanco y con arañazos, un suelo de cemento agrietado y, colgando del techo, una bombilla fluorescente dentro de una jaula de alambre.

Un hombre de la base que Reacher no había visto nunca llegó con una bolsita de plástico con cierre y metió en ella todo lo que llevaba en los bolsillos. Reacher se sentó en la silla que estaba sola. Supuso que era la posición que le tendrían asignada. Espin se sentó frente a él. Nada de preguntas, cumplidos o chorradas para pasar el rato.

—¿Y quién quiere hablar conmigo?

—Viene de camino.

—¿Hombre o mujer?

—Hombre. Con apellido polaco.

—¿De quién se trata?

—Ya lo verá.

Cosa que, en efecto, hizo unos veinte minutos después. Se abrió la puerta y entró un hombre vestido con traje. Hacía poco que debía de haber entrado en la mediana edad. Tenía el pelo corto y moreno, con algunas canas; el rostro pálido y rechoncho, con rasgos de cansancio; y el cuerpo duro y compacto, como si visitara habitualmente el gimnasio. El traje era negro, no de los baratos, pero estaba raído por algún lado y tenía brillos por algún otro, con el identificador abierto y colocado encima del bolsillo derecho de la pechera. Un identificador de la policía metropolitana. El departamento de la policía local de D. C. Un civil.

El tipo se sentó al lado de Espin.

—Soy el detective Podolski.

—Me alegro de saberlo.

—He venido a buscar respuestas.

—¿A qué tipo de preguntas?

—Creo que eso ya lo sabe.

—Pues no.

—Preguntas sobre un asalto con intención criminal.

—¿Y este hace cuánto se produjo? ¿Veinte años? ¿Cien? ¿Sucedió durante la Guerra de Secesión?

—Cuénteme qué ha hecho por la mañana.

—¿Qué mañana?

—Esta mañana. La de hoy.

—Me he levantado, he hablado con una abogada, luego he hablado con otra abogada y, luego, he hablado con un abogado. Me he pasado, como quien dice, la mañana rebotando de uno a otro.

—¿Cómo se llaman?

—Sullivan, Edmonds y Moorcroft.

—¿Moorcroft es el coronel Moorcroft?, ¿el de su academia de JAG de Charlottesville?, ¿el que está trabajando de forma temporal en la base?

—Yo no tengo ninguna academia de JAG, pero sí, ese.

—¿Y dónde ha hablado con él?

—Aquí, en la base. En el restaurante del club de oficiales.

—¿Y cuándo ha hablado con él?

—Por la mañana, ya se lo he dicho.

—¿A qué hora en concreto?

—¿Entra dentro de su jurisdicción una conversación privada entre dos oficiales del ejército en una base del ejército, detective?

—Esta sí. Créame. ¿A qué hora en concreto?

—Mientras él desayunaba. Qué ha sido más tarde de lo que lo he hecho yo. Diría que la conversación ha comenzado a las nueve y veintitrés.

—Eso es un detalle muy concreto.

—Es lo que me ha pedido.

—¿De qué ha hablado con el coronel Moorcroft?

—De asuntos legales.

—¿Confidenciales?

—No, sobre una tercera persona.

—¿Esa tercera persona es la comandante Susan Turner, de la 110 de la PM, que está siendo investigada por el ejército acusada de corrupción?

—Así es.

—Y la comandante Sullivan estaba presente, ¿no es así?

—Sí, estaba presente.

—Ella afirma que usted quería que el coronel Moorcroft hiciera una cosa, ¿es así?

—Sí, así es.

—Quería que presentara una apelación contra la prisión preventiva de la comandante Turner, ¿no es así?

—Sí, así es.

—Pero él no quería presentarla, ¿verdad? De hecho, le ha pedido que se largara.

—Al principio de la conversación, sí.

—De hecho, han discutido. Han discutido de forma acalorada.

—No, no hemos discutido. Hemos hablado de un asunto técnico. De forma nada acalorada.

—La cuestión es que usted quería que el coronel Moorcroft hiciera una cosa y él se ha negado. ¿Podríamos resumirlo así?

—¿A qué viene todo esto?

—Al coronel Moorcroft le han dado una paliza brutal a última hora de la mañana, en la zona suroeste de D. C. En mis calles.

Nunca vuelvas atrás

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