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Reacher permaneció en la silla, pensando, lanzando al aire una moneda imaginaria. Primera vez: ¿cara o cruz? Un cincuenta por ciento de probabilidades de que salieran ambas, claro. Porque la moneda era imaginaria. Una moneda de verdad lanzada por un ser humano tiene, más bien, un cincuenta y uno por ciento de probabilidades de caer del lado que estuviera hacia arriba al lanzarla. Nadie puede explicar por qué, pero el fenómeno se había dado con claridad en los experimentos. Tenía algo que ver con los múltiples ejes de giro, el bamboleo, la aerodinámica y la diferencia general entre la teoría y la práctica.

Pero la moneda de Reacher era imaginaria. Así que, segunda vez: ¿cara o cruz? De nuevo un cincuenta por ciento de probabilidades exactas para ambas. Y la tercera vez, y la cuarta. Cada vez que la lanzaba era un acontecimiento aislado, con probabilidades idénticas, independientes, en el plano estadístico, de todo lo que hubiera sucedido antes. Siempre cincuenta por ciento, cada una de las veces. Lo cual no quería decir que la probabilidad de sacar cuatro caras seguidas fuera del cincuenta por ciento. Ni mucho menos. La probabilidad de sacar cuatro caras seguidas era de noventa y cuatro en contra y seis a favor. Mucho peor que cincuenta contra cincuenta. Matemática básica.

Y Reacher necesitaba que le salieran cuatro caras seguidas. Primera: ¿conseguiría Susan Turner un abogado aquella misma tarde? Respuesta: sí o no. Cincuenta-cincuenta. Como echarlo a cara o cruz lanzando una moneda. Luego: ¿sería dicho abogado un hombre de raza blanca? Respuesta: sí o no. Cincuenta-cincuenta. Y después: ¿estarían la comandante Sullivan o la capitana Edmonds en el edificio en el mismo momento que el nuevo abogado de Susan Turner? Eso, siempre y cuando consiguiera uno, claro. Respuesta: sí o no. Cincuenta-cincuenta. Y, por último: ¿entrarían los tres abogados por la misma puerta? Respuesta: sí o no. Cincuenta-cincuenta.

Cuatro preguntas respondidas con un sí o un no, cada una de ellas para una situación concreta. Cada una de ellas con su perfecta probabilidad de cincuenta contra cincuenta. Pero solo había un seis por ciento de probabilidades de que cuatro preguntas seguidas obtuvieran todas ellas la respuesta adecuada.

«Espera lo mejor». Era lo que iba a hacer. Hasta cierto punto, le parecía razonable. La estadística es fría e indiferente. El mundo real no era así, necesariamente. El ejército era una institución imperfecta. Ni siquiera en los cuerpos de no combatientes —como en el caso del JAG, por ejemplo— era perfectamente neutral en el género. Los puestos más altos solían asignárseles a hombres. Y se consideraría necesario una alta graduación para defender de cargos de corrupción a un comandante de la PM. Por tanto, el género del nuevo abogado de Susan Turner no era una cuestión de probabilidad al cincuenta por ciento. La cosa estaba más cerca de un setenta contra treinta, en la dirección deseada. Al fin y al cabo, el coronel Moorcroft era varón. Y de raza blanca. Los negros estaban bien representados en el ejército, pero no en mayor proporción que la población en conjunto, que era, más o menos, de un octavo. Digamos que un ochenta y siete contra trece, en aquel caso concreto.

Y, como quien dice, Reacher podía mantener a alguna de sus abogadas de forma indefinida en el edificio. Lo único que tenía que hacer era hablar con ellas. Un punto falso tras otro. Representar que estaba muy nervioso. Podía mantenerlas allí para siempre, hasta que se aburrieran o se impacientaran lo suficiente como para dejar de lado la corrección legal y los buenos modales. Por tanto, las probabilidades de que su abogada y el de Turner estuvieran presentes en el edificio al mismo tiempo también eran mayores del cincuenta por ciento. De nuevo del setenta contra treinta, aproximadamente. Puede que incluso un porcentaje mayor.

Y los visitantes habituales de Dyer puede que supieran que la puerta norte estaba más cerca de la prisión y, por tanto, se sintieran tentados a entrar por ella. Quizá. Lo que hacía que la probabilidad de lo de la puerta también fuera mayor del cincuenta por ciento. Siempre y cuando el nuevo abogado de Turner fuera un visitante habitual. Algo que no tenía por qué ser así. Cabía la posibilidad de que los académicos listillos no tuvieran que ir por allí muy a menudo. Digamos cincuenta y cinco contra cuarenta y cinco. Una ventaja marginal. No apabullante.

En cualquier caso, y en general, las probabilidades de que el plan saliese bien eran un poco más altas del sesenta por ciento.

Pero no mucho más.

Y eso, siempre y cuando a Turner le asignasen un nuevo abogado.

«Espera lo mejor».

Reacher esperó. Relajado, paciente, inerte. Contó el tiempo mentalmente. Tres de la tarde. Tres y media. Cuatro en punto. La silla era cómoda. La habitación era cálida. Y estaba bastante insonorizada. Apenas se oía nada de fuera. Una acústica amortiguada. El sitio no se parecía ni remotamente a una cárcel. Era un sitio civilizado, para gente civilizada.

Todo lo cual, esperaba, iba a servirle de ayuda.

Por fin, a las cuatro y media, oyó cómo descorrían los cerrojos, cómo giraban la llave y cómo se abría la puerta. El capitán alto como una columna le dijo:

—La comandante Sullivan ha venido a verle.

Empezaba el espectáculo.

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