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Por fin lo había conseguido. Dejar atrás las nieves de Dakota del Sur. Pero le había costado. Se había quedado incomunicado en Nebraska, en dos ocasiones, y después había avanzado igual de lento. En Missouri había tenido que esperar mucho. Luego había seguido adelante en un Ford plateado con un conductor huesudo que no había dejado de hablar desde Kansas City hasta Columbia, y que después se había quedado callado como un muerto. Había recorrido Illinois en un Porsche negro que, supuso, era robado, y luego le pasó lo de los dos navajeros en el área de descanso. Querían dinero. Reacher imaginó que aún seguían en el hospital. En Indiana había pasado dos días sin rumbo fijo, tras lo que se había subido a un Cadillac azul con abolladuras que conducía lentamente un anciano circunspecto con una pajarita del mismo color que el coche. En Ohio pasó cuatro días en un pueblecito y luego se había subido a una camioneta Silverado roja de cuatro puertas en la que viajaban un matrimonio joven y su perro, que iban todo el día de un lado para el otro buscando trabajo. Lo que, en opinión de Reacher, solo conseguirían dos de ellos. El perro difícilmente conseguiría un empleo. Lo más probable es que se pasara toda la vida apuntando en la columna del «debe». Era un chucho grande y tontorrón, de pelaje claro, de unos cuatro años, confiado y amistoso. Y tenía pelo de sobra, por mucho que estuvieran en pleno invierno. Reacher acabó cubierto de una capa de pelillos dorados.

Entonces había dado un ilógico giro hacia el norte y después hacia el este, hacia Pensilvania, pero lo hizo porque fue lo único que encontró. Pasó un día cerca de Pittsburgh y otro cerca de York, y después un negro de unos veinte años lo llevó a Baltimore, Maryland, en un Buick blanco que tenía unos treinta años. En general, había avanzado despacio.

A partir de Baltimore fue más sencillo. Baltimore, que tiene un pie en la I-95 y otro en D. C., era la siguiente parada hacia el sur. La zona de Virginia a la que quería llegar estaba, más o menos, en el área de influencia de D. C., como quien dice, a la misma distancia al oeste del cementerio de Arlington que al este de la Casa Blanca. En Baltimore cogió un autobús, se bajó en D. C., en la parada que hay detrás de Union Station, y atravesó a pie la ciudad, desde la calle K hasta Washington Circle; luego tomó la 23 hasta el monumento a Lincoln, allí cruzó el puente y se dirigió al cementerio. Frente a la verja del mismo había otra parada de autobús. Un servicio local, sobre todo para los jardineros, como quien dice. Reacher quería llegar a un sitio llamado Rock Creek, uno de los muchos sitios de la región que se llamaba así, puesto que había formaciones rocosas y riachuelos por todas partes, y los colonos no solo habían estado aislados los unos de los otros sino que, además, habían seguido la misma política para poner nombres a las localidades. No había duda de que en la época del barro, los calzones cortos y las pelucas Rock Creek había sido un pueblecito colonial de lo más bonito pero, después, se había convertido en otro cruce de caminos más en un centenar de kilómetros cuadrados a la redonda, lleno de casas caras y complejos de oficinas baratos. Reacher miraba por la ventana del autobús y se fijaba en los paisajes y lugares familiares, catalogaba las nuevas incorporaciones y esperaba.

Su destino era un edificio de aspecto macizo que había levantado sesenta años antes el Departamento de Defensa por algún propósito que había caído en el olvido. Unos cuarenta años después, la Policía Militar había hecho una oferta por él... por error, por lo visto. Resulta que el oficial encargado de la compra creía que se trataba de otro Rock Creek. De todas formas, se quedaron con el edificio. Había estado vacío un tiempo, y luego se convirtió en cuartel general de la Unidad Especial 110 de la PM.

Era lo más parecido a un hogar que había tenido Reacher.

El autobús le dejó a dos manzanas, en una esquina, en la falda de una colina por la que había subido y bajado en innumerables ocasiones. La carretera que llevaba a lo alto tenía tres carriles, el cemento de los arcenes estaba agrietado y a los lados se elevaban árboles hechos y derechos. El edificio estaba a la izquierda, en mitad de un amplio aparcamiento y tras un alto muro de piedra. Tan solo se veía el tejado, que era de pizarra gris y donde crecía musgo en las zonas que daban al norte.

Desde la carretera de tres carriles salía un desvío que llegaba a la entrada, abierta en el alto muro de piedra y flanqueada por dos columnas de ladrillo, que en la época en que Reacher vivía allí habían sido meramente decorativas, sin verjas. Pero ahora habían instalado unas. Eran unas verjas grandes de acero con ruedecitas, también de acero, que corrían por unos raíles incrustados en el viejo asfalto. Seguridad, en teoría, pero no en la práctica, porque estaban abiertas de par en par. Detrás de ellas, justo donde acababa el movimiento de la puerta, había una garita, que también era nueva. En ella había un soldado raso que llevaba el nuevo uniforme de combate del ejército que, en opinión de Reacher, parecía un pijama, estampado de arriba abajo y demasiado holgado. La tarde empezaba a dar paso a la noche y la luz empezaba a disminuir.

Se detuvo frente a la garita y el soldado lo miró con aire inquisitivo.

—He venido a ver al oficial al mando.

—¿Se refiere a la comandante Turner?

—¿Cuántos oficiales al mando tiene?

—Solo uno, señor.

—¿Y se llama Susan?

—Sí, señor. Así es, la comandante Susan Turner, señor.

—Es con quien quiero hablar.

—¿Quién digo que quiere verla?

—Reacher.

—¿A qué se debe su visita?

—Asuntos personales.

—Espere un momento, señor. —Cogió el teléfono y llamó—. El señor Reacher viene a ver a la comandante Turner.

La llamada duró más de lo que Reacher esperaba. En un momento dado, el soldado tapó el auricular con la mano y le preguntó.

—¿Es usted el mismo Reacher que fue comandante en esta base? ¿El comandante Jack Reacher?

—Sí.

—¿Y habló usted con la comandante Turner desde Dakota del Sur?

—Sí.

El soldado repitió las dos respuestas afirmativas por teléfono y se quedó a la escucha. En cuanto colgó, dijo:

—Puede usted pasar, señor. —Hizo ademán de indicarle por dónde tenía que ir pero se detuvo y dijo—: Bueno, supongo que ya conoce el camino.

—Creo que sí.

Cuando había dado diez pasos, oyó un chirrido a la espalda, se detuvo y miró hacia la puerta.

Estaban cerrando las verjas.

El edificio seguía la típica línea arquitectónica clásica del Departamento de Defensa durante la década de 1950. Alargado y bajo, de dos plantas. Ladrillo y piedra, pizarra, marcos de ventana metálicos y pintados de verde, barandillas tubulares de color verde en las escaleras de la entrada. Los años cincuenta habían sido la edad dorada del Departamento de Defensa. Los presupuestos eran descomunales. Tierra, Marina, Fuerzas Aéreas, Marines... a los militares se les daba todo lo que pidieran. Y más. En el aparcamiento había unos cuantos coches. Algunos eran sedanes del ejército, oscuros y muy trotados. Otros eran VP, vehículos personales, de colores más vivos pero, en general, más antiguos. Había un solo Humvee, verde oscuro y negro, enorme y amenazador al lado de un pequeño biplaza descapotable de color rojo. Se preguntó si el descapotable sería de Susan Turner. Supuso que era posible. Con la voz que tenía por teléfono, bien podía ser de las que conducen un cacharro así.

Subió la corta escalinata de piedra de la entrada. La misma escalinata, la misma puerta, pero repintadas desde su época. Y probablemente en más de una ocasión. El ejército tenía muchísima pintura y le encantaba pintar. Una vez dentro, le pareció que el edificio tenía, más o menos, el mismo aspecto de siempre. En el vestíbulo, a la derecha, había unas escaleras que subían a la segunda planta; y a la izquierda, una recepción. Luego, el vestíbulo se convertía en un pasillo que recorría todo el edificio y en el que había oficinas a derecha e izquierda. La mitad superior de las puertas de las oficinas era de cristal esmerilado. Las luces del pasillo estaban encendidas. Era invierno y el edificio siempre había sido oscuro.

En la recepción había una mujer, con el mismo pijama que el soldado de la garita, pero con las barras de sargento en el pecho. Como una diana. Apunten... ¡fuego! Le gustaba mucho más el antiguo uniforme de camuflaje verde. La mujer era negra y no parecía que se alegrara de verle. Por alguna razón, estaba nerviosa.

—Soy Jack Reacher. Vengo a ver a la comandante Turner.

La sargento abrió y cerró la boca en un par de ocasiones como si no supiera por dónde empezar con todo lo que quería decirle y, al final, lo único que consiguió pronunciar fue:

—Será mejor que suba. ¿Sabe dónde está su despacho?

Asintió. Sabía dónde estaba. En su día, había sido el suyo.

—Gracias, sargento.

Subió las escaleras. La misma piedra gastada, la misma barandilla de metal. Había subido y bajado aquellas escaleras infinidad de veces. Giraban una sola vez y daban directamente al centro del distribuidor del largo pasillo del primer piso. Las luces estaban encendidas. El suelo estaba cubierto con el mismo linóleo. La mitad superior de las puertas de los despachos que había a derecha e izquierda también era de cristal esmerilado.

La puerta de su despacho era la tercera de la izquierda.

No, el suyo no, el de Susan Turner.

Se aseguró de que llevaba la camisa por dentro y se peinó con los dedos. No tenía ni idea de qué iba a decirle. Por teléfono, le había gustado su voz. Eso era todo. Le había parecido que la persona que había al otro lado de la línea tenía que ser interesante. Quería conocer a aquella persona. Así de sencillo. Dio dos pasos y se detuvo. Pensaría que estaba loco.

Pero quien no arriesga, no gana. Se encogió de hombros y siguió adelante. La tercera de la izquierda. La puerta era la misma, pero pintada. Maciza la mitad inferior, de cristal esmerilado la mitad superior, un cristal cuyo patrón vertical distorsionaba la imagen. En la pared, cerca del picaporte, había una placa de estilo corporativo en la que ponía: COM. S. R. TURNER, OFICIAL AL MANDO. Eso era nuevo. En su época, su nombre estaba estarcido en la madera, debajo del cristal, y con una mayor economía de lenguaje: COM. REACHER, O.M.

Llamó.

Oyó una única palabra vaga al otro lado. Puede que fuera «Pase», por lo que cogió aire, abrió la puerta y entró.

Había esperado encontrar cambios, pero no eran muchos. El linóleo del suelo era el mismo, de color oscuro y pulido hasta alcanzar un brillo sutil. El escritorio era el mismo, de acero, como un buque de guerra, pintado pero con la pintura desconchada aquí y allá, abollado todavía en el punto en el que le había estampado la cabeza a un tipo cuando su periodo de comandante tocaba a su fin. Las sillas eran las mismas, tanto la que había detrás del escritorio como las que había delante: objetos funcionales de mediados del siglo pasado por los que un hipster de Nueva York o San Francisco habría pagado una pasta gansa. Los archivadores eran los mismos. La lámpara era la misma, una tulipa redondeada de cristal blanco que colgaba de tres cadenitas.

Las diferencias eran en su mayoría predecibles y obligadas por el paso del tiempo. Sobre el escritorio, donde antes había habido un único teléfono negro de disco, había ahora tres centrales telefónicas. Había dos ordenadores, uno de sobremesa y otro portátil, mientras que antes había una bandeja de documentos de salida y otra de documentos de entrada y montones de papel. El mapa de la pared era nuevo y estaba actualizado, y la lámpara emitía una luz verdosa y pálida, porque tenía una de esas bombillas fluorescentes modernas que ahorran energía. El progreso había alcanzado incluso al Departamento del Ejército.

Solo había dos cosas inesperadas e impredecibles.

La primera, que la persona que había sentada al escritorio no era un comandante, si no un teniente coronel.

Y la segunda, que no era una mujer, sino un hombre.

Nunca vuelvas atrás

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