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La comandante Sullivan se acercó el maletín deslizándolo por el asiento de vinilo. Sacó un expediente muy gordo y lo puso sobre la mesa.

—Que disfrute de su lectura.

Cosa que no iba a hacer, claro está. Era el registro largo y sórdido de una investigación larga y sórdida acerca de un delito largo y sórdido. La Operación Escudo del Desierto era la raíz de todo, hacia finales de 1990. Había sido la fase previa a la Operación Tormenta del Desierto, que era, en realidad, la Guerra del Golfo, después de que el iraquí Sadam Husein invadiera a sus vecinos, el Estado independiente de Kuwait. Medio millón de personas del mundo libre se habían reunido durante seis largos meses para patear el culo de Sadam, lo que, al final, se consiguió en un total de unas cien horas. Después, el medio millón de personas había vuelto a casa.

El problema había sido la vuelta. Los ejércitos necesitan de todo. Seis meses para prepararlo, seis meses para volver. Y los preparativos se habían llevado a cabo con mucho más cuidado y atención que la vuelta. La vuelta se había hecho en fases y de forma caótica. Había decenas de nacionalidades implicadas. En resumen, que había desaparecido de todo. Eso resultaba embarazoso. Y los libros de cuentas tenían que cuadrar. Así que parte de lo que había desaparecido se clasificó como «destruido», parte como «dañado» y parte, sencillamente, como «perdido», y de ese modo se cerraron los libros.

Hasta que empezaron a aparecer ciertos objetos en las calles de Estados Unidos.

—¿Ya lo ha recordado? —preguntó Sullivan.

—Sí —respondió Reacher. Lo recordaba muy bien. La 110 se había creado para luchar contra ese tipo de delitos. Los sistemas de defensa portátiles del ejército no acaban en las calles por accidente. Alguien los roba, los desvía y los vende. No se sabe quién, pero se sabe que pertenece a ciertas categorías en concreto. Gente que trabaja en empresas de logística, en su mayoría. La gente que tiene que mover a la semana decenas de miles de toneladas con confusos conocimientos de embarque siempre encuentra la manera de que desaparezcan una o dos toneladas, aquí y allá, para echarse una risas y sacarles un beneficio. O un centenar de toneladas. A la 110 se le había encomendado la tarea de descubrir quiénes, dóndes y cómos. La unidad era nueva, tenía que hacerse un nombre y se había esforzado al máximo para conseguirlo. Reacher había invertido cientos de horas en ello, y su equipo había pasado muchas más.

—Sigo sin recordar a ningún Juan Rodriguez.

—Vaya al final del expediente.

Y cuando Reacher lo hizo, descubrió que recordaba pero que muy bien a Juan Rodriguez.

Solo que no como Juan Rodriguez.

La 110 había recibido un chivatazo creíble acerca de un pandillero de South Central, Los Ángeles, conocido en la calle como Perro, que, por lo visto, era el diminutivo de Perrazo, dado que el tío no solo era grande en cuanto a posición, sino también en cuanto a tamaño. La DEA no tenía interés en él porque no estaba implicado en la guerra del narcotráfico, pero el chivatazo decía que, tal y como suele suceder en todos lados con los neutrales, estaba amasando una fortuna con la venta, a un bando y a otro, de armas del mercado negro. El chivatazo decía que era la persona a la que acudir. El chivatazo decía que estaba a punto de descargar once cajas de hierros. Y eso no significaba que estuvieran llenas de clavos, sino de armas de apoyo automáticas: temibles ametralladoras con una capacidad temible y un potencial temible.

Reacher había viajado a South Central y había recorrido calles calurosas y polvorientas haciendo las preguntas adecuadas en los sitios adecuados. Estaba claro que en aquellos ambientes iban a darse cuenta de que era militar, por lo que se había hecho pasar por un soldado descontento interesado en vender material de lo más interesante. Granadas, lanzagranadas, munición perforante en grandes cantidades, pistolas Beretta... Lo normal era que la gente fuera cauta, pero el engaño acabó cuajando. Dos días después se entrevistó con Perrazo que, en efecto, resultó ser muy grande, pero más a lo ancho que a lo alto. Debía de pesar unos ciento ochenta kilos.

La última hoja del archivo era la declaración jurada, con el encabezamiento «Declaración probatoria de Juan Rodriguez, alias Perrazo, alias Perro». El nombre de Reacher salía por doquier, además de la larga lista de lesiones, incluidas una rotura craneal, costillas rotas, daños permanentes en el tejido y contusiones. El propio Rodriguez firmaba al final del documento en presencia de un abogado de Ventura Boulevard, en Studio City, Los Ángeles, y lo había validado un notario que nada tenía que ver con aquello.

—¿Lo recuerda ahora?

—Esta declaración jurada es mentira. No le puse la mano encima.

—¿De verdad?

—¿Por qué iba a hacerlo? No estaba interesado en él. Buscaba a su proveedor, a nadie más. Quería saber a quién le estaba comprando el material. Quería un nombre.

—¿No le importaba que las calles de Los Ángeles se inundaran de ametralladoras automáticas?

—Eso era problema de la policía de la ciudad, no mío.

—¿Le dio el nombre?

—Sí.

—¿Cómo lo consiguió?

—Se lo pregunté y respondió.

—¿Así, sin más?

—Más o menos.

—¿Qué significa eso?

—Se me daba muy bien interrogar. Le hice creer que sabía más de lo que de verdad sabía. No era un tipo muy inteligente. De hecho, me sorprende que llegara a sufrir daños cerebrales. ¿En qué cerebro?

—¿Cómo explica entonces el informe del hospital?

—¿Es que tengo que hacerlo? Las personas como él conocen a todo tipo de mala gente. Puede que le hubiera tocado los huevos a alguien el día anterior. No se puede decir que operara en un entorno muy civilizado.

—¿Esa es su defensa? ¿Decir que lo hizo otro?

—Si hubiera sido yo no habría llegado al hospital. El tipo era una bola de sebo.

—No puedo soltarle al fiscal «No fue él, fue otro». No puedo ir diciendo que nuestra única prueba es que, de haber sido usted, lo habría matado en vez de herirlo de muerte.

—Pues es lo que tiene que hacer.

—Las cosas no funcionan así. Escúcheme, comandante, tiene que tomarse este asunto en serio. Puedo conseguirle un trato, pero tendrá que poner usted algo de su parte. Tendrá que admitirlo y mostrar arrepentimiento.

—No me lo puedo creer.

—Le estoy dando el mejor consejo.

—¿Puedo pedir otro abogado?

—No, no puede.

Acabaron el desayuno sin hablarse. Reacher se habría ido a otra mesa, pero no lo hizo porque le pareció que quedaría en mal lugar. Pagaron cada uno lo suyo y volvieron al coche. La comandante le dijo:

—Tengo que irme. Puede usted volver andando. O coger el autobús.

Se subió al coche y se fue. Reacher se quedó solo en el aparcamiento del restaurante. El autobús de la zona pasaba por la carretera de tres carriles que tenía delante. Había una parada a unos treinta metros a la izquierda. Y dos personas esperando. Dos hombres. Mexicanos, ambos mucho más delgados que Perrazo. Civiles honrados, lo más probable, que trabajarían de jardineros en el cementerio o de porteros en Alexandria o en el mismo D. C.

Había otra parada a cincuenta metros a su derecha. El banco estaba vacío. En esta acera, no en la de enfrente. En dirección al norte, no al sur. En una dirección que lo alejaría, no lo acercaría. A McLean, y a Reston después, quizá. Y, luego, a Leesburg, lo más probable, y puede que llegara hasta Winchester. Y allí le esperarían más autobuses. Autobuses más grandes que cruzarían los Apalaches en dirección a Virginia Occidental, a Ohio, a Indiana. Y más allá. Mucho más allá.

«No podían dar con usted, seguro que puede desaparecer de nuevo».

«Un nuevo licenciamiento, esta vez sin honores».

«Que no quiere verle».

Se quedó esperando. Corría un viento frío. El tráfico era fluido. Coches y camiones. De todas las marcas, de todos los modelos y de todos los colores. Entonces, a lo lejos, a su izquierda, vio un autobús. Se dirigía al norte, no al sur. Se alejaba de allí, no se acercaba. La parada estaba a cincuenta metros a su derecha. Esperó. En realidad, el autobús era una furgoneta grande readaptada. Local, no un largo recorrido. Un servicio municipal con tarifas subvencionadas. Resoplaba y resollaba mientras se acercaba hacia él. Despacio.

Lo dejó pasar. El vehículo siguió su camino sin más.

Volvió a pie al cuartel general de la 110. Tres kilómetros, treinta minutos exactos. Pasó por delante del motel. El coche de la noche anterior, el de las dos abolladuras, ya no estaba en la cuneta. Recuperado o robado.

Llegó al viejo edificio de piedra cinco minutos antes de las ocho, donde le esperaba otro abogado que le explicó quién era Candice Dayton y por qué no estaba contenta.

Nunca vuelvas atrás

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