Читать книгу Nunca vuelvas atrás - Lee Child - Страница 14

10

Оглавление

La capitana Edmonds fue pasando las páginas del expediente, una a una, con delicadeza.

—La política del ejército es no tomar acciones proactivas. No enviamos pelotones de búsqueda. Tan solo tomamos nota del nombre del padre. Por lo general no sucede nada. Pero si el padre llega a nosotros, como ha hecho usted, entonces nos vemos obligados a actuar. Así que vamos a tener que proporcionarles a los juzgados de Los Ángeles su estado y situación actuales.

Encontró la página que estaba buscando. La sacó de entre todas las demás. La deslizó por la mesa de conferencias.

—Como es evidente, ya que soy su abogada, le recomiendo encarecidamente que se someta a una prueba de paternidad. Tendrá que pagarla, pero no sería inteligente proceder hasta los acuerdos finales sin ella.

Reacher cogió la hoja de papel. Era una fotocopia recién hecha de una declaración jurada. Como la de Perrazo. Firmas, abogados, sellos y estampillas, todo ello llevado a cabo, por lo visto, en un bufete de abogados de North Hollywood. Su nombre estaba por todos lados. Había fechas de su despliegue con la 55. Estaban registrados días, horas y actividades sociales. Al parecer, Candice Dayton debía de llevar un diario de lo más exhaustivo. Estaba anotada la fecha del nacimiento de la niña. Nueve meses exactos contando a partir de la primera mitad que había pasado en Red Cloud. Se llamaba Samantha. Seguramente Sam, para abreviar. Tenía catorce años, casi quince.

Edmonds deslizó una segunda hoja por la mesa. Era una fotocopia recién hecha de un certificado de nacimiento.

—No le puso su apellido. Supongo que, en un primer momento, no le pareció mal salir adelante sin usted. La cuestión es que ahora corren tiempos difíciles.

Reacher no dijo nada.

—Como es evidente, desconozco cuál es su situación económica actual, pero se enfrenta usted a algo más de tres años de retraso en la pensión alimenticia. Además del colegio, lo más probable. Yo diría que el juzgado se pondrá en contacto con usted en cosa de un mes y que podrá resolverlo con él.

—No me acuerdo de ella.

—Será mejor que no repita eso muy a menudo. Frases así son, por naturaleza, conflictivas y debería usted evitar que el resentimiento de la señora Dayton aumentara, si puede. De hecho, sería inteligente que se pusiera en contacto con ella de antemano. Cuanto antes. Para demostrar buena voluntad.

Edmonds recogió la fotocopia de la declaración jurada y también la del certificado de nacimiento. Volvió a meterlas en el expediente, cada una en su sitio. Guardó la carpeta en el maletín y lo cerró.

—Como bien sabe, comandante, el Código Unificado de la Justicia Militar aún considera el adulterio un delito. En especial, en el caso de quienes tienen acceso a información confidencial; dado que, en general, el riesgo de comprometer la seguridad se considera significativo. Y, sobre todo, si hay involucrado un civil. Pero creo que si tiene usted un comportamiento razonable con la señora Dayton, podrá conseguir que el fiscal se olvide de ese aspecto. En especial, si se pone en contacto con ella y le hace una oferta. Como ya le he dicho. Ahora mismo, quizá. Creo que eso sería muy bien recibido. Por el fiscal, me refiero.

Reacher no dijo nada.

—Al fin y al cabo, sucedió hace mucho tiempo. Y, por lo visto, la seguridad nacional no ha sufrido ningún daño. A menos que lo de su otro caso interfiera. Me refiero a lo del señor Rodriguez. Puede que quieran atizarle con todo lo que encuentren, en cuyo caso, yo no seré capaz de ayudarle.

Reacher no dijo nada.

La abogada se levantó.

—Nos mantendremos en contacto, comandante. Avíseme si necesita algo.

Salió del despacho, cerró la puerta y Reacher oyó cómo se alejaba su taconeo sobre el linóleo del pasillo. Hasta que no oyó nada más.

La paternidad era una de las experiencias masculinas más comunes de la historia de la humanidad. Sin embargo, a Reacher siempre le había parecido improbable que llegara a vivirla. Pura teoría. Como ganar el premio Nobel, jugar en las Series Mundiales de béisbol o saber cantar. Era posible, pero en su caso, de lo más improbable. Un destino alcanzable para muchos, pero no para él. Había conocido padres, empezando por el suyo y por sus abuelos, los padres de sus amigos de la infancia y, más tarde, a alguno de sus propios amigos, pues se casaban y formaban familias. Ser padre le parecía, al mismo tiempo, la mar de sencillo y tremendamente complejo. Bastante fácil si no te metías en harina. Pero si te metías, en cambio, era tan inabarcable que resultaba estúpido preocuparse al respecto. Le parecía que, en general, era algo que había que llevar día a día. Esperar que saliera lo mejor posible e ir dando un pasito detrás del otro. Siempre le había parecido que su padre sabía lo que se hacía en todo momento. Ahora, mirando atrás, estaba claro que iba poniendo parches según la cosa avanzaba.

«Samantha Dayton».

«Sam».

«Catorce años».

Reacher no tenía más tiempo para pensar en ella. No en aquel momento. Porque se abrió la puerta y entró Morgan, vestido con uniforme de combate y gafas, repeinado, tiquismiquis y cuadriculado.

—No se le va a necesitar más a lo largo del día, comandante. Esté aquí mañana antes de las 0800.

El aburrimiento como castigo. No le daban nada que hacer a lo largo del día. No era la táctica habitual. Reacher no respondió. Se quedó sentado, observando la distancia. Los malos modos o las insubordinaciones menores no iban a empeorar su situación. No llegados a aquel punto. Morgan se quedó allí, de pie, sin decir nada, sujetando la puerta, por lo que, al rato, Reacher tuvo que levantarse y salir del despacho. Recorrió el pasillo despacio hasta que oyó que Morgan se metía en su oficina.

Entonces, se detuvo y dio media vuelta.

Se dirigió al final del pasillo, hasta donde estaba el último despacho. El 209. El de Calvin Franz, que había estado allí desde el principio. Un buen amigo, pero había muerto. Abrió la puerta y asomó la cabeza. Se encontró con dos hombres a quienes no conocía. Suboficiales, pero no los mismos de la noche anterior en el motel. No, no eran los de la camiseta. Estaban sentados de espaldas el uno al otro, en diferentes escritorios, enfrascados en su ordenador. Levantaron la mirada.

—Sigan —dijo Reacher.

Salió y probó en la puerta de enfrente. El despacho 210. Donde, en su día, había trabajado David O’Donnell. Por lo que él sabía, O’Donnell seguía vivo. Había oído que era detective privado en D. C. No muy lejos de allí. Asomó la cabeza y vio a una mujer en un escritorio. Iba vestida con uniforme de combate. Era teniente. Levantó la mirada.

—Disculpe.

El despacho 208 había sido el de Tony Swan. Otro buen amigo, que también había muerto. Abrió la puerta y comprobó si había alguien dentro. Estaba vacío, pero era el despacho de una mujer. De una sola. En el alféizar había un gorro femenino de oficial y un reloj de muñeca con el cierre abierto y bocabajo sobre el escritorio.

El 207 ya lo había visto. En su época habían sido los dominios de Karla Dixon. Ahora no lo eran de nadie. La sala de conferencias. Por lo que él sabía, Dixon seguía con vida. En Nueva York, por lo que le habían contado la última vez. Se dedicaba a la contabilidad forense, lo que significaba que siempre estaba muy atareada.

El 206 había sido el despacho de Frances Neagley. Estaba justo enfrente del suyo porque ella era la que se encargaba de hacer la mayor parte de su trabajo. Había sido la mejor sargento que había tenido jamás. Seguía viva y prosperando, creía, en Chicago. Asomó la cabeza por la puerta y vio al teniente que le había dejado en el motel la noche anterior. En el primer coche, conducido por un soldado raso. Estaba sentado al escritorio, hablando por teléfono. Levantó la mirada. Reacher negó con la cabeza y salió del despacho.

El 204 lo había ocupado Stan Lowrey. Un tipo duro y un buen investigador. Se había ido pronto. Había sido el más listo de todos y había conseguido marcharse indemne. Se había mudado a Montana para cuidar de sus ovejas y hacer mantequilla. Nadie sabía por qué. Era el único negro que había en miles de kilómetros a la redonda y no tenía ni idea de la vida de granja. Pero la gente decía que había sido feliz. Un camión se lo llevó por delante. La oficina la ocupaba un capitán con uniforme de clase A. Un hombre bajito que iba a testificar. No podía haber otra razón para que vistiera tan elegante.

—Disculpe. —dijo Reacher y salió.

El despacho 203 había sido donde guardaban las pruebas, y seguía siéndolo. El 201, un archivador, y seguía siéndolo. El 202 había sido la oficina del administrativo de la unidad, y seguía siéndolo. El tipo estaba allí, un sargento, bastante mayor y canoso, renunciando año tras año, lo más probable, a la jubilación anticipada. Reacher le saludó, salió del despacho y bajó las escaleras.

En la recepción, al sargento con cara de amargado del turno de noche lo había reemplazado la sargento Leach. Tras ella, el pasillo que daba a las oficinas de la primera planta, de la 101 a la 110. Reacher las comprobó todas. La 109 y la 110 habían sido las de Jorge Sanchez y Manuel Orozco y estaban ocupadas en ese momento por militares similares de una nueva generación. En los despachos del 101 al 108 había personas que no le suscitaron ningún interés, excepto en el 103, que era el puesto del oficial de guardia. Allí encontró un capitán. Era un joven atractivo cerca de cumplir los treinta. Su escritorio era el doble de grande que los demás y estaba lleno de teléfonos, blocs de notas, mensajes y una libreta de papel amarillo rayado con las páginas usadas dobladas de cualquier manera, como si se tratara de un cardado de los años cincuenta. La página por la que estaba abierta la libreta estaba llena de furiosos garabatos negros: cajas sombreadas, círculos y laberintos en espiral de los que nadie podría escapar. Era evidente que pasaba mucho tiempo al teléfono, parte de él a la espera, parte de él escuchando, la mayor parte de él aburrido. En cuanto abrió la boca, Reacher reconoció un acento del sur que ya había escuchado. Había hablado con él desde Dakota del Sur en más de una ocasión. Era él quien le pasaba con Susan Turner.

—¿Hay más personal desplegado en la zona?

Negó con la cabeza.

—Esto es todo. Lo que ve es lo que hay. Tenemos personal por todo el país y fuera de él, pero no hay nadie más en este distrito militar.

—¿Cuántos hay en Afganistán?

—Dos.

—¿Y qué están haciendo?

—No puedo darle esos detalles.

—¿Labores arriesgadas?

—¿Acaso las hay de otro tipo en Afganistán?

Notó algo en su tono de voz.

—¿Y están bien? —quiso saber Reacher.

—Ayer no llevaron a cabo la verificación por radio.

—¿Es inusual?

—Nunca había sucedido.

—¿Sabe cuál es su misión?

—No puedo decírselo.

—No le estoy pidiendo que me lo diga, solo le he preguntado si lo sabe. En otras palabras, ¿qué nivel de clasificación tiene?

Tardó un rato antes de responder.

—No, no sé cuál es su misión. Lo único que sé es que están en el quinto pino y que no sabemos nada de ellos.

—Gracias, capitán.

Volvió a la recepción y le pidió un coche de empresa a la sargento Leach. La mujer dudó, por lo que le explicó:

—Me han dicho que no se me va a necesitar en todo el día. El coronel Morgan no ha dicho que me tenga que quedar sentado en un rincón. Una omisión, lo más probable, pero estoy capacitado para interpretar mis órdenes de la mejor manera posible.

—¿Y adónde quiere ir?

—A Fort Dyer. Quiero hablar con el coronel Moorcroft.

—¿El abogado de la comandante Turner?

Reacher asintió.

—Y, desde luego, Dyer está a menos de ocho kilómetros de aquí. No estará siendo cómplice de ningún delito grave.

La sargento Leach meditó un instante, tras lo cual abrió un cajón y sacó una llave mugrienta.

—Es un Chevy viejo de color azul. Necesito que esté de vuelta antes de que acabe el día. No puedo dejar que se lo quede por la noche.

—¿De quién es el deportivo rojo que hay fuera?

—Es el coche de la comandante Turner.

—¿Conoce a los dos que están en Afganistán?

Asintió.

—Son amigos míos.

—¿Son buenos?

—Los mejores.

Nunca vuelvas atrás

Подняться наверх