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No hubo grandes ceremonias. Ni procesamiento ni reprocesamiento. Tan solo las palabras de Morgan. A continuación, el despacho se oscureció un poco porque alguien se apostó frente a la puerta y bloqueaba la luz que entraba por el cristal esmerilado. Reacher lo vio: cortado en vertical por el dibujo del cristal, era un centinela alto, de hombros anchos, en posición de descanso, de espaldas a la puerta.

—Me veo obligado a informarle de que existe la posibilidad de apelar y de que se le permitirá hacerlo. Le proporcionaremos un abogado.

—¿Me lo proporcionarán?

—Es cuestión de lógica. Usted intentará evitar que lo reclutemos. Pero ya está usted dentro, lo que significa que tendrá lo que el ejército decida darle. No obstante, supongo que seremos razonables.

—No recuerdo a ningún Juan Rodriguez.

—Para eso también le proporcionaremos un abogado.

—¿Qué se supone que le pasó?

—Dígamelo usted.

—No puedo. No sé quién es.

—Le produjo usted daños cerebrales. Acabó muriendo.

—¿Quién era?

—La negación no le servirá para siempre.

—No estoy negando nada. Le estoy diciendo que no sé de quién se trata.

—Eso explíqueselo a su abogado.

—¿Y quién es Candice Dayton?

—Lo mismo le digo. Pero el abogado será otro.

—¿Por qué otro?

—Es otro caso.

—¿Estoy arrestado?

—No. Todavía no. Serán los fiscales quienes decidan en qué momento hacerlo. Hasta entonces, tendrá usted que acatar órdenes. Conserva la graduación, de momento. A efectos administrativos, está usted asignado a esta unidad. Sus órdenes son que considere este edificio su lugar de operaciones y que se presente en él cada día antes de las 0800 horas. No puede abandonar la zona. La zona es un radio de ocho kilómetros a la redonda de este escritorio. Quedará usted acuartelado en un acomodamiento a elección del ejército.

Reacher no dijo nada.

Morgan añadió:

—¿Alguna pregunta, comandante?

—¿Tengo que llevar uniforme?

—De momento, no.

—Qué alivio.

—Esto no es una broma. Los aspectos negativos de estos dos asuntos son considerables. En lo personal, me refiero. En el peor de los casos, le caería cadena perpetua en Leavenworth, por homicidio. Aunque lo más probable es que le caigan diez años por homicidio imprudente, dado que han pasado dieciséis años. Y lo mejor que le puede pasar tampoco es muy atractivo, dado que tendríamos que centrarnos en el delito original. Yo intentaría enfocarlo hacia conducta indigna, como poco, con un nuevo licenciamiento, esta vez sin honores. Pero es su abogado quien deberá indicarle cómo presentarlo.

—¿Cuándo?

—Ya se le ha notificado la situación al departamento correspondiente.

En aquel viejo edificio no había celdas. No había instalaciones de seguridad. No las había habido nunca. Solo oficinas y despachos. Reacher se quedó allí, en la silla de las visitas que más cerca estaba de la ventana. Morgan no le miraba y no le dijo nada más, lo ignoraba por completo. El centinela seguía montando guardia frente a la puerta. El teniente coronel empezó a teclear en el portátil y a desplazar el ratón por la pantalla. Reacher buscó a Juan Rodriguez en su memoria. Hacía dieciséis años llevaba doce meses en el puesto de comandante de la 110. Eran sus inicios. El apellido Rodriguez sonaba hispano. Había conocido a muchos hispanos, tanto dentro como fuera del ejército. Recordaba haber golpeado a gente, tanto dentro como fuera del ejército, parte de ella hispana, pero nadie que se apellidase Rodriguez. Y si había existido una época en la que Rodriguez le había resultado interesante a la 110, recordaría aquel nombre. Seguro. Sobre todo al principio de su nombramiento, cuando todos los casos le parecían importantes. La 110 era una aventura experimental. Se vigilaba cada uno de sus movimientos. Se evaluaba cada uno de sus resultados. Se sometía a una autopsia cada uno de sus tropiezos.

Preguntó:

—¿Cuál es el supuesto contexto?

Morgan no respondió. Seguía tecleando y moviendo el ratón. Así que Reacher rebuscó en su memoria en busca de una mujer llamada Candice Dayton. También había conocido a muchas mujeres, tanto dentro como fuera del ejército. Candice era un nombre bastante común. Y no es que Dayton fuera un apellido muy raro. Ahora bien, los dos juntos no le decían nada en especial. Ni el diminutivo. Candy. ¿Candy Dayton? ¿Candice Dayton? Nada. Aunque, claro, no lo recordaba todo. Nadie lo recuerda todo.

—¿Tiene algún tipo de conexión Candice Dayton con Juan Rodriguez?

Morgan levantó la mirada como sorprendido, como si acabara de darse cuenta de que tenía visita. Como si se hubiera olvidado de él. No respondió. Se limitó a coger uno de los teléfonos y pedir un coche. Luego, le dijo a Reacher que bajara a recepción, a esperar con la sargento.

A tres kilómetros, un hombre al que solo tres personas en el mundo conocían como Romeo, sacó su móvil y marcó el número del hombre al que solo dos personas en el mundo conocían como Julieta. Cuando lo tuvo al teléfono, dijo:

—Lo ha incorporado a filas. El coronel Morgan acaba de introducir la información en el ordenador.

—¿Y ahora?

—Es muy pronto para saberlo.

—¿Se dará a la fuga?

—Cualquiera en su sano juicio lo haría.

—¿Adónde van a llevarlo?

—Al motel de siempre, espero.

La sargento que estaba en la recepción no dijo nada. Seguía tan muda como antes. Reacher se apoyó en la pared y esperó en silencio. Diez minutos después, un soldado raso entró en el edificio, saludó a Reacher y le pidió que lo acompañara. Formal y educado. «Inocente hasta que se demuestre lo contrario», supuso Reacher, al menos, a ojos de algunos. En el aparcamiento había un sedán viejo del ejército con el motor en marcha. Un joven teniente caminaba de un lado para el otro junto a él, incómodo y avergonzado. Abrió la puerta trasera y Reacher subió al coche. El teniente ocupó el asiento del copiloto y el soldado condujo. Tras kilómetro y medio de camino, llegaron a un motel, un edificio venido a menos, viejo y destartalado, situado en un solar sombrío que había junto a la carretera secundaria de tres carriles, de lo más tranquila ahora que había caído la noche. El teniente firmó un papel, el recepcionista del turno de noche le dio una llave a Reacher y el soldado se puso al volante para llevarse al teniente.

Fue entonces cuando llegó el segundo coche, con los dos tipos vestidos con camiseta y pantalones de chándal.

Nunca vuelvas atrás

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