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Los pantalones de chándal no tenían bolsillos, ni tampoco las camisetas. Tampoco ninguno de los dos llevaba chapas identificativas. De hecho, no llevaban ningún tipo de identificación. El coche también estaba limpio. En su interior no había nada, excepto el habitual paquete de documentos del ejército, bien ordenado en la guantera. Ni armas, ni objetos personales, ni carteras ocultas, ni pedazos de papel, ni recibos de gasolina. La matrícula era la estándar de los registros gubernamentales. El coche no tenía nada fuera de lo normal, excepto las dos nuevas abolladuras en las puertas.

El tipo de la izquierda bloqueaba la puerta del conductor. Reacher lo arrastró unos dos metros por el asfalto. No opuso resistencia. La vida no es como en las películas. Si le das una buena hostia a alguien en la sien, no se levanta del suelo sin más, listo para seguir peleando. El tipo permanecería tirado en el suelo una hora o más, con náuseas, mareado y desorientado. Era una lección que había aprendido hacía mucho: el cerebro humano es mucho más sensible al desplazamiento lateral que al de retroceso. Una peculiaridad evolutiva, lo más probable, como casi todo.

Abrió la puerta del conductor y subió al coche. Habían apagado el motor, pero la llave seguía en el contacto. Echó el asiento hacia atrás y arrancó. Se quedó un buen rato sin hacer nada más que mirar por el parabrisas. «No podían dar con usted, seguro que puede desaparecer de nuevo. El ejército no contrata rastreadores. Además, ninguno conseguiría encontrarle. No, dada la manera en la que vive».

Ajustó el retrovisor. Pisó el embrague y metió primera. «Yo intentaría enfocarlo hacia conducta indigna, como poco, con un nuevo licenciamiento, esta vez sin honores».

Pisó el acelerador y se alejó de allí.

Condujo en dirección al viejo edificio del cuartel general y aparcó a unos cincuenta metros, en la carretera de tres carriles. En el coche se estaba caliente y mantuvo el motor en marcha para que siguiera siendo así. Examinó con atención el cuartel y no vio actividad alguna. Nadie entraba ni salía. En su época, la 110 trabajaba a contrarreloj, siete días a la semana, y no entendía cuál podía ser la razón para que aquello hubiera cambiado. El soldado raso de la garita ya se habría ido y el oficial del turno de noche ocuparía su puesto. El resto de los oficiales se marcharían en cuanto acabaran su trabajo, fuera cuando fuese. Cualquier otro día. Pero no aquella noche. No durante un problema o una crisis y, desde luego, no con alguien dedicado a solucionar problemas en la casa. Nadie se marcharía antes que Morgan. Política básica del ejército.

Morgan se marchó una hora después. Reacher lo pudo ver con claridad. Un sedán de lo más corriente salió de la base, tomó la carretera de tres carriles y pasó por delante de donde estaba él aparcado. A oscuras, Reacher vio solo por un instante al teniente coronel, al volante, con el pijama del ejército y las gafas, con el pelito repeinado y mirando hacia delante, con ambas manos en el volante, como si fuera una abuela cualquiera camino del supermercado. Se quedó mirando el coche por el retrovisor hasta que sus luces traseras desaparecieron tras la colina.

Esperó.

Y, tal y como había supuesto, en el siguiente cuarto de hora hubo un éxodo regular. Salieron cinco coches más, tres de los cuales giraron a la derecha y dos, a la izquierda, cuatro de ellos con un solo ocupante, el otro, con tres. Todos los coches estaban cubiertos por una película de rocío y todos expulsaban un humo blanco y frío por el tubo de escape. Desaparecieron en la distancia, a derecha e izquierda, el humo del tubo de escape se fue disipando y el sitio volvió a quedarse en calma.

Esperó diez minutos más, por si acaso. Pero no sucedió nada. A cincuenta metros, el viejo edificio parecía asentado y en silencio. La guardia nocturna estaba en su propio mundo. Arrancó el motor y rodó poco a poco colina abajo hasta la verja. En la garita había otro centinela. Un joven inexpresivo y estoico. Reacher se detuvo y pulsó el botón para bajar la ventanilla. El chico preguntó:

—¿Señor?

Reacher se identificó y le dijo:

—Vengo a presentarme en mi base, tal y como me han ordenado.

—¿Señor?

—¿Estoy en su lista?

El joven lo comprobó.

—Sí, señor. El comandante Reacher. Pero para mañana por la mañana.

—Me han ordenado que me presentara antes de las 0800 horas.

—Sí, señor, ya lo veo. Pero es que son las 2300 horas, señor. Es de noche.

—Pero eso es antes de las 0800, ¿no? Tal y como me han ordenado.

No hubo respuesta.

—Consúltelo con el coronel Morgan si quiere. Seguro que ya está en su barracón.

No hubo respuesta.

—O consúltelo con el sargento al mando.

—Sí, señor, es mejor que haga eso.

Hizo una llamada y se quedó unos instantes escuchando. Colgó.

—Señor, la sargento le pide que pase por recepción.

—No dude de que lo haré, soldado.

Siguió conduciendo y aparcó cerca del biplaza descapotable de color rojo, que seguía allí, en el mismo sitio que antes. Salió, cerró la puerta del coche y se acercó a la del edificio. La noche era fría. El vestíbulo estaba tranquilo y en silencio. La diferencia entre el día y la noche, literalmente. No obstante, era la misma sargento la que estaba en la recepción. Acabando su trabajo antes de marcharse. Estaba sentada en un taburete alto, tecleando en el ordenador. Actualizando el registro del día, lo más probable. Mantener al día los registros es muy importante, sobre todo para los militares. Se detuvo y levantó la mirada.

Reacher preguntó:

—¿Va a incluir esta visita en el registro oficial?

—¿Qué visita? Y ya le he dicho al soldado de la puerta que tampoco lo haga.

Ya no se sentía cohibida para hablar. No ahora que el intruso Morgan había abandonado la casa. Parecía joven y, a un tiempo, daba la impresión de estar de lo más preparada, como los sargentos de todo el mundo. La identificación que tenía sobre el pecho derecho decía que se apellidaba Leach.

—Sé quién es usted.

—¿Nos conocemos?

—No, señor, pero usted es famoso aquí. Fue el primer comandante de la unidad.

—¿Sabe por qué he vuelto?

—Sí, señor. Nos lo han contado.

—¿Cuál ha sido la reacción general?

—Ha habido de todo.

—¿Cuál ha sido la suya?

—Estoy segura de que hay una buena explicación. Además, dieciséis años son demasiados años. Lo que convierte el asunto, lo más probable, en un tema político. Y eso, por lo general, suele indicar que es mentira. Y aunque no lo sea, estoy segura de que el tipo se lo merecía. Incluso algo peor.

Reacher no dijo nada.

—He estado a punto de advertirle antes. Lo mejor habría sido que saliera huyendo. Quería avisarle, de verdad, para que saliera de aquí. Pero tenía órdenes expresas de no hacerlo. Lo siento.

—¿Dónde está la comandante Turner?

—Es una historia muy larga.

—Hágame un resumen.

—La enviaron a Afganistán.

—¿Cuándo?

—Ayer a mediodía.

—¿Por qué?

—Tenemos tropas allí. Ha surgido un problema.

—¿Qué tipo de problema?

—No lo sé.

—¿Y?

—No llegó.

—¿Está segura?

—Sin ningún género de duda.

—¿Y dónde está?

—Nadie lo sabe.

—¿Cuándo llegó el coronel Morgan?

—Horas después de que se marchara la comandante Turner.

—¿Cuántas horas?

—Dos, más o menos.

—¿Dio alguna explicación de por qué estaba aquí?

—La conclusión fue que la comandante Turner había sido relevada del mando.

—¿Nada específico?

—Nada específico.

—¿Estaba cagándola la comandante?

Leach no respondió.

—Puede hablar con libertad, sargento.

—No, señor, no la estaba cagando. Estaba haciendo un muy buen trabajo.

—¿Y eso es todo lo que tenemos? ¿Conclusiones y desapariciones?

—Hasta ahora, sí.

—¿No corren rumores?

Los sargentos siempre forman parte del entramado de rumores. Siempre lo han hecho y siempre lo harán. Participan en el mentidero militar. Son como la versión uniformada de la prensa amarilla.

—Algo he oído.

—¿El qué?

—Podría no ser nada.

—¿Pero...?

—Y podría no tener nada que ver.

—¿Pero...?

—Me han contado que en la prisión militar de Fort Dyer tienen un nuevo prisionero.

Nunca vuelvas atrás

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