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El detective sacó un bloc de notas y un bolígrafo, los dejó sobre la mesa, bien alineados, y dijo:

—Debería pedir usted un abogado.

—Hoy no he estado en el suroeste de D. C. Ni en ninguna otra zona de la ciudad. Ni siquiera he cruzado el río.

—¿Quiere un abogado?

—Ya tengo un abogado. De hecho, tengo dos. Aunque no es que me sirvan de mucho. De hecho, yo diría que uno de ellos en particular no me está ayudando nada.

—¿Se refiere a la comandante Sullivan?

—Se marchó antes de que acabara la conversación. El coronel iba a preparar el papeleo para el recurso. Aceptó después de que se marchara ella.

—Qué oportuno.

—Es la verdad. ¿Acaso Moorcroft afirma lo contrario?

—Moorcroft no afirma nada. Está en coma.

Reacher no dijo nada.

—Tiene coche, ¿verdad? —continuó Podolski—. Un Chevrolet sedán de color azul que le han dejado en el cuartel general de la 110, ¿no?

—¿Y qué?

—Podría haber hecho subir a Moorcroft y llevarlo al otro lado del río.

—Sí, supongo que podría haberlo hecho, pero no ha sido así.

—El ataque ha sido brutal.

—Si usted lo dice...

—Sí, lo digo. Había sangre por todos lados.

Reacher asintió.

—Los ataques brutales y la sangre por todos lados suelen ir de la mano.

—Hábleme de su ropa.

—¿Qué ropa?

—La que lleva.

Reacher se miró.

—Es nueva. Acabo de comprarla.

—¿Dónde?

—En un centro comercial que hay a dos manzanas de mi motel.

—¿Por qué la ha comprado?

«No tardará en estar fuera».

—Ya iba siendo hora.

—¿Estaba sucia su ropa vieja?

—Supongo.

—¿Se le ha manchado con algo?

—¿Algo como qué?

—Como sangre, por ejemplo.

—No, no estaba manchada de sangre.

—¿Dónde está esa ropa?

Reacher no respondió.

—Hemos hablado con el recepcionista de su motel. Dice que ha hecho hincapié en que le limpiara las papeleras de su habitación.

—Hombre, hincapié no he hecho.

—Pero ha limpiado las papeleras. Como usted le ha pedido. Justo antes de que llegara el camión de la basura. Así que, ahora, la ropa vieja ya no existe.

—Coincidencia.

—Qué oportuno, ¿no le parece?

Reacher no respondió.

—El recepcionista ha mirado la ropa. Es de ese tipo de gente. Era muy grande para él, claro está, pero quizá alguna prenda tuviera algún valor. No ha sido así. Ha dicho que estaba demasiado sucia. Demasiado manchada. Incluso con sangre, le ha parecido.

—La del coronel Moorcroft no.

—¿La de quién, entonces?

—Hace mucho tiempo que la llevo. Tengo una vida dura.

—¿Pelea a menudo?

—Lo evito siempre que es posible. A veces, me corto cuando me afeito.

—También se ha duchado, ¿verdad?

—¿Cuándo?

—Después de tirar la ropa. El recepcionista ha dicho que le ha pedido toallas secas.

—Sí, me he duchado.

—¿Es habitual que se duche dos veces al día?

—A veces.

—¿Había hoy alguna razón en particular para que lo hiciera?

«No tardará en estar fuera».

—Ninguna en particular.

—¿Para limpiarse la sangre, quizá?

—No estaba sangrando.

—Si mirásemos en el sumidero, ¿qué encontraríamos?

—Agua sucia.

—¿Está usted seguro?

—La habitación entera está sucia.

—Se enfrenta a cargos criminales por homicidio, ¿no es así? De hace dieciséis años, ¿no es así? Juan Rodriguez, ¿no es así? Al que le pegó una paliza, ¿no es así?

—Es una acusación falsa.

—Eso lo he oído muchas veces. Es lo mismo que ha respondido sobre el coronel Moorcroft, ¿no? La comandante Sullivan me ha explicado que le ha mencionado el asunto, pero que no simpatizaba con usted. ¿Es eso lo que le ha molestado?

—Me ha frustrado un poco.

—Sí, puede resultar agotador que nadie te comprenda.

—¿Moorcroft está muy grave?

—¿Ahora se siente culpable?

—Me preocupan tanto él como su clienta.

—Me han dicho que ni siquiera conoce a la mujer en cuestión.

—¿Y qué importa eso?

—El médico dice que es probable que despierte. Aunque nadie puede asegurar cuándo o en qué estado se encontrará. Siempre que despierte.

—He pasado parte de la mañana en el cuartel general de la 110.

Podolski asintió.

—Unos veinte minutos en total. Lo hemos comprobado. ¿Qué ha estado haciendo el resto de la mañana?

—Caminar.

—¿Por dónde?

—De aquí para allá.

—¿Le ha visto alguien?

—No lo creo.

—Qué oportuno —comentó el detective por tercera vez.

—Se está equivocando usted de persona. La última vez que he visto al coronel, salía del restaurante del club de oficiales de esta base, más feliz que una perdiz. No sé quién le habrá pegado, pero está por ahí, riéndose de usted, mientras usted pierde el tiempo conmigo.

—En otras palabras, que ha sido otro.

—Es evidente.

—Eso lo he oído muchas veces.

—¿Nunca se ha equivocado?

—Eso no importa. Lo que importa es si estoy equivocado ahora. Y no creo que lo esté. Tengo ante mí a una persona con un historial violento al que han visto discutiendo con la víctima poco antes de que se cometiera el delito y que, poco después del mismo, ha tirado toda su ropa y se ha dado una segunda ducha. Una persona con acceso a un vehículo y cuyos movimientos apenas se controlan. Fue usted policía, ¿no es así? ¿Qué haría usted?

—Iría a buscar al verdadero culpable. Estoy seguro de haber visto esa frase escrita en algún lado.

—Suponga que el verdadero culpable dice que no es el culpable.

—Sucede a diario. Tiene que usar usted su capacidad de raciocinio.

—Es lo que estoy haciendo.

—Pues qué pena.

—Enséñeme las manos.

Reacher puso las manos sobre la mesa, planas, con las palmas hacia abajo. Eran grandes y estaban morenas, y también ajadas y callosas. Los nudillos de ambas estaban un poco rosados y un poco hinchados. Por lo de la noche anterior. Por lo de los dos de la camiseta. El gancho de izquierda y el de derecha. Buenos golpes. No los mejores de su vida, pero buenos. El policía le miró las manos largo rato.

—No concluyente. Quizá haya usado usted un arma. Algún instrumento romo. Ya me lo dirán los médicos.

—¿Y ahora qué?

—Eso es cuestión del fiscal del distrito. Mientras tanto, va a tener que acompañarme. Quiero tenerle encerrado en el centro.

La habitación se quedó en silencio y Espin habló por primera vez:

—No. Es inaceptable. Se queda aquí. Nuestro homicidio está por encima de su intento criminal.

Podolski replicó:

—Algo sucedido esta mañana está por encima de algo sucedido hace dieciséis años.

—La posesión es nueve décimas partes de la ley. Lo tenemos nosotros. No usted. Imagine el papeleo.

Podolski no respondió.

—Pero puede venir para hablar con él tantas veces como quiera.

—¿Van a tenerlo encerrado?

—No le vamos a dejar ni ver la luz del sol.

—Entonces, de acuerdo.

El detective se puso de pie, recogió su bloc de notas y su bolígrafo, y se marchó.

Después de aquello comenzó el proceso rutinario de prisión preventiva. Volvieron a cachearle, le quitaron los cordones de las botas y lo medio empujaron y lo medio guiaron a lo largo de un pasillo vacío y estrecho por el que dejó atrás dos salas de interrogatorio más grandes —una frente a la otra— y dobló la esquina en dos ocasiones hasta el pabellón de celdas. Mucho más civilizado que en algunas de las prisiones que había visto. Se parecía más a un hotel de medio pelo de una cadena hotelera que a una cárcel. Era una madriguera de pasillos y pequeñas recepciones, y la celda en concreto se parecía a la habitación de un motel. Reforzada, claro está, con cerraduras, pestillos y una puerta que se abría hacia fuera, paredes de cemento y un ventanuco con barrotes cerca del techo, con el inodoro y el lavamanos de metal y un catre estrecho por cama, como la de un barracón, pero espaciosa y razonablemente confortable. En general, mejor que la habitación que tenía junto a la carretera de tres carriles. Eso seguro, joder. Junto a la cama, incluso había una silla. La Base Conjunta Dyer-Helsington House en toda su opulenta gloria. Los prisioneros de alta graduación que tenían encerrados allí vivían mejor que los oficiales de baja graduación que vivían fuera.

Se sentó en la silla.

Espin esperó en la puerta.

«Espera lo mejor, prepárate para lo peor».

—Quiero ver al capitán de guardia en cuanto sea posible.

—Se pasará antes o después porque tiene que explicarle las reglas.

—Ya conozco las reglas, que yo también fui capitán de guardia hace mucho tiempo. La cuestión es que quiero verle en cuanto sea posible.

—Le dejaré un mensaje.

Y se fue.

Cerró la puerta de golpe, con llave y echando todos los cerrojos.

Veinte minutos después volvió a oír los mismos ruidos, pero al revés. Alguien descorrió los cerrojos, giró la llave en la cerradura y abrió la puerta. El capitán, que era alto como una columna, tuvo que agacharse para pasar por la puerta.

—¿Va a darnos problemas?

—No sé por qué iba a hacerlo, siempre y cuando se comporten ustedes como es debido.

El capitán sonrió.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Puede hacer una llamada por mí. A la sargento Leach, de la 110. Dígale dónde estoy. Puede que tenga un mensaje para mí. Si es así, podría volver usted y dármelo.

—¿Quiere que le dé de comer a su perro y le haga la colada?

—No tengo colada que hacer. Ni perro. Pero puede llamar a la comandante Sullivan si lo prefiere. Del JAG. Es mi abogada. Dígale que quiero verla, aquí, a última hora del día. Dígale que necesito reunirme con ella. Dígale que es importantísimo.

—¿Ya está?

—No. Luego, llame a la capitana Edmonds, al MRH. Es mi otra abogada. Dígale que quiero verla después de hablar con la comandante Sullivan. Dígale que tengo asuntos urgentes que tratar con ella.

—¿Algo más?

—¿Cuántos huéspedes tiene hoy?

—Usted y otro más.

—Que es la comandante Turner, ¿verdad?

—Así es.

—¿Está cerca?

—Este es el único pabellón de celdas que tenemos.

—Habría que informarle de que su abogado está fuera de combate. Necesita otro. Tiene que ir a verla para comunicárselo.

—Es curioso que proponga usted eso.

—No he tenido nada que ver con lo que le ha sucedido al coronel. Enseguida lo descubrirá. Y la mejor manera de evitar meterse en un lío es hacer todo lo posible por no meterse en él.

—Me sigue resultando extraño que esas palabras salgan de su boca. ¿Se ha muerto el presidente de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles y le han nombrado sucesor a usted?

—En su día, juré defender la Constitución. Como usted. La comandante Turner ha de tener representación legal competente en todo momento. Esa es la teoría. Y este vacío tendrá mala pinta una vez empiecen a llegar los recursos. Así que dígale que tiene que conseguir otro abogado. Cuanto antes. Esta misma tarde sería lo mejor. Asegúrese de que lo entiende.

—¿Algo más?

—Con eso es suficiente. Gracias, capitán.

—De nada.

El alto capitán dio media vuelta y volvió a agacharse para pasar por debajo del dintel. Cerró la puerta de golpe, echó la llave y corrió los cerrojos.

Reacher permaneció en la silla.

Quince minutos después volvieron a oírse las puertas. Los cerrojos, la cerradura y los goznes. Esta vez, el capitán de guardia se quedó en el pasillo. Menos molestias para su cuello.

—Mensaje de la sargento Leach, desde su cuartel general. Han encontrado muertos a los dos soldados de Afganistán. En un camino de cabras del Hindukush. Muertos de un tiro en la cabeza. Con una nueve milímetros, lo más probable. Hace tres días, por lo que parece.

Reacher se quedó callado un rato antes de responder.

—Gracias, capitán.

«Espera lo mejor, prepárate para lo peor».

Y lo que había pasado era lo peor.

Nunca vuelvas atrás

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