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ОглавлениеDespués de eso, Scarangello se fue, dejando tras de sí un leve aroma a perfume. Me di una ducha y me acosté. A O’Day le gustaba empezar el día con una reunión y mi intención era asistir, sí, pero después de desayunar. La cuestión es que fui incapaz de encontrar el comedor. A la luz del amanecer vi que estábamos en un rincón de Pope Field dejado de la mano de Dios. Y la base era gigantesca. Calculé que me encontraba a más de kilómetro y medio del comedor más cercano. Puede que hasta a ocho. Además, mi presencia estaba restringida a esa parte de la base. Y deambular sin autorización por Fort Bragg no era buena idea. No, dadas las circunstancias actuales. Bueno, bajo ninguna circunstancia.
Así que me dirigí a la puerta roja de nuevo y me encontré a Casey Nice en una habitación con una mesa. La mesa estaba llena de platos con bollitos y de grandes cartones de café del Dunkin’ Donuts. Nada de esa comida «sana y nutritiva» del Ejército. Una empresa de comidas privada. Recortes. Lo que sea por ahorrar.
—¿El cuartel es confortable? —me preguntó.
—Es mejor que dormir en un tronco hueco —le respondí.
—¿Es donde acostumbra a dormir?
—Es un decir —le dije.
—Pero ¿ha dormido bien?
—A las mil maravillas.
—¿Fue a verle alguien?
—Una mujer llamada Joan Scarangello.
—Bien.
—¿Quién es?
—Una de los adjuntos del subdirector de operaciones.
Lo que parecía poca cosa, pero no lo era. En terminología de la CIA, un A del SDO era parte de un reducido círculo que había en lo más alto. Una de las tres o cuatro personas con más contactos del planeta. Su hábitat natural era un despacho de Langley unas ocho veces más grande que mi contenedor de transporte y, probablemente, con más teléfonos sobre el escritorio de los que había visto en mi vida.
—Sí que se lo están tomando en serio.
—No les queda más remedio, ¿no le parece?
No respondí, y casi al instante entró Scarangello. Cabeceó a modo de saludo, se sirvió un bollito y un café, y se marchó. Yo cogí dos bollitos, una taza vacía y un termo de café. Di por sentado que lo podría dejar en el borde de la mesa de reuniones, con el tapón mirando hacia mí y rellenarme la taza tanto y tantas veces como me apeteciera. Como un alcohólico detrás de una barra.
La reunión se celebró en una habitación que había junto al despacho de O’Day, en el piso de arriba. Nada del otro mundo. Cuatro mesas normales y corrientes, una contra otra formando un cuadrado, y ocho sillas para los cinco. Shoemaker, O’Day y Scarangello ya estaban sentados. Casey Nice se sentó junto a la otra mujer y yo elegí un sitio con una silla vacía a uno y otro lado. Me serví café y mordí uno de los bollitos.
Shoemaker fue el primero en hablar. De nuevo llevaba el uniforme de campaña, con su estrella, cosa que no me sorprendió. Su análisis inicial incluía tanta información que parecía que se hubiera ganado la estrella a pulso, cosa que sí me sorprendió.
—Por lo visto, el gobierno polaco está a punto de anunciar elecciones anticipadas —empezó diciendo— y es muy probable que el griego no tarde en hacerlo. Podría parecer un mero mecanismo político de la democracia, pero si escarbamos en la constitución de la Unión Europea encontraremos una estipulación que permite posponer las asambleas de jefes de Estado si dos o más países miembros están celebrando elecciones. En otras palabras, que están huyendo. La reunión de la Unión Europea no se va a celebrar. Eso nos deja solo con la del G8, que se celebrará dentro de tres semanas. Ese plan sigue intacto. Lo que nos proporciona tanto el tiempo como el objetivo.
Tomé aire con intención de hablar, pero O’Day adelantó uno de sus largos brazos con la palma hacia mí, como cuando le dices a un perro que se detenga, y dijo:
—Va a advertirnos de que estamos dando mucho por hecho y que cualquiera podría ser el objetivo. Y tiene razón pero, por favor, debe entender que ningún otro objetivo nos importa. Si el tiro se lo lleva otro, nos pondremos a bailar. Hasta entonces, y a efectos operativos, vamos a dar por hecho que va a haber un intento de asesinato contra un dirigente mundial.
—Iba a preguntar quién está en el G8 —le dije.
Que debía de ser una pregunta estúpida, porque todos se revolvieron en el asiento y nadie me respondió. Al cabo de un rato, Casey Nice dijo:
—Nosotros y Canadá, el Reino Unido, Francia, Alemania e Italia, Japón y Rusia.
—Esas no son las ocho economías más fuertes.
—Pero lo fueron en su tiempo —apuntó Scarangello—. Hay cosas que quedan escritas en piedra.
—Por lo tanto, si se trata de un asunto personal o nacionalista, cualquiera de ellos podría ser el objetivo. En cambio, y con todos mis respetos, si tiene que ver con el terrorismo a gran escala, dudo mucho de que vaya a ser Italia. Es decir, ¿quién iba a darse cuenta? Esa gente cambia de presidente cada tres semanas. Ni Canadá. No reconocerías a su primer ministro aunque te cruzaras con él en el supermercado. Y lo mismo pasa con Japón. Y con Francia. Y con el Reino Unido. Que se carguen a un pijo no va a desestabilizar el planeta. Que disparasen a la alemana sería un poco más problemático.
Scarangello asintió.
—La mayor economía europea, el único adulto fiscal de toda la región, y una psique nacional restaurada que se basa por completo en que no disparen a los políticos. El tejido podría descoserse. Y en Alemania el fondo está muy pero que muy abajo...
—Así que seremos nosotros, Rusia o Alemania. Lo que facilita el asunto. Mantienes escondidos a los tres. Que no vean la luz del día. Dejas que sean los otros cinco los que den la cara. O coges y envías también a los vicepresidentes, aunque solo sea para la foto. Le daríamos la vuelta a la tortilla: «¡Tenemos tantos huevos que enviamos a los dos!».
O’Day asintió.
—Ese es el plan B, que ya está bosquejado. El plan A consiste en encontrar a John Kott. Y esperar a que Londres, Moscú y Tel Aviv tengan un éxito similar.
—¿Sabemos algo de los suyos?
—Lo sabemos todo. El británico es un ex de la SAS que se apellida Carson. Cuando aún vestía el uniforme tenía más de cincuenta bajas por todo el mundo, aunque nadie va a admitirlo, una de ellas a algo más de mil ochocientos metros, documentada y verificada. El ruso se apellida Datsev. Su primer instructor lo entrenó en Volgogrado, en una academia muy dura. El israelí se apellida Rozan. Dicen en el mejor que han visto con un Barrett del calibre 50, que es mucho decir tratándose de israelíes.
—Todos parecen mejores que Kott.
—Usted lo ha dicho, lo parecen. Para Kott, un disparo de mil trescientos metros no era nada. Pura rutina. Hasta que lo arrestó usted, claro está.
—Lo dice como si le jodiera que lo hubiera hecho.
—Era mucho más valioso que el machaca de infantería al que asesinó.
—¿Dónde se celebra la reunión del G8? —pregunté.
—En Londres —respondió O’Day—. A las afueras. En una mansión o un antiguo castillo. Algo así.
—¿Tiene foso?
—No estoy seguro.
—Pues quizá debieran empezar a excavar uno.
—La idea es no permitir que se acerque tanto.
—En cualquier caso, no puedo ayudarlos. Tengo el pasaporte caducado.
—Eso se lo resolverá el Departamento de Estado —me soltó O’Day antes de levantar la mirada, ante lo que Casey Nice volvió a buscar en el interior de su chaqueta, igual que con el resumen del informe de la embajada, y sacó una especie de libretita delgada de color azul que deslizó hacia mí sobre la mesa. También guardaba el calor de su cuerpo.
Era un pasaporte con mi nombre y mi foto, hecho el día anterior, con diez años de validez.