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Cuando acabó la reunión me solicitaron que fuera al despacho de Rick Shoemaker, donde este me pidió que comenzara a trazar un plan táctico detallado para un viaje a Arkansas. Lo que era ridículo. No había nada que detallar en un sitio como Arkansas. Además, no era la dirección que debíamos tomar.

—Lo más probable es que se haya quedado en Europa —comenté—. Seguro que ya está en Londres. Si es que fue él.

—Joan Scarangello nos ha dicho que entiende usted a la perfección cuál es su papel.

«Sí, el de cebo».

—¿Lo dice en serio? —pregunté.

—No es para tanto —respondió—. Como usted ha señalado, si se trata de Kott, es improbable que se encuentre allí. Ahora bien, si se trata de él, puede que haya alguien que esté vigilando nuestros avances. Es la primera parada, no cabe duda. O, al menos, deberíamos hacerla. Hay que confirmar que ha vuelto a coger el fusil. Si no es así, aquí paz y después gloria. Lo del yoga y la meditación habla de sus intenciones solo hasta cierto punto. También hay que darle un poco al gatillo. Podrían estar esperando que lo comprobemos. Serán matones de cuarta. No le supondrán ningún problema. Y podríamos sacarles algo.

—Si se trata de él.

—Y si no, pues menos de lo que preocuparse.

—¿Por qué yo? Hay multitud de agentes federales por el mundo. Ellos harían muy bien las veces de cebo. Mejor que yo, probablemente. Podrían aparecer con las luces y las sirenas.

—¿Sabe cuántos estadounidenses tienen autorización de seguridad para conocer secretos de Estado hoy en día?

—Ni idea.

—Casi un millón, y la mitad son civiles. Ejecutivos y gente de negocios, contratistas y subcontratistas. En el mejor de los casos, de ese millón solo habrá unos doscientos que pasen información realmente comprometedora a los del otro bando.

—Parece usted O’Day.

—No suele equivocarse.

—Pero es un paranoico.

—De acuerdo, déjelo en la mitad. Tenemos cien traidores con acceso a importantes secretos de Estado. La seguridad nacional está fuera de control. Lleva así una década. No obstante, ahora mismo este proyecto lo controlamos muy de cerca. Apenas se está distribuyendo la información. De momento, el general O’Day prefiere contar solo con gente en la que confía.

—Ni siquiera puedo alquilar un coche. No tengo ni carné de conducir ni tarjeta de crédito.

—Le acompañará Casey Nice —me dijo Shoemaker—. Tiene edad para conducir.

—Entonces será parte del cebo.

—Sabe para qué se alistó. Y es más dura de lo que parece.


Mi plan táctico detallado consistió en recoger el cepillo de dientes del cuarto de baño y copiar la última dirección de John Kott: una casa alquilada en medio de ninguna parte, en la esquina inferior izquierda del estado, donde Arkansas se convierte en Oklahoma, Texas o Louisiana. Casey Nice entró en su contenedor blanco con el traje negro de falda y chaqueta y salió a los cinco minutos con unos vaqueros y una cazadora de cuero marrón. Sin lugar a dudas, aquel atuendo era más adecuado para la esquina inferior izquierda de Arkansas.

Nos asignaron el mismo avión. La misma tripulación. Dejé que Casey Nice subiera la escalerilla por delante de mí, que es lo más cabal que puedes hacer cuando uno de los dos es una veinteañera con vaqueros y el otro no lo es. Me senté en la misma butaca y ella en la de enfrente. Esta vez el auxiliar de vuelo lo sabía todo acerca de adónde nos dirigíamos: a Texarkana, un aeropuerto civil en el que podríamos alquilar un coche. No se trataba de una ruta del Gran Círculo. Hacia el oeste y hacia el sur, poca cosa, sobrevolando Georgia, Alabama y Mississippi. Iría bien una cafetera, a menos que Casey Nice quisiera una taza.

—Shoemaker me ha dicho que sabe para qué se alistó —le comenté.

—Eso creo —me contestó.

—Que fue ¿para...?

—Es por esa teoría. Ya sabe a qué me refiero. La que dice que debemos trabajar unidos. Que, en el futuro, nos fusionaremos unos con otros. Bajo cuerda, claro está. Así que debemos obtener reconocimientos. Lo que me parece bien. Tengo que estar preparada. La parte más importante de mi carrera se va a desarrollar en el futuro.

—¿Y qué reconocimientos ha conseguido hasta el momento?

—Esta misión no me quita el sueño, si es a eso a lo que se refiere.

—Me alegro —le dije.

—¿Debería quitármelo?

—¿Ha estado alguna vez en un hotel con una de esas camas la mar de grandes? De esas de más de dos metros. Si en algún momento salimos a campo abierto, esa es la distancia a la que quiero que se mantenga de mí. Más de dos metros. Porque, en el mejor de los casos, Kott no tiene nada que ver con este asunto y estaba pescando cuando su dron pasó, pero ahora ya ha vuelto a casa, a la que se llega por un camino largo y recto, y tiene un arma cargada junto a la ventana de la cocina. Depende de lo entusiasmado que esté, el primer disparo podría fallar por un metro ochenta. Ahora bien, el segundo no fallará por dos metros.

—No creo que esté en casa. Creo que está en Londres.

—¿Por qué creen que ha sido él? Los demás parecen mejores.

—Datsev estuvo en el Ejército Rojo cuando era muy joven y después pasó al Ejército ruso. Hasta hace cinco años, en que dejó el servicio. Rozan lleva más tiempo fuera del Ejército israelí. Y Carson, el británico, lleva fuera de la SAS más todavía. Lo de París lo hizo un perfil nuevo. ¿Por qué iban a tardar tanto esos tres en meterse en el negocio? Parece que se trate de alguien que lleva un año preparándose para dejar claro que está en el mercado. Alguien que acaba de retirarse.

—Sigo pensando que ha de mantenerse a más de dos metros de mí. Datsev, Rozan y Carson podrían haber estado empleados en otras labores. Como mercenarios en ejércitos o en empresas de seguridad privadas, o quizá montaran una librería de segunda mano y les fuera mal. O se les haya acabado la pensión. O puede que acaben de salir de la cárcel por delitos no relacionados entre sí. Aunque solo hubiera estado un año, Kott podría llevar en el mercado más tiempo que los demás.

—En ese caso, lo contratarían a él porque se trataría del más experimentado. Está en Londres. Estoy segura. Arkansas no me preocupa en absoluto.

A mí tampoco me preocupaba, en principio.

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