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Y no lo estábamos porque los israelíes habían dado con el suyo. Habían localizado al señor Rozan. Estaba de vacaciones. En el Mar Rojo. A los que lo vigilaban se les pasó su marcha. Pero ya estaba de vuelta. Camareros de varios bares y restaurantes confirmaban su coartada. Indiscutible. No había estado en París. Rozan no era uno de los candidatos. Quedaba fuera de la lista.

—Lo que hace nuestra labor un poco más urgente —dijo O’Day.

A O’Day también le gustaba reunirse por la tarde. Volvíamos a estar en la misma habitación de arriba, la de las mesas adosadas entre sí. O’Day, Shoemaker y Scarangello sentados ya, y Casey Nice y yo recién llegados, con el zumbido del avión silbando aún en los oídos. Les contamos lo que habíamos encontrado en Arkansas y les entregamos el polvillo y los restos que habíamos recogido, pero en una bolsita para pruebas, no en el botecito de pastillas. A Shoemaker le decepcionó que no encontráramos vigilancia. Le habría encantado que el cebo funcionara. O’Day comentó que era comprensible que John Kott estuviera obsesionado conmigo.

—Me gustaría saber cómo consiguió mi expediente —le dije.

—Lo más probable es que por medio de algún amigo que tenga en algún departamento administrativo —comentó—. Se trata de un archivo normal y corriente en un almacén normal y corriente de Missouri.

—No tiene amigos en ningún departamento administrativo. Ni siquiera los tenía en su unidad. Nadie quiso mentir por él.

—Pues lo compraría.

—¿Con qué? Acababa de salir de Leavenworth. Y luego fue a la parte trasera de su casa y disparó un millar de proyectiles del calibre 50, que cuestan como cinco pavos cada uno. Incluso en Arkansas. ¿De dónde sacó tanto dinero?

—Lo investigaremos.

—¿Cómo? No tienen medios. No me vengan otra vez con la chorrada esa de la seguridad nacional. Ahora esto es una investigación policial. Tenía un campo de tiro de mil trescientos metros y dinero suficiente para practicar cuanto quisiera. ¿Es una coincidencia? ¿O fue elegido hace mucho tiempo ese apartamento parisino con terraza? ¿Entrenaba específicamente para eso? De ser así, podríamos estar ante una conspiración que se lleva gestando casi un año. Necesitamos datos. Como, por ejemplo, a quién pertenece el apartamento de París.

—¿Se está ofreciendo voluntario para ser nuestro policía?

—Pensaba que era el cebo.

—Podría ser ambos.

—No me ofrezco voluntario para nada. Regla fundamental del soldado.

—Pues quizá debería. No va a vivir tranquilo ahora que ha visto lo que ha visto.

—Yo diría que en el mundo hay una decena de personas la leche de cabreadas conmigo. ¿Por qué iba a importarme que haya una más? Ninguna de ellas va a encontrarme jamás.

—Nosotros le hemos encontrado.

—Es diferente. ¿Creen que iba a responder a un anuncio de Kott?

—¿Y va a dejarlo en libertad?

Método socrático.

—No soy su agente de la condicional.

—Está usted en buena forma para su edad, Reacher. No me cabe duda de que el estilo de vida que ha elegido le proporciona muchas oportunidades de hacer ejercicio. Caminar, en su mayor parte, supongo. Que es el mejor ejercicio, por lo que me dicen. Pero usted no lo hace por recomendación del médico. Es parte de su atractivo, ¿verdad? Campar a sus anchas, sol, horizontes lejanos. O la ciudad, con ruidos y luces, con todo su trajín y bullicio, y un circo allá donde mire. Le gusta caminar. Le gusta la libertad.

—¿Adónde quiere llegar?

—No será lo mismo ahora que hay un francotirador buscándole.

Joan Scarangello me miraba fijamente a los ojos, desafiándome a que lo negara.

—En especial —prosiguió O’Day—, uno tan chalado como para tirarse quince años practicando yoga y dibujar su estampa a tamaño natural en su dormitorio.

No dije nada.

—¿Qué línea de investigación policial seguiría? —preguntó O’Day.

— Kott ha dejado la camioneta en su casa. Por lo tanto, pasaron a recogerle. No se trataba de un taxi porque no tiene teléfono y alrededor de la casa no había cobertura para móviles. Estaba convenido. Como todo lo demás, sin duda. Lo que significa que ha habido gente subiendo y bajando por ese sendero durante meses. Alguien ha tenido que ver algo.

—El vecino no.

—Eso es lo que él dice. Lo han untado. E instruido.

—¿Usted cree?

Asentí.

—Se ha visto obligado a admitir que conocía a su vecino. En Arkansas sería muy raro que no fuera así. Ahora bien, le dijeron que mantuviera la boca bien cerrada sobre las idas y venidas. En cuanto le pregunté si había visto extraños por la zona, cambió de tema. Insultó al Cuerpo de Marines e intentó intimidar a la señorita Nice con una actitud lasciva.

—¿Sucedió como dice? —O’Day se dirigió a ella.

—Me he ocupado de ello —respondió Casey Nice.

—¿Qué dijo de los marines?

—Que son unos fanfarrones y que solo persiguen medallas.

—¿Era de la Marina?

—De las Fuerzas Aéreas.

O’Day asintió como si eso lo explicara todo y volvió a concentrarse en mí.

—¿Cuál es su conclusión?

—Que el vecino tiene una maleta llena de billetes detrás del armario.

—Imposible rastrearlos.

—Puede que sí, puede que no. Desde luego, él sabe quién se la dio. Y más de esos mismos billetes han tenido que acabar en la caja registradora de algún armero. Que seguro que recuerda haber vendido un millar de proyectiles del calibre 50. Es un pedido muy gordo.

—Podría haberlos comprado en varias armerías.

—En efecto. Incluso varias personas podrían haberlos comprado en pequeñas cantidades para no levantar sospechas. Y cuantas más, más vuelos entre Little Rock y Texarkana, más coches alquilados, más gasolina repostada en estaciones de servicio de la zona, y puede que multas por exceso de velocidad o por aparcamiento indebido, apariciones en los vídeos que graba la policía desde el salpicadero de sus coches, más desayunos, comidas y cenas en cafeterías y restaurantes locales, y más noches pasadas en moteles de la zona. Habría que comprobar todo eso. Y, por supuesto, lo que sabe el vecino.

O’Day abrió y cerró la boca como si estuviera practicando varias respuestas pero, al final, lo único que dijo fue:

—Está bien.

—Yo no voy a ir. No tengo autoridad. Nadie hablaría conmigo —le dije.

—Se encargará el FBI.

—Pensaba que este proyecto era alto secreto. O que estaba controlado muy de cerca, vamos.

—Divide y vencerás. No pasa nada si los demás se quedan un pedacito. Siempre y cuando ninguno tenga uno tan grande como para imaginarse el todo.

—En ese caso, recomiendo que comiencen «ayer».

—«Mañana» es lo más que voy a conseguir. —Apuntó algo en un pedazo de papel—. Los rusos están atascados. El camarada Datsev se ha desvanecido. Los británicos creen que el suyo, Carson, viaja con un pasaporte adquirido hace poco por cauces fraudulentos. Por lo tanto, están buscando personas con pasaporte nuevo que viajaran a París durante el periodo de tiempo que nos ocupa. Trenes, aviones, automóviles y barcos. Tienen casi mil nombres.

—¿Dónde vieron a Carson por última vez?

—En casa, hace un mes. Un avistamiento rutinario por parte de la División Especial, sin detener el vehículo.

—¿Y a Datsev?

—Parecido, pero en Moscú. Hará cosa de un mes. La cuestión es que a ninguno de ellos se les ha encontrado un campo de tiro de mil trescientos metros. Tengo el mal presentimiento de que se trata del nuestro.

—Carson y Datsev podrían haber entrenado en el extranjero. No necesitan disparar a tanta distancia como Kott, que tenía que ponerse al día. Puede que se reunieran en alguna parte. Puede que se convocase una especie de prueba previa. Puede que compitieran entre los tres y el ganador se llevara el trabajo.

—Por poder, pueden ser muchas cosas —dijo O’Day.

—¿Tenemos fotografías? —pregunté.

Abrió una carpeta de color rojo y sacó cuatro primeros planos en color. Deslizó uno aparte y lo descartó. Un tipo de pelo rizado, bronceado y con cara de no haber roto un plato. Rozan, a todas luces, el israelí, de quien ya no se sospechaba. Puso los otros tres separados sobre la mesa, mirando hacia mí. El primero era un tipo de unos cincuenta años con la cabeza afeitada, la cara tan inexpresiva como un tablón de madera, y los ojos oscuros y un poco ladeados. Seguro que tenía sangre mongola.

—Fiodor Datsev —me apuntó O’Day—. Cincuenta y dos años. Natural de Siberia.

El siguiente era un tipo que, aunque parecía de piel clara, estaba curtido por el sol y el viento. Pelo corto y castaño, mirada alerta, la nariz rota y una sonrisa de medio lado que parecía, bien irónica, bien amenazadora, a tu elección.

—William Carson —señaló O’Day—. Nacido en Londres. Cuarenta y ocho años.

El último era John Kott. Hay gente que engorda con la edad, que se hincha y suda, como Shoemaker, por poner un caso. Pero Kott estaba más pequeño, enjuto, puro músculo y nervio. Sus pómulos checos asomaban prominentes y apretaba los labios con fuerza. Solo los ojos habían aumentado de tamaño. Y me miraban relucientes.

—Es la fotografía que le sacaron cuando salió de la cárcel —explicó O’Day—. La más reciente que tenemos.

Qué trío de indeseables. Junté las tres fotos y se las devolví.

—¿Qué tal llevan el foso los británicos? —pregunté.

—No van a trazar un perímetro de mil seiscientos metros —respondió Scarangello—. Ya sabe la gran densidad de población que tiene Gran Bretaña. Sería como vaciar Manhattan. Imposible.

—¿Qué hacemos a continuación?

—Usted va a viajar a París —me dijo O’Day.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¿Como cebo o como policía?

—Como ambos. Pero, en especial, lo que queremos es a alguien que escudriñe el escenario del crimen. Por si acaso se nos ha pasado algo a todos.

—¿Por qué iban a colaborar conmigo? Soy un don nadie.

—Su nombre le abrirá todas las puertas. Ya he llamado para avisar. Le enseñarán a usted lo mismo que me enseñaron a mí. Tal es mi autoridad. En especial, ahora.

No dije nada.

—Habla usted francés, ¿verdad? —me preguntó Shoemaker.

—Verdad.

—Y británico.

—Un poco.

—¿Y ruso?

—¿Por?

—Los británicos y los rusos también van a enviar efectivos. Tendrá que reunirse con ellos. Sonsáqueles cuanto pueda, pero no suelte prenda.

—Puede que les hayan dado la misma directriz.

—Necesitamos que haya presencia de la CIA —dijo O’Day.

Casey Nice se inclinó hacia delante.

—Yo lo acompañaré —dijo Joan Scarangello.

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