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Supuse que saldríamos de la base McChord girando en dirección este. No es que hubiera muchas más posibilidades. Al oeste quedaban Rusia, Japón y China, y yo dudaba de que un avión tan pequeño tuviera tanta autonomía. Le pregunté al auxiliar de vuelo adónde íbamos y me respondió que no había consultado la hoja de ruta. Lo que, sin lugar a dudas, era una mentira como un piano. Aun así, no insistí. Respecto a cualquier otro tema resultó de lo más hablador. Me contó que viajábamos en un Gulfstream IV confiscado a un fondo de inversión corrupto tras un procedimiento federal y asignado a las Fuerzas Aéreas para el transporte de personalidades. Pues menuda suerte tenían aquellos a quienes las Fuerzas Aéreas consideraban personalidades. Aquel avión era la hostia. Silencioso, estable y con unas butacas sensacionales, ajustables a la posición que prefirieras. Y había café en la cocina, y una cafetera de filtro, como tiene que ser. Le pedí al auxiliar de vuelo que la mantuviera en marcha y le dije que ya iría levantándome yo para servirme más. Me lo agradeció. Creo que se lo tomó como una señal de respeto. A todas luces, no se trataba de un auxiliar de vuelo. Era una especie de escolta de seguridad, lo bastante duro como para que le dieran el trabajo. Se sintió orgulloso de que me hubiera dado cuenta.

Miré por la ventanilla. Lo primero que vi fueron las Rocosas, con árboles de color verde oscuro en las faldas y una cegadora nieve blanca en los picos. Después, las leonadas llanuras agrícolas, con sus pequeños mosaicos arados, sembrados y cosechados una y otra vez y sobre los que no había llovido mucho. Por el aspecto del suelo supuse que estábamos sobrevolando la esquina de Dakota del Sur y vi un poco de Nebraska antes de entrar en Iowa. Aquello, dada la complejidad geométrica de los vuelos de gran altura, significaba que lo más probable era que fuéramos camino del sur. Una ruta del Gran Círculo.[1] Resultaba extraño en un mapa plano, pero normal en uno esférico. Íbamos a Kentucky, a Tennessee o a alguna de las Carolinas. Puede que incluso a Georgia.

No paramos de darle a la lengua, hora tras hora, y cuando llevábamos dos cafeteras el suelo empezó a estar algo más cerca. Al principio me pareció que se trataba de Virginia, pero luego me figuré que debíamos de estar en Carolina del Norte. Vi un par de ciudades que no podían ser sino Winston-Salem y Greensboro. Quedaban a la izquierda e iban haciéndose más pequeñas. Eso significaba que llevábamos dirección suroeste. No había más ciudades hasta Fayetteville, pero Fort Bragg quedaba justo antes. Allí estaba el cuartel general de las Fuerzas Especiales, que, claro está, era el hábitat natural de Tom O’Day.

De nuevo me equivocaba. O no, técnicamente hablando, aunque solo en cuanto al nombre. Empezaba a oscurecer cuando aterrizamos en Pope, una base que las Fuerzas Aéreas habían cedido al Ejército. Ahora se llamaba Pope Field y era un pequeño rincón de un Fort Bragg cada vez más y más grande. Recortes. Los políticos hacen lo que sea por ahorrar.

Rodamos durante mucho rato por una pista tan grande que podían despegar escuadrones aerotransportados. Por fin, nos detuvimos cerca de un pequeño edificio administrativo con un cartel que rezaba «47.º de Logística, Centro de Mando del Apoyo Táctico». Se apagaron los motores y el auxiliar abrió la puerta y bajó la escalerilla.

—¿Por dónde? —le pregunté.

—Por la puerta roja —me contestó.

Descendí y caminé a oscuras. Solo había una roja, que se abrió cuando me encontraba a unos dos metros. En el vano apareció una mujer joven vestida con un traje negro de falda y chaqueta. Medias oscuras. Buenos zapatos. Una mujer muy joven. Veintipocos. Rubia, con los ojos verdes y el rostro en forma de corazón. Con una agradable sonrisa de bienvenida dibujada en él.

—Me llamo Casey Nice —dijo.

—Casey ¿qué? —le pregunté.

—Nice.

—Yo soy Jack Reacher.

—Lo sé. Trabajo para el Departamento de Estado.

—¿En el Distrito Central?

—No, aquí —me respondió.

Lo cual tenía cierto sentido. Las Fuerzas Especiales eran el brazo armado de la CIA, que era el brazo práctico del Departamento de Estado, y seguro que algunas decisiones requerirían que los tres cogiesen el trozo del pastel al mismo tiempo. De ahí su presencia en la base a pesar de su juventud. Puede que fuera un genio de la táctica y los planes de acción. Una especie de niña prodigio.

—¿Está aquí Shoemaker? —le pregunté.

—Pase —me dijo.

Me llevó a una pequeña habitación con una ventana de vidrio reforzado. Había tres sillones, todos ellos diferentes, todos ellos un tanto tristones y dejados.

—Sentémonos —dijo ella.

—¿Para qué me han traído?

—Antes de nada, debe comprender que todo lo que se diga a partir de este momento es información clasificada. Cualquier filtración será penada con severidad.

—¿Por qué va a confiarme sus secretos? No me conoce de nada.

—Nos han facilitado su expediente. Tuvo usted habilitado cierto nivel de seguridad. No se lo revocaron. Sigue usted obligado por ley.

—¿Puedo marcharme cuando quiera?

—Preferiríamos que se quedase.

—¿Por qué?

—Queremos hablar con usted.

—¿El Departamento de Estado?

—¿Está de acuerdo con lo de la información clasificada?

Asentí.

—¿Qué quiere de mí el Departamento de Estado?

—Tenemos ciertas obligaciones.

—¿A qué se refiere?

—Alguien ha disparado al presidente de Francia.

—En París.

—Los franceses han pedido ayuda internacional para encontrar al francotirador.

—No fui yo. Estaba en Los Ángeles.

—Sabemos que no fue usted. No está en la lista.

—¿Hay una lista?

No respondió. Se limitó a buscar en el interior de su chaqueta y a sacar una hoja de papel doblada que me tendió. Guardaba el calor de su cuerpo y estaba un tanto curvada. No era una lista. Se trataba del resumen de un informe confeccionado por nuestra embajada en París. Por el director regional de la CIA, probablemente. El quid del asunto.

La distancia era excepcional. No tardaron en descubrir que el tirador había disparado desde la terraza de un apartamento, a mil trescientos metros. Mil trescientos metros era casi un kilómetro y medio. El presidente francés hablaba detrás de un atril, al aire libre, pero protegido por una especie de paneles de cristal a prueba de balas. Un material nuevo y mejorado, por lo visto. Nadie había sido testigo del disparo, excepto el propio presidente, que había visto un fogonazo increíblemente lejano, pequeño y alto, a su izquierda. Y, entonces, algo más de tres segundos después, en el panel había aparecido una pequeña estrella blanca, como si se hubiera posado un insecto de color claro. Un disparo muy muy lejano. Pero el cristal aguantó y el sonido del impacto desencadenó una reacción instantánea en los guardaespaldas del presidente, que enseguida formaron una montonera encima de él. Más tarde, con los pocos fragmentos de bala que habían quedado, casi tuvieron que adivinar que se trataba de munición perforante del calibre 50.

—No estoy en la lista porque no soy tan bueno. Mil trescientos metros es demasiado contra un objetivo del tamaño de una cabeza. La bala pasa en el aire tres segundos enteros. Es como dejar caer una piedra dentro de un pozo muy profundo.

Casey Nice asintió y comentó:

—La lista es muy corta. Y eso es lo que les preocupa a los franceses.

Pero no se habían preocupado de inmediato. Eso estaba claro. De acuerdo con el informe, las primeras veinticuatro horas se las habían pasado congratulándose por haber conseguido establecer un perímetro muy amplio y por la calidad de su cristal antibalas. Luego habían vuelto a la realidad y empezado a hacer llamadas a larga distancia. ¿Quién conocía a un francotirador así de bueno?

—Chorradas —dije.

—¿Qué parte en concreto son chorradas? —preguntó Casey Nice.

—A ustedes no les importan una mierda los franceses. No mucho, al menos. Puede que estuvieran dispuestos a dar unas cuantas voces en la dirección adecuada y a encargarles a un par de becarios que escribieran una tesina al respecto. Pero esto ha acabado en el escritorio de Tom O’Day. Aunque solo haya sido durante cinco segundos. Y eso lo convierte en importante. Me envían ustedes un SEAL en veintiocho minutos y me hacen cruzar el continente en un avión a reacción privado. Es evidente que tanto el SEAL como el avión estaban a la espera, pero también lo es que no tenían ustedes ni idea de dónde me encontraba o de cuándo iba a llamarlos, así que deben de tener un montón de SEAL y de aviones privados aquí y allí, repartidos por todo el país, a la espera, día y noche. Por si acaso. Y si me buscaban a mí, también están buscando a otros. Un marcaje en toda regla.

—El asunto se complicaría si el tirador fuera estadounidense.

—¿Por qué?

—Esperamos que no lo sea.

—¿Qué puedo hacer por ustedes que justifique que me pongan un avión a reacción privado?

Le sonó el teléfono, que llevaba en el bolsillo. Contestó, escuchó y colgó.

—El general O’Day se lo explicará. Dice que ya puede pasar.

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