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ОглавлениеLa comisaría a la que nos llevaron no era, en realidad, una comisaría. No era el típico edificio al que un ciudadano acudiría para denunciar que ha perdido la cartera o que su gato se ha extraviado. Se parecía más al búnker de una agencia de espías, y se entraba a él por una anónima puerta de color gris que se alzaba en medio de la fila de edificios gubernamentales que había en la orilla izquierda del río, cerca de la Assemblée Nationale, que es la versión francesa del Capitolio o del Parlamento. La puerta gris daba a una escalera que bajaba dos pisos hasta llegar a una madriguera de techo bajo con las paredes pintadas de gris y con linóleo gris en el suelo. Una instalación de la DGSE, supuse. Esperaba que el dinero que se habían ahorrado en decoración lo hubieran invertido en obtener resultados.
Nos llevaron a una especie de sala de conferencias. Habían retirado las sillas y sobre la mesa había dispuestos doce ordenadores portátiles formando una larga línea. Todos ellos abiertos en el mismo ángulo y con un salvapantallas animado de la Police Nationale que se movía sin prisa pero sin pausa, en todos a un tiempo, rebotando contra la parte superior de la pantalla, la inferior y los lados, como en aquel antiguo videojuego de tenis de mesa. Detrás de nosotros entró una mujer menuda pero hecha y derecha, de unos cuarenta y cinco años, con el pelo oscuro y sedoso, y los ojos vivarachos y también oscuros. En otras circunstancias la habría invitado a comer. Dada la situación, me ignoró por completo y dijo sin dirigirse a nadie en concreto:
—Ahora todos nuestros archivos son digitales. Empiecen por la izquierda y vayan avanzando hacia la derecha y sabrán lo mismo que nosotros.
Bennett, Khenkin y yo nos apiñamos frente a la primera pantalla y el ruso tocó el teclado táctil con una de sus uñas bien arregladas. El salvapantallas desapareció, sustituido por una grabación de vídeo que se puso en marcha. De alguna de las cadenas de televisión francesas, supuse, que retransmitía el discurso del presidente. El acto se había celebrado por la tarde. El hombre estaba de pie en un atril que había ante una escalinata de mármol ancha y bien iluminada. Detrás tenía banderas francesas. Los escudos de cristal antibalas, a su derecha y a su izquierda, apenas se veían. Los micrófonos eran unas bolitas negras al final de unos cuellos de cisne también negros que salían de la parte superior del atril. Multidireccionales, por cómo recogían el sonido. Apuntaban al pecho, a la garganta y a la boca del presidente, y no captaban nada más que su voz. Sin embargo, estaba claro que los de la tele habían introducido algo del sonido ambiente, que debían de estar recogiendo con algún otro micrófono, porque, mitigado, se oía el bullicio de la multitud y el ruido de la calle. El mandatario no paraba de asegurar que tenían el progreso al alcance de la mano y que estaban a tiempo de conseguir que el siglo XXI le perteneciera a Francia, siempre y cuando se siguiera la política adecuada, que, ¡menuda casualidad!, resultaba ser la suya. En un momento dado se le trabó la lengua y levantó la mirada hacia la izquierda, como pensativo, después siguió a lo suyo. Tres segundos después volvió a levantar la mirada hacia la izquierda, solo que esta vez enfocó algo que estaba mucho más cerca, tartamudeó de nuevo y, un par de segundos después, los de seguridad, con sus trajes oscuros y sus auriculares, lo derribaron y formaron una montonera encima de él antes de llevárselo de allí a todo correr, agachados casi a ras de suelo, como una enorme y veloz tortuga.
Khenkin usó la uña de nuevo, esta vez para rebobinar la grabación hasta la primera vez en la que al presidente se le trababa la lengua, hasta el momento en que levantaba la mirada hacia la izquierda.
—Es por el fogonazo —dijo—. No hay duda. —Y, luego, tres segundos después, cuando levantó la mirada por segunda vez—. Y ahí es donde la bala impacta en el cristal.
No conseguimos oír el sonido del disparo. Quizás un experto digital del carajo hubiera sido capaz de aislar un pico concreto en la banda sonora, pero qué más daba. Todo el mundo sabía que alguien había disparado.
—¿Suficiente? —nos preguntó el ruso.
Bennett asintió y yo no dije nada, por lo que Khenkin pulsó el ratón y apareció un mapa de París. Destacaban en él una flecha roja que señalaba la «A» que había frente a la escalinata de Les Invalides y otra que señalaba la «B» que había a cierta distancia, en medio de un racimo de callejuelas cercanas al boulevard St. Germain. Ambas flechas estaban unidas por una fina línea roja sobre la que ponía «1273 metros», que venía a ser la distancia que habíamos tenido en cuenta hasta entonces.
—Les Invalides es un antiguo hospital militar —comentó Bennett.
—Lo sé —respondió Khenkin—. Ahora es un monumento. Imponente.
Y, por lógica, un marco magnífico para dar un gran discurso político. Un edificio emotivo, significativo y con una amplia zona al aire libre en la que albergar gran cantidad de gente, aunque no tanto como para hacer el ridículo en caso de que no asistiera la que se esperaba, y espaciosa como para que cupieran las unidades móviles de los medios y las antenas parabólicas. Entonces era en el boulevard St. Germain donde debía de estar el apartamento. Un disparo muy muy largo, más o menos desde el oeste, sobre edificios bajos y mucho espacio abierto, casi en paralelo con el río, a unos novecientos metros de donde nos encontrábamos en aquel momento. Muy cerca de casa, para cualquiera que tuviera algo que ver con el gobierno.
Khenkin pinchó un símbolo y lo siguiente que vimos fue una instantánea del atril del presidente y los cristales a prueba de balas. El mueble era práctico, diseñado, a todas luces, para montarlo y desmontarlo con presteza y almacenarlo con facilidad. Los escudos eran paneles apenas visibles, de algo más de dos metros de alto y uno veinte de ancho, y de unos trece centímetros de grosor, diría yo, paralelos entre sí, encajonando el atril a una distancia prudencial, como si se tratase de las paredes laterales de una cabina de teléfonos espaciosa.
—¿Visto? —preguntó Khenkin.
Bennett asintió y yo no dije nada. El ruso pinchó para ver la siguiente fotografía, un primer plano del punto en el que el proyectil había impactado en el cristal. No era más que una pequeña desportilladura blanca rodeada por unas grietecillas de unos dos centímetros y medio que parecían las patas de una araña. Khenkin siguió adelante y fuimos viendo una serie de primeros planos cada vez más cercanos, hasta llegar a uno sacado con un microscopio de electrones que hacía que el agujero pareciera el Gran Cañón del Colorado, a pesar de que los datos que aparecían a su lado dijeran que no tenía ni dos milímetros de profundidad. La última fotografía volvía a ser a tamaño real, como la primera, pero estaba animada con esa tecnología de vídeo que utilizan en los programas deportivos de la televisión, en los que congelan la acción y después la giran para examinarla desde otro ángulo. Así, el punto de vista de la fotografía rotó hasta mostrarnos el escudo de cristal casi por completo, de costado, después se elevó para mostrárnoslo un poco desde arriba. Supuse que se trataba, más o menos, de cómo lo veía el tirador a través de la mira telescópica, desde la terraza del apartamento, a mil trescientos metros de distancia.
A tamaño natural, la pequeña desportilladura blanca apenas se veía, pero entonces apareció un brillante punto rojo para marcarla y de él brotaron dos finas líneas rojas que medían su distancia desde el perímetro del escudo, que era un poco mayor de quinientos milímetros desde el borde izquierdo y de setecientos desde el superior.
Khenkin reaccionó como si aquellas medidas lo importunaran. Se inclinó hacia delante, observó con atención y dijo:
—¿Ven lo mismo que yo?
Bennett no dijo nada y yo comenté:
—No sé lo que ve usted.
Se dio la vuelta a derecha e izquierda buscando a la mujer de pelo oscuro y sedoso.
—¿Podemos ir ahora al apartamento? —le preguntó cuando la localizó.
—¿No quieren ver el resto de la exposición? —le respondió.
—¿Qué queda?
—Las pruebas forenses, el análisis de las mismas, el informe de balística, el de metalurgia; datos de ese tipo.
—¿Revelan quién es el tirador?
—Me temo que no.
—Entonces, no —concluyó Khenkin—. No queremos ver toda esa mierda. Queremos ver el apartamento.