Читать книгу Personal - Lee Child - Страница 7

3

Оглавление

Casey Nice me guio hasta una habitación del piso de arriba. El edificio estaba viejo y el mobiliario parecía provisional. Y seguro que lo era. Los tipos como O’Day se movían mucho. Un mes estaban aquí; otro, allí, en edificios impersonales con carteles sin significado real, como lo de «47.º de Logística, Centro de Mando del Apoyo Táctico». Por si acaso había alguien mirando. O justo porque había alguien mirando, diría él. Siempre hay alguien mirando. Y O’Day había sobrevivido mucho tiempo.

O’Day estaba detrás de un escritorio, con Shoemaker sentado a un lado, como corresponde a un buen lugarteniente. Shoemaker había envejecido veinte años, lo que era de esperar, porque ese era el tiempo que habíamos pasado sin vernos. Había engordado y su pelo, rubio antes, ahora tiraba a gris y se veía apagado. Tenía el rostro rojo y descolgado. Iba con el uniforme de campaña, orgulloso de su estrella, que lucía bien a la vista.

O’Day no había envejecido lo más mínimo. Seguía pareciendo centenario. Vestía igual que siempre, es decir, una americana negra descolorida sobre un jersey de cuello de pico, también negro, tan zurcido que tenía más costuras que tela original. Aquello me hizo pensar que la señora O’Day debía de seguir viva, porque me resultaba imposible imaginar que nadie más fuera a coger aguja e hilo por él.

O´Day subía y bajaba aquella mandíbula cuadrada y gris que tenía, y me miraba por debajo de sus pobladas cejas con los ojos apagados.

—Me alegro de volver a verle, Reacher —me dijo.

—Tiene suerte de que no tuviera ningún compromiso urgente. O me estaría quejando —le contesté.

No dijo nada. Me senté en una silla de metal que tenía pinta de pertenecer a la Marina, y Casey Nice se sentó en una similar que había al lado.

—¿Le han dicho ya que este asunto es secreto? —me preguntó.

—Sí —le respondí.

Casey Nice asintió con gesto rotundo, como si estuviera ansiosa por confirmar que había seguido las órdenes al pie de la letra. O’Day provocaba aquel efecto en las personas.

—¿Ha leído el resumen del informe? —me preguntó.

—Sí.

Casey Nice asintió una vez más.

—¿Qué ha extraído de él? —me preguntó O’Day.

—Que el fulano es un gran tirador —le dije.

—Yo pienso lo mismo —convino O’Day—. Tiene que serlo para garantizar un disparo así a la primera y a mil trescientos metros.

Aquello era típico de O’Day. «Método socrático» se le denominaba en la universidad. Le daba al tema vueltas y revueltas. Era un especialista en sonsacarte las verdades que, de forma implícita, todo ser racional conoce.

—No se aseguró de que lo haría a la primera, sino a la segunda. Con el primer proyectil rompería el cristal. Con el segundo mataría al presidente. La primera bala se iba a hacer añicos contra el cristal de todas todas. O se desviaría, en el mejor de los casos. Estaba listo para disparar de nuevo, si el vidrio se hubiera roto, claro. Tuvo que tomar la decisión en una fracción de segundo. Disparar de nuevo o largarse. Lo que resulta impresionante. Munición perforante, ¿no?

O’Day asintió.

—Les hicieron una cromatografía de gases a los restos.

—¿Tenemos un cristal como ese para nuestro presidente?

—Lo tendremos mañana.

—Un calibre 50, ¿eh?

—Recogieron suficientes fragmentos como para determinar que es lo más probable.

—Lo que resulta más impresionante aún. Se necesita un monstruo de fusil.

—Del que se sabe que es capaz de acertar a algo más de mil seiscientos metros. A dos mil cuatrocientos en una ocasión, en Afganistán. Así que quizás una distancia de mil trescientos no sea para tanto.

Método socrático.

—A mí me parece que acertar dos veces seguidas a mil trescientos metros es más difícil que hacerlo en una ocasión aislada a más de mil seiscientos —opiné—. Es cuestión de repetibilidad. El tipo tiene talento.

—Yo también lo creo —dijo O’Day—. ¿Diría usted que ha estado en las Fuerzas Armadas?

—Es evidente. No se puede llegar a ser tan bueno de ninguna otra manera.

—¿Diría que sigue estándolo?

—No. No tendría libertad de movimientos.

—Estoy de acuerdo.

—¿Están seguros de que era un tirador a sueldo? —le pregunté.

—¿Qué posibilidades hay de que un ciudadano con una queja sea también un tirador de primera? Es más probable que dicho ciudadano se haya gastado algo de dinero en el mercado libre. Quizá se trate, incluso, de un pequeño grupo de ciudadanos. Una facción, en otras palabras. Eso incrementaría la capacidad de inversión.

—¿Y por qué nos preocupa a nosotros? El objetivo era francés.

—La bala era estadounidense.

—¿Cómo lo sabemos?

—La cromatografía de gases. Se alcanzó un acuerdo. Hace unos años. Apenas se divulgó. Bueno, de hecho, no se divulgó. Cada fabricante usa una aleación algo diferente. Una diferencia casi imperceptible. Pero suficiente. Es como si fuera su firma.

—Gran parte del mundo compra armas estadounidenses.

—Este tipo es nuevo en escena, Reacher. Nunca habíamos visto su perfil. Ha sido su primer trabajo. Se está forjando un nombre. Y, ¡joder!, ha empezado fuerte. Tenía que acertar dos veces, y rápido, con un cañón del calibre 50 a mil trescientos metros de distancia. Si lo consigue, se mete en primera división para el resto de sus días. Si falla, desaparecerá para siempre. Una apuesta muy fuerte. Hay mucho en juego. Aun así, dispara. Eso significa que estaba seguro de que iba a acertar. Tenía que estarlo. Segurísimo. Y en dos ocasiones. A mil trescientos metros. Confiaba ciegamente en sí mismo. ¿Cuántos francotiradores hay tan buenos?

Era una muy buena pregunta.

—¿Con sinceridad? —le pregunté—. ¿Entre los nuestros? ¿Tan buenos? Yo diría que, en cada generación, y con suerte, uno en los SEAL, dos en los Marines y dos en el Ejército. Cinco en total en todas las Fuerzas Armadas.

—Pero antes ha dicho que no está en el Ejército.

—Y los cinco de la generación anterior. Los que no se hayan retirado hace mucho, mayores como para que estén mano sobre mano, pero lo bastante jóvenes para acertar todavía. A esos deberían ir a buscar.

—¿Esos serían sus candidatos? ¿Los de la generación anterior?

—No sé quién más estaría a la altura.

—Y, según esa teoría, ¿cuántos países deberíamos tener en cuenta?

—Unos cinco, diría yo.

—Siendo así, a una media de cinco candidatos por país, habría veinticinco tiradores en todo el mundo, ¿no?

—Más o menos sí.

—Ha dado en el clavo, diría yo. Resulta que veinticinco es el número exacto de francotiradores de élite retirados conocidos por las agencias de inteligencia de todo el mundo. ¿Diría usted que los gobiernos hacen un seguimiento minucioso de ellos?

—Estoy seguro.

—En ese caso, ¿cuántos cree que tienen una coartada sólida para un día elegido al azar?

Dado que estarían bien vigilados, respondí:

—¿Veinte?

—Veintiuno —me corrigió O’Day—. Solo nos quedan cuatro. Y aquí aparece el problema diplomático. Es como si fuéramos cuatro personas en una habitación, todas mirándonos unas a otras. No quiero que la bala sea estadounidense.

—¿Uno de los nuestros no tiene coartada?

—Digamos que no.

—¿Quién?

—¿A cuántos tiradores tan buenos conoce?

—A ninguno —le contesté—. No salgo de copas con tiradores.

—¿A cuántos ha conocido?

—A uno, pero es imposible que fuera él —le dije.

—¿Por qué está tan seguro?

—Está en la cárcel.

—¿Por qué está tan seguro?

—Fui yo quien lo envió a prisión.

—Le cayó una pena de quince años, ¿no?

—Por lo que recuerdo sí, así es —le dije.

—¿Cuándo?

Método socrático. Hice un cálculo mental. Hacía muchos años. Había llovido mucho. Había viajado mucho, conocido a muchas personas.

—Joder... —solté.

O’Day asintió.

—Hace dieciséis años —añadió—. ¿No le parece que el tiempo vuela cuando uno se lo está pasando bien?

—¿Ha salido?

—Lleva un año fuera.

—¿Y dónde está?

—En casa no, desde luego.

Personal

Подняться наверх