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CONOCER PARA TRANSFORMAR

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Compartiremos en este apartado algunas reflexiones globales y amplias para entender desde dónde partimos. Todo lugar porta su historia, lo que es importante considerar en cualquier realidad que se trabaja. Plantea Agamben que:

La historia no es patrimonio exclusivo de algunos pueblos, frente a los cuales otras sociedades se presentarían como pueblos sin historia (…) todas las sociedades producen distancia entre la diacronía y la sincronía (…) la historia no es más que el resultado de las relaciones entre significantes diacrónicos y significantes sincrónicos que el rito y el juego producen incesantemente. (Agamben, 2010)

En esa diferencia entre la diacronía y la sincronía está el tiempo humano, la historia: la historia de un lugar y de un sujeto. El autor llama “sociedades calientes” a aquellas en las que predomina más el juego a expensas del rito, y “sociedades frías” a aquellas en las que el rito tiende a expandirse a expensas del juego. Para Agamben, la verdadera continuidad histórica reside en aceptar el interjuego del rito y el juego, asumirlo y jugar con ambos para restituirlos al pasado y transmitirlos al futuro.

Es interesante pensar el rito y el juego en la historia de un pueblo, de una ciudad, de una comunidad e incluso de una institución, porque abre líneas de análisis en las que podemos descubrir características del tiempo. Cuando no se conoce la historia no es que no exista, que no determine la realidad presente o su forma de existencia; allí reside la importancia de darle lugar, así como a las múltiples voces que portan lo histórico. Cuando Adichie (2009) sostiene la relevancia de no quedarnos con una sola versión de lo histórico, está interrogando los relatos instituidos advirtiéndonos que, si solo escuchamos uno acerca de una persona o de un país, corremos el riesgo de caer en una grave incomprensión. Se hace necesario dar lugar al proceso de reflexión crítica de la historia de cualquier lugar y sujeto para percibir la complejidad que allí se esconde.

Lévi-Strauss aporta a la humanidad la comprensión de la vida familiar y de la comunidad en una sociedad. Su inmenso trabajo ayuda a entender la complejidad de las realidades sociales. Gubern (2009) reflexiona sobre la identidad colectiva e individual y plantea que la misma “podría no ser más que el reflejo de un estado de civilización cuya duración habrá permanecido varios siglos”. Lévi-Strauss (1983) plantea que la identidad es “una especie de foco virtual al que nos resulta indispensable referirnos para explicar cierto número de cosas, pero sin que tenga jamás existencia real”. Se hace atractivo pensar que esta relación entre el rito y el juego se da de un modo particular, donde la identidad se va desplegando como “una especie de foco virtual” (Avanza y Laferté, 2016). Esto puede aplicarse a la identidad de los pueblos o comunidades e incluso a barrios en la marginalidad o en las instituciones que portan una particular forma de funcionar, destacando así la singularidad de cada lugar sin abandonar un pensamiento crítico en torno a ello.

En los tiempos presentes, Agamben (2003) sostiene que el paradigma de gobierno dominante en las sociedades actuales tiende cada vez más a un estado de excepción. Este constituye un punto de desequilibrio entre derecho público y hecho político, que se sitúa en una franja ambigua e incierta entre lo jurídico y lo político. Así, el estado de excepción se presenta como la forma legal de aquello que no puede tener forma legal, “un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo”.

En el avance de la civilización parece que emergen diferentes aspectos. No solo un estado de excepción, sino también cierto “empobrecimiento de humanidad”, en términos de Benjamin (1993). “Nos hemos hecho pobres”, escribe. Una pobreza nueva ha caído sobre el hombre, simultáneamente al desarrollo de la técnica. El autor se pregunta de qué valen los bienes de la educación si no nos une a ellos la experiencia, no solo la individual, sino la de la humanidad en general. Al hombre se le robó la experiencia, ya que se ha transformado en experimento estandarizado, desestimando el valor de lo subjetivo.

El cine internacional se ofrece como un posible analizador de estas realidades. Muchas películas muestran a través de sus personajes una violencia significativa, una ruptura de lazos sociales característica de lo que Imbriano (2017) llamó “el sujeto desinstitucionalizado”, resultado del “discurso capitalista”. Los tiempos que vivimos hoy tienen que ver con un estado de excepción, con la pobreza de experiencia, con la violencia y los efectos del mercado y la globalización, que cada comunidad transita desde su “identidad” (Lévi-Strauss, 1983).

La civilización del siglo XXI (Imbriano, 2010) nos ofrece coordenadas de época entre la guerra, el horror, la degradación, el capitalismo, la tecnología, el amo sin rostro. Si el sujeto es efecto de sus instituciones, el desafío de humanizar estará en la construcción de los lazos que pongan en marcha el trabajo entre ellas.

Las leyes del mercado no tienen en cuenta al sujeto, lo excluyen y expulsan. Sus actos se instalan “más allá” del síntoma, convirtiéndose en episodios brutales, reflejo de un goce “sin nombre”, como efecto de la no instauración de la legalidad (Imbriano, 2017). Es un modo de existir del sujeto propio del siglo XXI que se patentiza en lo real sin intermediación simbólica. Amelia Imbriano (2005) plantea que, en la civilización actual, están vigentes los conceptos freudianos de pulsión de muerte, malestar en la cultura y agresividad. El discurso capitalista tiene efectos en la subjetividad, ya que rechaza la castración y ataca el vínculo social que lo instituye. La autora se pregunta por qué el hombre es enemigo del hombre; subrayamos este interrogante que se hace más que visible en las instituciones actuales.

En esta realidad, la desigualdad parece ocupar el centro de los debates sociales. Al respecto, Piketty sostiene que la desigualdad constituye un debate político fuerte, pero muy plagado de prejuicios, en el que algunos aseguran que siempre hay más acumulación de riqueza y el mundo será injusto, y otros dicen que la desigualdad está disminuyendo en forma natural. Este es un diálogo de sordos –argumenta este autor– que se lleva por pereza intelectual, sin profundizar en investigaciones que busquen patrones y hechos para analizar con calma y generar un debate crítico y democrático. Afirma Piketty (2013) que la historia de los ingresos y la riqueza es un tema profundamente político, caótico e imprevisible; depende “de las representaciones que se hacen las diferentes sociedades de las desigualdades y de las políticas e instituciones que se atribuyen poder moderarlas o transformarlas”.

Nuestra región no es ajena a estas teorizaciones y en el contexto latinoamericano se suma una lectura particular en términos del colonialismo, las guerras de independencia y la modernización.

Juan Carlos Volnovich (2021) nos ofrece una mirada geopolítica de América Latina que resulta maravillosa para entender los procesos de los que somos parte. El colonialismo, el racismo, el capitalismo, el autoritarismo y los terrorismos de Estado conforman nuestra identidad latinoamericana y argentina, que debemos considerar para comprender los fenómenos que producen desvalimiento y padecimiento y que se visibilizan en la sociedad y en sus instituciones (un hospital, por ejemplo).

Latinoamérica porta una identidad; es un territorio con inmenso espesor histórico y cultural. Rita Segato se refiere a la desigualdad del mismo y cómo lo patriarcal genera este desnivel de diferencias de opresión, de prestigio y de poder. El hombre lo detenta, porque la masculinidad es la posición prestigiosa en la sociedad. Pero esta desigualdad que plantean muchos autores no es suficiente para explicar las realidades sociales. La antropóloga emplea el término “dueñidad” (Segato, 2019) para aludir a un mundo apoderado por el impacto de menos dueños de las riquezas, cuya concentración y el ritmo que lleva asustan, en un clima donde la violencia característica de la época a nivel global y latinoamericano se naturaliza sin que nos demos cuenta. Los dueños de la riqueza –señala Segato– se han dado cuenta de que el patriarcado es fundamental para sostener toda la estructura. Pero hay un cambio de rumbo en América Latina y el género es central. Así, en este siglo se hacen visibles los movimientos de las mujeres, tal vez uno de los movimientos sociales más importantes y trascendentes. Pero analizarlo excede el objetivo de este capítulo, aunque es válido mencionarlo por lo significativo de sus efectos y cómo influye en las prácticas y realidades.

Gracias a la historia entendemos nuestra vida, a un pueblo, a un niño, un vínculo, un fenómeno social. No se puede transformar lo que no se comprende. Entender los aspectos históricos nos compromete en el camino de la transformación de la manera más creativa posible. Hoy, más que nunca, es necesario recuperar la historia y las “ceremonias mínimas” (Minnicelli, 2013), por el poderío que se juega en la concentración de riqueza, que genera los discursos de supremacía moral y decadencia de la solidaridad. A esto se suma que vivimos en un mundo revestido de la una malla virtual con redes que reproducen los muros de poder, infranqueables desde siempre, recrudecidos en tiempos de pandemia. Pero si hay algo imprevisible es la historia y en esa imprevisibilidad radica nuestra esperanza de ser libres (Segato, 2010).

Argentina es parte de la historia latinoamericana, de las revoluciones y declaraciones de independencia. Desde la Declaración de la Independencia, en 1816, la historia argentina lleva en su realidad el peso de la desigualdad, la pobreza, la revolución y el colonialismo; de varias olas de inmigración; de violencia y del patriarcado; de dictadura militar y su silenciamiento, y de desigualdad e inequidad social ignorada que se siente en la cultura que produce y vive. Basta mirar los datos oficiales de pobreza4 para percibir una realidad que genera profundos efectos sociales y subjetivos.

¿Qué hace un psicoanalista en un hospital?

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