Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 10

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El aprendiz de pintor

La ceguera fundó su territorio oscuro en uno de sus ojos. El espacio de luz estrechó las fronteras del paisaje y el horizonte alargó su talle. Las estrellas subieron la escalera de su perspectiva para ocupar el escalón más alto y la noche conquistó todas las batallas de la memoria. Paciente y en silencio, mi abuelo abría un bloc de páginas templadas con mi cariño y adaptaba una boca de grafito al cuerpo sugerente de un papel en blanco. La silueta del miedo, del dolor indescriptible de los días de cárcel iba ocupando la dimensión del tiempo, el retal de savia en donde trataba de explicarme su pasado. Sentada en su costura, antes de ser amordazada por el pañuelo del olvido, mi abuela entre sus hilos, zurcía calcetines para pasar el rato. Cada cinco minutos el rabillo de su ojo observaba mi falda o el pantalón vaquero que marcaba el nacimiento de mis caderas. A mi edad, en sus tiempos, se ganaba la vida y no tenía padre al que obedecer ni madre donde refugiarse. Mi adolescencia vino con un pan bajo el brazo, sin retraso en los trenes, sin amor clandestino en pensiones baratas, sin portales adictos a los candados; la primavera llegaba puntual a una canción de rock y las ganas se descamisaban a plena luz del día; el río se arrodillaba ante los besos y no sobre las tablas de lavar y la cara era el espejo del alma. Pero en los dibujos de mi abuelo, las caras reflejaban un alma amenazada, una libertad afligida, un agujero de lana donde la vida se ovillaba para pasar desapercibida. La soledad de otro tiempo humedecía el lápiz que en sus manos se encadenaba a una saca o anudaba la luna en la garganta de un aula de química a la que el horror vistió con barrotes; el olor de aquel espacio ácido de pizarras que le retuvo preso y el pH elevado del insomnio, de los amaneceres emparedados, de las monstruosas cunetas de cementerios que hurgaban en el aroma de mis ojos produciendo salinas. Porque yo no entendía que por ser aprendiz de pintor él fuese un demonio ni que quisieran dejarme huérfana de sus colores… En el tuerto equilibrio de una paz silenciosa acaricié las sinuosas formas del consuelo, la largura de un tiempo aún cerrado a las palabras, la oquedad de los pasos baldíos, la dentera de una lana que todavía abrigaba el invierno del miedo…

El hospital del alma

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