Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 9
ОглавлениеEl jardín de las nubes
A mi madre…
En el verano de 1984, mi madre nos hizo el mejor regalo que podíamos imaginar: Cóbreces. El caso es que yo fui refunfuñando porque dejaba durante quince días las noches llenas de estrellas de Nalda y un séquito de amigas con las que compartir secretos. Recuerdo la sensación de angustia, el dolor de los primeros momentos en mi garganta y el miedo a que el tiempo se quedara anclado en aquel lugar que parecía embrujado. Y eso que mi hermano y yo teníamos suerte: mi madre también estaba allí. Todo lo cambió el primer paseo, cuando aquella playa se puso ante mis ojos, aquel trozo de mar que ya jamás olvidaría y aquellas miradas de unos a otros que nos hicieron cómplices, los mejores aventureros del mundo. Siguen en su sitio la fábrica de quesos, la cabina desde la que cada tarde llamábamos a mi padre y el bar de Manolo, al que una noche nos llevaron a Amaia y a mí a ver la final olímpica de baloncesto entre Estados Unidos y España. Y sigue esa maravillosa sensación de acariciar otra vida desde el acantilado del Bolao. He vuelto a cazar gamusinos, a escuchar a aquel chico fuertote pedir cada día mi mano a mi madre a la hora de servirle la comida, a reír con aquel pelirrojo que se enamoró de Fabiola y que incluso suspiraba al mirarla y he vuelto a ver a Ángel, el de Andrea, como si lo tuviera delante de mis ojos. Lo que trabajaron José Andrés y él porque los baños se estropearon. En fin, que un montón de recuerdos, todos bonitos, se han agolpado en mi cabeza con el olor a mar, con el roce de la arena y con la maravillosa paz que en Cóbreces se respira. Tenía que regalárselo a mi madre porque cuatro años después de aquel verano nos volvimos a apuntar al campamento: ella como cocinera y yo como monitora. Y en el último momento me eché a atrás porque tenía que estudiar para Selectividad que me había quedado por la dichosa Filosofía y porque aquel chico de ojos azules que andaba recorriendo Europa vendría y yo no estaría y… ¡Caramba! ¡Tenía que casarme con él!…
Me sentí culpable de no haberla acompañado y este viernes pasado recordándolo en un paseo hacia Novales, mi presbicia me hizo leer en un letrero algo que no ponía: “el jardín de las nubes”. Me pareció tan bonito que mi cabeza comenzó a hilar una historia y volví a tener catorce años. Y volví a necesitarla como entonces. Mis “te quiero” le fueron llegando ese día en forma de primavera verde y de nubes de mar, de cielo de acantilado y de mareas, de lectura en los brazos del amor. Porque también la quiero con aquel verano que hizo horizonte entre mi niñez y mi cordura.
Aprobé Selectividad. En septiembre cayó Darwin y la evolución de las especies que había dado en Biología me adaptó al medio. Y la descomposición de una molécula de glucosa, los 38 ATP de energía para pasar sin problemas la prueba. Bendije el Ciclo de Krebs y la fosforilación oxidativa. Así que mis besos salados siempre llevan un poco de glucosa, una molécula para ser exactos. Y también un jardín de nubes, el que sin lugar a dudas me ha dado mi madre…