Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 12

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Mujeres

Si tuviera que describirte a mi abuela como una estación, ella sería el verano. Porque mi abuela olía a campo, a labranza y el campo en verano es cuando más bonito está. Podría decirte que en su mirada llevaba un tren, el que la sacó un dieciséis de julio de Nalda hacia Bilbao para sustituir a su hermana que iba a dar a luz, en el oficio de repartir el pan. Un tren triste que a mí me dio la oportunidad de conocer la distancia, no la objetiva, sino la distancia del tiempo. Mi abuela también fue una mujer joven y enamorada. El amor lo describía perfectamente en las historias que contaba sentada en una silla junto al balcón, con las manos entrelazadas, girando los pulgares, definiendo una sensualidad que la austeridad de la posguerra le obligó a guardar. Porque ella regresó por amor. También en un tren, desde Francia, una primavera en plena guerra. Así que su juventud yo la rodeo de violetas. Digamos que mi abuela era verano y tren, y que su corazón era de violetas como el amor que me enseñó.

Fue alegre. Muy alegre. Quizás porque ella, al igual que otras muchas mujeres llevaron la sombra de la muerte a sus espaldas durante mucho tiempo y el miedo de la oscuridad o de la incertidumbre en cada centímetro de tela de su delantal y aprendieron a valorar la vida de otra manera, desde su esencia. Podría decirte así, sin tapujos, que ella me encendía el sol con sus canciones que también disfrutaron mis hijos.

Recordar la piel de sus mejillas es recordar la ternura, como el almíbar de la conserva de septiembre. Dejarle un beso era inscribir en mi paladar unos gramos de azúcar. Y todos mis domingos, sin excepción, son dulces porque me dejo acariciar por el recuerdo que me lleva con ella a la plaza, tras una mesita de dulces y gominolas y al abrigo de un brasero donde ella y mi abuelo asaban castañas.

No tengo abrazos rotos si pienso en ella, ni tristeza alguna, ni dolor porque ella entre otras muchas cosas me enseñó a ver la vida desde el espejo de las cosas bonitas, el que refleja un lugar en el corazón, el equipaje cómplice del amor o la fragancia de un cuerpo desnudo; ese espejo que a mí también me enseñó a ser poeta.

El hospital del alma

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