Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 15
ОглавлениеTardes de campo
En las tardes de río y azadilla, la cuesta de los guardias se convertía en el comienzo de una carrera distinta. Llevaba en mis coletas el alivio del gris, de haber dejado el luto de la siesta en la calle en silencio, el calor, entre las cuatro paredes de una casa sujeta a las costumbres. Para llegar a la pieza de tierra de mi abuelo había que cruzar el puente de la Venta, el que el río en crecidas se asomaba para besarlo y alguna que otra vez había pretendido su cuerpo de cemento. Era como un premio escuchar la desnuda corriente del agua, el dormitar de los chopos, aquel sereno espacio que tras la faena soltaría con mimo mis coletas y acortaría discretamente la largura de mis cabellos. El camino se anchaba al llegar a la finca, no sé si era real o es que tomaba las medidas de un gigante al divisar la higuera y la caseta. Recuerdo las esquinas del sudor de un pañuelo, los huecos que en la tierra, a cubierto del sol por los enormes brazos de la higuera, mi primo y yo cavábamos con prisa en nuestro oficio de labradores. Mi abuelo nos miraba, anclado entre dos surcos, dando color rojizo a los tomates o aleccionando a las lechugas para evitar otro alzamiento. Yo aún desconocía su tiempo de soldado, de hombre hecho de un día para otro, de joven a la espera de un amor clandestino al otro lado de la frontera. Mi única preocupación era que no llegara hasta la alubia verde, que después me miraba dos horas desde el mediodía de un plato, hasta que no me quedaba más remedio que darle cobijo en mi interior. La merienda era una forma de dar cuerda al reloj, de comer los minutos en un bocadillo de chorizo o salchichón o en rebanadas de pan, vino y azúcar. Después llegaba el río, la extraña sensación de que el mundo era agua o de recibir aquel otro bautismo que carecía de normas estrictas o de atamientos pobres, el pequeño relajo donde el sol se sentaba para echar un bocado antes de acostarse, antes de resumir el día en la bodega. Los pájaros se acercaban desde los chopos para beber, para humedecer el vuelo de la tarde que, otra vez calurosa, les había mantenido en una rama de sombra al margen del cielo. Noble daba frescor a su hocico cual Narciso a su rostro y los juncos me ofrecían una diadema. En el regreso a casa, los pájaros cantaban como ahora y la cama del sol descubría sus sábanas sobre el horizonte. La calle había abierto sus puertas y candados y el calor de las cuatro paredes de la casa daba paso a la fresca…