Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 13

Оглавление

La flor del azafrán

Justo debajo del castaño que custodia la ermita había una finca que llevaba mi bisabuelo Raimundo. Desde el camino que da la mano a la montaña que me despierta, a veces lo imagino en aquel tiempo de espera del almuerzo cuidando el azafrán con el que dar sabor al guiso del invierno. Yo aún no había llegado, tampoco el desconsuelo que haría más hondo el silencio de los hombres, ni el barbecho del corazón, aquellos años en los que el amor descansó y el odio se convirtió en el peor enemigo de todos.

Las flores del azafrán se extendían en la blanca mesa de una cocina donde las manos de mi bisabuela, de nombre Mercedes, sacaban las hebras rojizas con el cariño de toda una vida. Sobre su delantal, que amamantó el regazo de nueve hijos, el reflejo azul de sus ojos daba la sensación de pintar aquel mar que durante días y noches la tuvo navegando hasta llegar a Puerto Rico, al paisaje de plantaciones de caña de azúcar que le endulzaron sin duda alguna la paciencia y la delgadez. A ella la tuve que memorizar desde las fotografías porque yo tenía dos años cuando murió pero saberme en sus brazos ya enfermos, en sus brazos de aya, de madre, haciéndole subir un escalón en el árbol genealógico me alimenta la ternura.

Como en todas las historias de amor, llegaron el uno al otro porque tenían que llegarse. Él como hijo de viuda se libró de la guerra de África para mantener a su madre con la tierra. Ella, como la mujer de su vida, debía esperar los cinco años que marcaba la ley, en estos casos, para poder casarse. Así que comenzó su ajuar una mañana en el puerto de una Barcelona quemada, de la mano de unos condes que le ofrecieron trabajo como nodriza en una de sus mansiones de Puerto Rico. Supongo que aquellos cinco años fueron un letargo de tierra y de calor, de veranos de campo y limonada, de noches de amantes sigilosos sobre la almohada del pensamiento. Transcurrido el tiempo de nieve establecido por la ley, aquella condición que mantuvo a mi bisabuelo alejado de las armas, la primavera de mil novecientos catorce trajo de vuelta a mi bisabuela, con su baúl de sábanas bordadas y toallas de algodón que suavizaron el afeitado del resto de los días. Su casa, al final de la cuesta que durante años fue guardián de las puertas de un cine, albergó risas y llanto, pobreza y consuelo, muerte y esperanza, ni más ni menos de lo que albergaron las casas vecinas.

Yo, al igual que el castaño que custodia la ermita, custodio desde el camino el azafrán, como si la exquisita flor de la memoria fuese a sacar la hebra de sus manos, de su delantal, de su amor, de su paciencia en una mesa blanca donde extiendo palabras…

El hospital del alma

Подняться наверх