Читать книгу El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero - Страница 14

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El hielo

África quedaba entre los límites del desconsuelo, a dos días de camino y siglos de cartas, a dos pasos del costo y de la rebeldía, a medio paso de una sublevación que todavía dolía en la memoria. Parecía un destierro, un castigo de un Dios que aún no había tenido bastante, la venganza de un muerto desalmado o la equivocación voluntaria de un destino cacique. El caso es que fuera como fuese, el último de los hijos de mi abuela, el de jerséis de pico y pantalones de campana, el que escuchaba a Triana, el que llevaba unas botas que a mí me hacían soñar se tuvo que ir a Ceuta para cumplir con la obligación de soldado y yo, al igual que mi primo, me quedé huérfana de juegos y de fotografías. Porque el invierno dormitaba en una tarde de balcón y brasero, de sumas y costura, de puzles que guardaban las cajas de quesitos y que me hacían recorrer el mundo. Nunca se derretían los carámbanos del tejado, nunca de las montañas desaparecía la nieve, nunca veía la cara amoratada de los atardeceres de primavera asomarse tímidos a mis pupilas. Mi tío parecía haber entrado en una máquina del tiempo de la cual era imposible salir y yo rezaba a oscuras sobre el consuelo de la almohada para despertar en los días de calor porque mi abuela nos decía que el sol lo traería de nuevo. “Debe ser por las manos”—le decía a mi primo— “que no las junto bien”. Porque yo intención ponía y apretaba fuertemente los ojos como si así se fuese a producir el milagro de hacer desaparecer el frío. Años más tarde, en un pelotón de fusilamiento, a mis dieciséis años, recordé con Aureliano Buendía, aquella tarde remota en que mi padre me llevó a conocer el hielo. Habían hecho una gran bola de nieve en la plaza y el aliento salía de la boca y se podía tocar. Cerraba los ojos para imaginar las palmeras que en Ceuta daban sombra a mi tío, mientras desde los tejados el hielo con su cuerpo alargado y su cabeza de punta me miraba como si quisiera hipnotizarme. Fue el invierno de los descubrimientos, el invierno en que mi abuelo a punto estuvo de morir, el invierno en que las mariposas negras visitaron por primera vez el árbol de mi jardín, el invierno en que los carámbanos, tras su presentación oficial en la plaza, se asentaron cual nómadas en la tierra fértil de las inmediaciones de mi ventana.

No recuerdo la vuelta, así como sus cartas o sus fotografías crecieron en cajones y sobre cómodas de una habitación que fue descifrando los pergaminos de los años, su regreso ocupó el espacio de lo cotidiano; supongo que el sol se puso una mañana y el campamento de hielo de mi ventana desapareció tras haber pasado allí cien años de invierno y nunca más regresó “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

El hospital del alma

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