Читать книгу Lagunas y gitanos - Luciana Pallero - Страница 13

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Era un día frio, de viento, nublado. Pleno invierno. Nosotros nos despertábamos con la garganta irritada y buscábamos nuestra ropa sucia. Yo tenía unas zapatillas de cuero, duras, porque cada tanto se me mojaban, rotas en varios lugares, pero que todavía servían para mucho más. Hacíamos algo caliente para recuperar la voz y nos poníamos a trabajar en la casa. La casa que seguía a medio construir. El piso era una carpeta de plasticor siempre llena de polvo blanco; si la barrías, se volvía a cubrir en cinco minutos. Las paredes eran de ladrillo, al techo le faltaba el cielorraso, era de chapa. No teníamos plata, pero ya estábamos metidos hasta el cuello en eso, en hacer nuestra casa.

Ese día teníamos que agujerear la pared para poner ventanas. Capaz, después de eso, iba a dejar de hacer tanto frío a la noche. Nos subíamos a la escalera y hacíamos un orificio con el cortafierros para calzar las eles de donde se sostienen las ventanas. Juan se puso en la ventana más alta y yo, en otra más chica. Cuando golpeábamos la pared y el viento entraba por las aberturas, se nos metía polvo de ladrillo en los ojos. Nos envolvimos la cabeza con remeras y nos pusimos los anteojos de sol encima de la tela, dejando un orificio para ver. De esa forma, estaba mucho mejor. Nos miramos uno al otro y Juan dijo:

—Parecemos delincuentes, o del ejército zapatista.

Después, seguimos trabajando en silencio, con la radio.

A media mañana frenó un auto gris plata al frente, salió un tipo vestido con ropa planchada, camisa y pantalones náuticos. Sin descapucharnos, esperamos a que se acercara para ver qué quería. Buscaba a la familia Tosolini. Lo mandamos al terreno de al lado y, cuando se fue, nos empezamos a reír.

Al mediodía yo calenté una salsa en la garrafita, le agregué agua y herví arroz. Llegué a ir a comprar pan antes de la una, que siempre me olvido. Comimos y le dimos pan con salsa al Salpicado, un perro de por ahí que dormía en nuestra montaña de arena. Luego seguimos con las ventanas. El viento ya era insoportable, posiblemente lo sentíamos más molesto porque comer nos había dado sueño. Después de unos cinco minutos, Juan dijo que paráramos. Yo quería terminar, pero él no parecía dispuesto a seguir. Acepté ir a dar una vuelta. Juan se sacó los lentes de sol y la capucha y se prendió un cigarrillo, yo me saqué la capucha. Me hizo sentir realmente bien.

Fuimos a caminar por el barrio. Era una zona hermosa, incluso con ese clima, con árboles, casas separadas, tranquilísimo. Sabíamos que teníamos suerte de construir en un barrio así. Por lo menos yo lo sabía. Pero el día era de locos, de a ratos garuaba, el sol no se sentía y nos preocupaba no tener ningún plan para poder terminar la casa algún día. Juan se paró frente a un árbol y me señaló el tronco:

—Mirá qué hermoso —me hizo notar unos hongos que debían acabar de crecer con la humedad de aquel día. Parecían hechos a propósito, de la escenografía de una película de hobbits, pero reales, naturales, vivos. Todos creciendo rapidísimo para el mismo lado, rodeando el tronco, con colores contrastantes. Como corales de abajo del mar. Yo los había visto hacía un segundo, pero no los había notado.

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