Читать книгу Lagunas y gitanos - Luciana Pallero - Страница 15
Para qué
ОглавлениеNos habíamos ido a dormir sin cenar. A las seis me desperté con hambre. Me levanté con cuidado de no hacer ruido. Salí del cuarto. Fui a la cocina. Abrí una alacena. Saqué una lata de duraznos y la abrí con un abrelatas incómodo. Volqué el contenido en un recipiente de plástico. Lo llevé a la mesa del comedor, me senté ahí a comer con una pierna flexionada y el pie arriba de la silla. Miré la ventana, se veía una pared blanca con ventanas chicas, pero ya entraba algo de luz de la mañana y se veía rosada, empezaba a amanecer.
Me puse a pensar en mi anterior pareja. Hace poco me separé de mi anterior pareja y esa misma semana me puse a salir con este señor. Recordé el sueño que tuve. Sueño con ella seguido aunque durante el día no pienso nunca, no porque hayamos terminado bien, sino porque no tiene sentido. ¿Para qué?
Hoy fue sábado. Ahí sentada repasé las cosas que hicimos. Hicimos una fila en un shopping con niños gritando, corriendo y rodeados de un resabio de olor a grasa que venía del bar adentro del complejo. Cuando llegamos a las cajas pedimos entradas para una película pero no quedaban más. Salimos de ese lugar espantoso y caminamos en búsqueda de un bar para tomar un trago. Entramos a cuatro bares, en uno nos sentamos, incluso, pero no nos gustaban por distintas razones y de todos nos íbamos. Caminamos hablando, nos encanta hablar. Hablar de más, de cosas que ni siquiera pensamos, analizar, tirar sobre la mesa un tema que a nadie le importa, ver formarse convicciones a partir de nada, llenar el tiempo con palabras.
Finalmente, nos sentamos en las mesas de la vereda de un lugar que nos conformó. Apareció un joven peinado con gel, el mozo. Nos pidieron que nos fuéramos porque era sólo para cenar. Resignados y cansados de caminar, nos cambiamos a un bar que hacía un momento habíamos descartado por las sillas incómodas. Se acercó un mozo de unos treinta años. Antes de que pudiéramos pedir, le dijo a mi acompañante:
—Hola, doctor.
—¿Por qué doctor? —dijo él, pasmado.
—¿Vos no te acordás de mí?
—No.
—Pacheco de Melo y Azcuénaga. Años noventa. El Uruguayo soy yo.
El chico tenía una excesiva energía corporal, se inclinaba sobre nosotros para hablar mirando a los ojos a la misma altura. Yo quería mi trago. Lo pedí pero igual no lo traía. Eventualmente se ponía a hacer que limpiaba con un trapo las sillas de la mesa de al lado para poder seguir hablando con nosotros, supuse que un supervisor lo controlaba desde adentro. En realidad no hablaba conmigo. Yo lo miraba con sonrisa forzada, con la mano en la barbilla tapándome la cara un poco para que no se me notara la expresión. El chico seguía hablando. Hablaba de los argentinos. Le recordó a mi compañero una anécdota en que los argentinos estafaban a alguien. Habló de la gente del campo refiriéndose a ella como nobles. En un momento mi nueva pareja le dijo:
—No cuentes.
—No, no, doctor. ¿Cómo se le ocurre? Una tumba —aseguró el mozo y me miró a mí.
Al final se fue. Volvió. Trajo el trago. Habló un poco más pero ya con una actitud de tener que seguir trabajando.
Cuando pedimos la cuenta la trajo una chica.
Nos fuimos a mi casa. Antes de llegar nos tomamos un helado. Dije que me encanta el azúcar y me enteré que a él también. Nos fuimos a dormir sin cenar.
Volví al presente y observé la luz rosa pálido reflejada en el edificio de las pequeñas ventanas. Entonces pensé en mi hermana. En la primera vez que me levanté de la cama para ver el amanecer. Mi hermana estaba parada atrás de unas persianas y me llamó.
—Vení a ver qué hermoso.
Me acerqué. Era insólito levantarse de la cama a esa hora. La luz estaba rosada, se iba poniendo fucsia y al final amarilla. A medida que cambiaba la luz, los pájaros cantaban de diferentes maneras. Era una sucesión de acontecimientos que no se entendían bien pero no necesitaban explicación. Me acordé del camisón que usaba mi hermana aquella mañana. Tenía un estampado de figuras verdes. Estaba hecho de tela sintética, con buen corte. Le quedaba increíble. Más adelante me lo pasó y también me gustaba cómo me quedaba a mí. Al final lo tiramos. Antes, lo usamos de trapo un tiempo.
Volví a la cama. Me acosté de nuevo. Mi novio nuevo me abrazó, dormido o despierto.