Читать книгу Lagunas y gitanos - Luciana Pallero - Страница 20
La comunidad
ОглавлениеNo había tenido tiempo de comprar la tela para el punto cruz. En la última visita a su mamá, ésta le había mostrado una guarda de punto cruz. La bordaba para regalársela a ella. El dibujo estaba asimétrico. Los colores estaban en lugares extraños.
Eso había sido en la casa que la mujer compartía con su otra hija. Era la vivienda familiar, donde vivían con su abuela, que le había enseñado a tejer cuando era niña. Pero ahora no iba allí. Antes de viajar a Nueva York, su hermana había trasladado a la anciana al geriátrico que estaba a cincuenta metros del hogar de su infancia.
El colectivo era el 151, la parada también era la misma, salvo que no iba a la casa. Era un día de sol radiante y de un crudo frío helado. Pensó en que todas las mujeres de la familia hacían manualidades. Era como un homenaje a voces que le hacían a la abuela, gran modista. Ella también hacía, tejía crochet y cosía, por eso, porque ella también formaba parte de esa ceremonia de las manualidades, y las entendía, entendía cómo se debe comprar un género, un hilo, un elástico, qué mirar y cómo tocar el material, por eso había quedado en comprar la tela, sólo que se había olvidado.
Llegó a la dirección que tenía anotada, era una construcción de más de cien años. La fachada y sus viejas molduras de cemento estaban simplemente pintadas de blanco. Tocó un timbre que se escuchaba desde afuera. Cuando entró, vio a tres mujeres muy mayores en unos sillones. La imagen, de manera inmediata, la llevó a la siguiente máxima: la vida indefectiblemente contiene una dosis de crueldad. Cruzó un pasillo, vio que el lugar era desprolijo, faltaban azulejos que habían sido reemplazados por otros diferentes. Pasó por otro pasillo con ventanas de aluminio, modernas, que habían sido injertadas en aquella arquitectura de principios de siglo seguramente por alguna función práctica. Desde ahí se podía ver un patio. En el centro, como un protagonista inapropiado, estaba instalado un termotanque de más de cien litros. Atravesó una sala con muchas mesas individuales vacías. En una, había dos ancianas con una taza adelante. Había una tele. Era como en los geriátricos que salen en las películas.
Atrás de una de las puertas de aluminio modernas, estaba su mamá. Descansaba, despierta, recostada en una de esas camas de tubo. Se incorporó y la saludó con un beso apurado, como si tuvieran que hablar de algo con rapidez.
Hacía unos meses que la anciana ya no intentaba armar oraciones correctas, no le venían las palabras, sólo pretendía comunicarse. Antes de que la hija pudiera preguntar cómo se sentía, la madre se señaló el cuello. Ella se agachó y vio que tenía la piel de la nuca enrojecida, con ampollas diminutas. Le subían por el cuero cabelludo hasta arriba de la cabeza. También tenía de esas extrañas lesiones en el cuello y en el hombro. Le dijo que le dolía tanto la cabeza que hacía tres días no dormía.
—¿Desde cuándo tenés eso? —preguntó sosteniéndole el pelo para poder mirar.
Luego de pensar las palabras, la mujer respondió:
—El día que me mudé acá.
Ella le miró nuevamente la nuca y entonces dijo:
—Vamos a la guardia, ma, ponete la ropa.
La madre se empezó a vestir en cámara lenta. La hija se quedó ahí parada, conteniendo una ansiedad enorme. Trató de pensar en qué carnets iba a necesitar. Vio una mesa de luz metálica que encontró sumamente extraña al lado de los objetos que tenía encima, era una mesa de caño con ruedas. Sobre ese mueble estéril de hospital estaban las cosas conocidas, el Somit –la pastilla para dormir–, la radio chica, la bolsita con pasas de uva.
Atravesaron juntas la sala de TV. Ella saludó con una sonrisa y un buenas tardes a una de las señoras que había visto antes, pero no reaccionó. Luego, saludó a la otra, que sí reaccionó con la mirada, aunque no sonrió.
Cuando avisaron que se iban, las enfermeras las frenaron para decirle que ellas habían llamado a la obra social, pero que no habían venido.
En la guardia esperaron desde las dieciocho hasta las veintitrés. Al principio era sólo deprimente y exasperante, pero después empezó a hacer frío. Recién ahí, cuando llegaron a la sala de espera de la guardia, pudieron hablar sobre cómo estaban. La madre contó acerca de la experiencia en la comunidad –no le venía la palabra geriátrico. Con dificultad, le contó una anécdota:
—Una enfermera le daba de comer a una vieja. Está perdida la vieja —la mujer hacía una pausa para pensar entre cada idea—. Debe haber sido modista. Siempre está agarrando el mantel. Lo dobla. Como para hacer el dobladillo. La enfermera la retaba. Pero la señora siguió agarrando el mantel. Está perdida la mujer. Le pegó en la mano. La enfermera.
—¿¡La enfermera!? —exclamó ella, sorprendida—. ¿Y qué te pareció eso?
—Horrible —contestó la madre claramente.
Al rato llamó su novio. Ella se alejó hacia un pasillo, sin explicar, dejando a la anciana en el banco de madera.
—El lugar no es agradable, no. Hace tres días que está sin dormir. Se siente dolorida. Triste.
—¿No podés sacarla de ahí?
—Podría llevarla a mi departamento. Es chico. Pero podría. Sí, podría.
—Llevátela.
—Tendría que buscar un colchón que tengo en su casa, en un flete. ¿Vos qué pensás?
—Priorizá a tu mamá. Vos misma lo estás diciendo. Decile que el departamento es mejor lugar porque va a estar con su hija, no con extraños, aunque sea chico.
—Ella va a estar encantada de que yo me la lleve. No es eso.
—Ahora tenés que priorizar a tu mamá. No podés dejarla en ese lugar espantoso.
—Ya sé.
—Es una persona sensible.
Ella se quedó un segundo callada. No le salía hablar. Sentía que era muda.
—La voy a sacar de ahí —contestó, sin embargo.
Él tenía una reunión y, entonces, cortaron.
Cuando se acercó a su madre, vio que estaba revisando la cartera.
—¿Tenés hambre? —supuso.
—Necesito más hilo de bordar.
—¿No había en la mercería?
—No hay.
Le mostró el bordado. Como el hilo era matizado, los colores eran raros. Guardaba el bordado en una bolsa arrugada en la cartera.
—¿Podés ir a ver en Once? Matizado.
—¿No venden en tu barrio?
—No. Matizado, no.
—¿Amarillo?
La madre respondió únicamente mediante el gesto de guardar el punto cruz otra vez en la bolsa vieja.
Ella pensó en distraerla. Le contó que había tenido una buena respuesta en su trabajo después de presentar unas ideas propias. No le contó lo malo, sólo lo bueno. Parecía que la anciana quería responder, pero no podía. Finalmente habló:
—¡Fantástico!
Pronunció esa palabra que nunca antes había usado, fantástico, con una efusividad que no era propia de ella. Su madre había sido siempre una mujer reservada, incluso tímida.
Después de un buen rato, unas horas, el apellido de soltera de la mujer sonó en los parlantes del servicio de guardia. Al escuchar ese apellido, conocido, íntimo, le pareció mentira que todavía siguiera operando en el mundo, actualmente. Lo sintió lejano, antiguo, caduco.
Las hicieron pasar al fondo de una sala enorme que tenía bachas y mesadas de azulejos color crema en una especie de isla en el centro de la habitación. Alrededor había consultorios separados de la sala por cortinas de gabardina. Todo el lugar tenía el aspecto de una película de la Segunda Guerra Mundial. Adentro de uno de los consultorios, dos médicas jóvenes le hicieron sacarse la blusa. Le miraron el cuello y la nuca con dedos como arañas. No usaban guantes de látex. Diagnosticaron herpes zoster. Dieron un tratamiento con antivirales y Pregabalina. La causa, estrés. Una de las médicas dijo rápidamente:
—El virus está latente desde que tuvo varicela en la infancia y se activa cuando las defensas bajan. Puede ser por un resfrío, por alguna situación de estrés…
Cuando la doctora entregaba papeles y explicaba los horarios en que debía tomar cada pastilla, la madre miraba pero no escuchaba. Se vestía. Otra vez en cámara lenta. Parecía que no advertía ese desfasaje temporal. Una cosa a la vez. Camiseta. Suéter. Bufanda. Saco. Levantando el pasador, con ese gesto, le pidió a la hija que le prendiera el cierre. Nadie podía saber qué habría entendido de toda la escena.
Una vez en la sala de espera, le contó que tenía un virus. Que el proceso iba a demorar una semana. Que ya le habían recetado analgésicos para el dolor. Todo en un tono fuerte, sintiendo que las personas de la sala de espera seguían el hilo de la explicación. La madre preguntó:
—¿Qué hacemos ahora?
—Vamos a la farmacia. Sobre Pueyrredón hay una que está toda la noche. Así ya te tomás el analgésico y se te pasa el dolor.
La madre la miró directo a los ojos; quizá pensaba en decir algo y no le venían las palabras.
—En esa esquina pasan taxis —dijo la hija—. Tomamos uno y volvemos al geriátrico.