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Está bien

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Ocho horas era la mesa de examen. Llegué primera. Me tocaba tomar junto con la profesora de Matemática. Los alumnos fueron llegando en horario. Unos doce eran para Matemática, sólo tres de Psicología. Los míos tenían quince años. La de Matemática tomó escrito, yo tomaba oral. El primero que pasó a dar examen había estudiado, no se puso nervioso pero hablaba mirando al piso, nunca a mí. Después le tomé a una chica, decía que había estudiado pero contestaba todas las preguntas al revés. Cuando pasó el tercero y último, creo que al ver que su compañera había desaprobado, me dijo que no había estudiado y ni siquiera llegué a hacerle una pregunta. Después, los tres estudiantes me dieron sus libretas y les completé la nota, siete, tres y tres. En la libreta vi que otros profesores los habían desaprobado con uno.

Saludé a mis alumnos, les entregué sus libretas y me puse a llenar el libro de actas. La profesora de Matemática, que seguía tomando escrito, se dirigió a un chico de unos trece años que estaba sentado justo enfrente mío en la primera fila. Comenzó a gritarle:

—¡Tenés que venir! ¡Parate! —el adolescente estaba inmóvil—. ¡¿No entendés?! —La profesora se le acercó, le dio un papel y desde muy cerca volvió a vociferar que tenía que levantarse. La imagen corporal del chico era la de alguien que quiere encogerse. Como no decía nada, la profesora le gritó:

—¡Contestá! ¡La próxima tenés que pararte para bus-car-lo! ¡¿Entendés?!

—Está bien —dijo él finalmente, sin modificar la posición del cuerpo.

Pensé que había contestado lo mismo que hubiera contestado yo.

Después, la profesora se acercó por atrás de mí, me puso la mano en el hombro y tomé consciencia de lo tenso que estaba todo mi cuerpo. Ella miró por la ventana hacia la calle.

Cuando me fui, los alumnos de Matemática todavía estaban haciendo el escrito. Miré por última vez al alumno de la primera fila, que estaba pensativo.

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