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Vanina

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Era nueva en la ciudad. Tenía veintitrés. Se me ocurrió buscar trabajo en los restaurantes del centro. Ir restaurante por restaurante. Las calles de cemento estaban desoladas. No había árboles. El sol se reflejaba en todas partes con un blanco que quemaba los ojos. Fui como a quince restaurantes.

Al día siguiente me llamaron del primer lugar al que había entrado, El brigadier. A la noche, cuando fui, me atendió una mujer rubia. Era la dueña. Atrás de la barra ojeó el papel que le había entregado el día anterior y me dijo:

—¿Trabajaste en estos restaurantes?

—Sí.

—¿Y qué hacés en esta cuidad?

—No me gusta Buenos Aires. Tengo un terreno en Arroyo Leyes.

—¿Vas a construir? —bajó la vista hacia el papel y volvió a preguntar—. ¿Tenés un novio?

—Sí.

Me dejó en el salón y fue al fondo. A la cocina. Recién entonces noté a la moza. Había estado ahí fajinando desde el principio.

—¿Sos la nueva cocinera? —dijo esto sin dejar de frotar las copas con un repasador. Mirándome a los ojos, segura, diestra, amable y relajada.

—Sí.

Tenía una técnica de fajinar que consistía en pasar de copa en copa una cantidad de alcohol. Serían unas cincuenta copas de vino estándar, de vidrio grosero. Cada vez que pasaba el alcohol, sacaba brillo a la copa anterior. Desde aquel día admiré a Vanina y me sentí disminuida a la vez. Decía cada palabra con madurez, respeto y seguridad. Tenía una sonrisa amplia, llena de dientes. Era alta y muy flaca. Desnutrida, para ser fiel a la verdad. Piel y pelo oscuros. El pelo lo tenía lustroso, largo, sano, se notaba que se cepillaba seguido. Usaba uniforme de moza y unos zapatos con plataforma que debían ser de ella. Las plataformas le acentuaban más la delgadez y las pantorrillas parecían dos escarbadientes cuando iba de un lado al otro del salón cargada de platos.

Mi admiración creció más cuando supe que era más chica que yo. Fue una semana después, estábamos el parrillero, un señor de unos sesenta, la lavacopas, el otro cocinero y yo. El otro cocinero era un formoseño. Cuando llegaba una comanda me decía:

—Poné a calentar la salsa blanca para los fideos.

Yo ponía la salsa y me quedaba ahí parada sin saber qué más hacer, qué más llevaba el plato. Todavía no conocía la carta.

Vino Vanina con otra comanda y me la quiso dar a mí. El formoseño se apuró y se acercó a nosotras.

—Acá —dijo extendiendo la mano hacia Vanina.

—Se la doy a la nueva —dijo ella sacándole la lengua en un gesto que duró un instante.

—¿Quién dijo?

—Alicia. Quiere ver cómo lo hace. —Alicia era la dueña, la que me había contratado.

—Si es así, sí. Vos sos muy chica para decidir —afirmó.

—¿Muy chica? —pregunté mientras agarraba la comanda—. ¿Cuántos tenés?

—Diecinueve —respondió sonriente mientras inclinaba apenas la cabeza y se peinaba su flequillo, brillante, con cuatro dedos.

Unos meses después, íbamos frecuentemente a comer pizza después de trabajar. Me pagaban por día y gastaba la mitad en la pizzería. Vanina y el formoseño se llevaban mejor. Se había formado un grupo. Nos divertíamos. Una noche, al formoseño se le dio por mostrarnos fotos. Eran de su familia en su pueblo natal. Aparecían muchos hermanos varones. Las fotos eran oscuras y de mala calidad. En todas había algún hermano con las mismas facciones que nuestro cocinero y una botella de cerveza. Él mostraba las fotos con energía, creo que con nostalgia. Eran de sus últimas vacaciones, cuando había viajado a su provincia para estar con su familia.

Debo haber sido la última en darme cuenta de que pasaba algo entre esos dos. En cuanto empecé a fijarme me lo confirmaron. Vanina y el formoseño se iban a casar. Vanina estaba enamoradísima. Una vez, antes de entrar, cuando estábamos todos sentados en frente esperando que llegara la dueña con la llave, Vanina le dijo:

—¿Cómo puede ser que me haya quedado con un negro feo como vos? —y le estampó un beso en la boca.

Vanina se probó algunas blusas mías para el casamiento. Al final no usó nada de lo que le ofrecí. Usó una blusa blanca, pantalones negros y sus plataformas. Todos fuimos al civil. El parrillero, la lavacopas y yo les tiramos arroz, les deseamos felicidad y los abrazamos por única vez. Vanina estaba más radiante que nunca.

Al poco tiempo conseguí trabajo en blanco en otro lugar. Un año después de haber entrado, renuncié a El brigadier. A partir de ese día ya no salimos más a comer pizza, ni nos volvimos a ver.

A los tres años renuncié al segundo trabajo. Inicié un litigio laboral y tuve que ir a sellar un papel a tribunales. Había una sala general desde donde se accedía a muchas oficinas, era enorme, tenía techos altísimos, llena de personas, de columnas, se escuchaba retumbar el murmullo de ese mundo de gente que estábamos ahí haciendo trámites. Caminando por aquella sala me la crucé a Vanina. Estaba parada haciendo una cola con un bebé en brazos. Iba despeinada y se la notaba aún más flaca. La saludé con cariño, como nos tratábamos en El brigadier la última vez que la había visto. Le pregunté si el bebé que tenía en brazos era su hijo. Cuando dijo que sí, festejé el suceso diciendo que era hermoso. Ella casi no me miró. Le pregunté si seguía en El brigadier. Dijo que no, contestaba con monosílabos. Noté que tenía el pelo desarreglado. Antes, en el restaurante, siempre se cuidaba de estar bien peinada. Al final, sin que se me ocurriera nada más qué decir, la saludé y me fui. Nunca más la vi.

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