Читать книгу El lenguaje jurídico actual - Luis María Cazorla Prieto - Страница 5
Prólogo
ОглавлениеEl libro que ha escrito el Profesor Luis Mª Cazorla es un trabajo detenido y certero que acredita su capacidad de análisis, así como una preocupación de perfección y de crítica respecto de un lenguaje que él mismo ha probado con reiteración que ha sabido usar con propiedad y con rigor. El Derecho es especialmente lenguaje. La Ley es un precepto que no surge de la propia exigencia interna, con su componente intuitivo o informulado, sino que proviene de una autoridad externa que ha de expresar en palabras, y en palabras precisas que excluyan todo equívoco, su mandato, el cual, si además pretende ser general, ha de resultar comprensible en iguales términos por todos. El juez tiene jurisdicción, esto es, facultad de «decir el Derecho» en el caso concreto, que lo es justamente la Sentencia. Los agentes jurídicos más ordinarios operan igualmente con ese instrumento. Los pactos o contratos se cierran sobre las palabras («el buey por el asta y el hombre por la palabra», es un viejo apotegma); o en la clásica formulación romana de las XII Tablas: uti lingua nuncupassit, ita ius esto, esto es, lo que la lengua hable, eso es derecho. Los testadores «declaran su voluntad» mediante palabras escritas u orales; las víctimas denuncian; los testigos declaran; los abogados informan o dictaminan o aconsejan; los notarios hacen «escrituras»; los funcionarios redactan interminables expedientes o resoluciones, publican edictos o reglamentos; los alcaldes bandos; los policías escriben atestados; los ciudadanos firman constantemente solicitudes o recursos o declaraciones, etc. El mundo jurídico es, pues, un vasto e interminable rumor de palabras que pretenden, con cierta torpeza y con equilibrios precarios, que cuando se quiebran intentan, por cierto, recomponerse con nuevas palabras, ordenar la vida social y dirigirla hacia la justicia y la seguridad. El rasgueo de las plumas de los «escribanos» viene a ser el fondo último de esa música general, que atrae, incita, atemoriza y aburre, todo a la vez, ordinariamente por turno, a la humanidad desde que comprendió que para sobrevivir era inexcusable organizarse.
El quehacer del jurista es, por ello, en muy buena medida, interpretar textos, el de la Ley en primer término (art. 3º del Código Civil: «las normas se interpretarán según el sentido propio de las palabras, en relación con su contexto»), o los contratos (art. 1281 del mismo Código: «si los términos de un contrato son claros y no dejan duda sobre la intención de los contratantes se estará al sentido literal de sus cláusulas...»), o los testamentos (art. 675: «toda disposición testamentaria deberá entenderse en el sentido literal de sus palabras, a no ser que...»), o los documentos (arts. 1218 y 1225), o las confesiones (art. 1242), o los asientos de los Registros públicos (art. 38 de la Ley Hipotecaria), etcétera.
La ciencia del Derecho es, pues, en uno de sus componentes fundamentales, hermenéutica, como decían ya las Partidas («el saber de las Leyes non es tan solamente en aprender e decorar las letras de ellas, mas el verdadero entendimiento de ellas») y como hoy ha tematizado más técnicamente un sector doctrinal inspirado en Gadamer, y, en fin, como acredita el hecho notorio de que los debates jurídicos son normalmente debates sobre palabras –de un legado, de un contrato, de un testigo–.
Resulta, pues, que la palabra es una materia prima primordial para que el Derecho pueda trenzar su complejo sistema. Por ello la estructura y la función del lenguaje trasladan sus imperativos hacia la estructura y la función mismas del Derecho.
Con esta aproximación, puramente descriptiva, de la significación del lenguaje en el sistema y en la vida misma del Derecho no queremos sino enfatizar el interés destacado que por fuerza ha de tener una reflexión sistemática y analítica sobre la significación del lenguaje jurídico, como la que nos ofrece este cuidado libro del profesor Cazorla. No se trata, pues, de una simple reflexión ocasional sobre los términos jurídicos, como la que podría ofrecer un lingüista, desde una perspectiva no propiamente jurídica, sino léxica o filológica. El sabio análisis que nos ofrece su autor está hecho desde el núcleo mismo de la ciencia jurídica, por un autorizado y docto jurista, con el hábito del manejo y la reflexión sobre el lenguaje de los sectores del Derecho que él está acostumbrado a manejar. No es, por tanto, una reflexión abstracta, propia acaso o de la pura filología o incluso de la teoría general del Derecho, sino realizada por un experto aplicador de un sector entero del Derecho, con el hábito, pues, del manejo diario de sus términos propios. Me parece que seguramente en esta circunstancia puede radicar el mayor interés de este trabajo, en cuyo contenido se interesarán con seguridad los juristas de todas las especialidades, que habrán de reconocer en las pertinentes reflexiones del autor elementos vivos de su propia experiencia.
Saludamos con el mayor respeto esta importante contribución del autor a un tema que es, como he indicado, consustancial a todos los juristas, con la confianza de que éstos, de cualquier especialidad, habrán de encontrar en este trabajo una ayuda cualificada para el mejor desarrollo de su función.
Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA
Catedrático Emérito de la Universidad Complutense de Madrid