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II. LOS SIGNIFICADOS DE LA CONSTITUCIÓN. LA CONSTITUCIÓN COMO NORMA Y COMO REALIDAD POLÍTICA

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Una vez descrita la estructura y contenidos básicos de la Constitución, hay que volver a sus significados, a su significación política y a su significación jurídica.

Para abordar esta nueva cuestión, nada mejor que comenzar con la pregunta fundamental: ¿Qué es una Constitución? Esta pregunta se la hacía Ferdinand Lasalle, en 1862, en esos mismos términos, en un clásico y conocido opúsculo que se publicó en castellano en 1931 y se reeditó luego varias veces (manejo la edición de Ariel, 1984, con una introducción de Eliseo Aja sobre el concepto de Constitución, alguna de cuyas ideas utilizo también ahora). Pues bien, la respuesta históricamente dada a esta cuestión esencial no ha sido unívoca, no ha sido uniforme. Más bien ha sido una respuesta variada y plural.

La Constitución y la propia idea del constitucionalismo nace en un momento determinado y apelando a unos concretos contenidos que apuntan a la legitimidad del Poder y a elementos sustantivos y valorativos bien precisos. Pero esa primitiva idea fue adulterada por quienes sólo han visto en las Constituciones una simple pieza lógica de cualquier sistema político que no apelaría a ningún contenido, sino que se limitaría a organizar y distribuir el Poder y también por quienes han considerado a los textos constitucionales como meras hojas de papel sin virtualidad material y concreta alguna.

Así, se ha dicho que el propio F. Lasalle fue exponente de una concepción de la Constitución sostenida durante algún tiempo por la crítica izquierdista a los textos constitucionales, al menos a algunos textos constitucionales: la Constitución como una simple hoja de papel que ocultaría las relaciones reales de poder.

Desde posturas diametralmente opuestas a este planteamiento, aunque en el fondo quizá no tan dispares e igualmente reductoras del concepto de Constitución, la crítica de derechas a la idea constitucional se plasmó en Europa a lo largo de buena parte del siglo XIX en la expresión del principio monárquico, según el cual la Constitución se concebía primero como un texto otorgado por el monarca y luego como fruto de un hipotético pacto entre la Corona y el pueblo que colocaba al monarca en una situación que podría calificarse hoy como pre o incluso supraconstitucional. Una concepción que, andando el tiempo, conectaría de alguna manera con la elaboración doctrinal de Carl Schmitt (La defensa de la Constitución), en 1931, para quien el defensor de la Constitución, en Alemania, era el Jefe del Estado, precisamente cuando centralizaba todos los poderes que el art. 48 de la Constitución de Weimar le permitía. La Constitución alemana de 1919 sería, así, aniquilada sin necesidad siquiera de derogarla por quien desde esta concepción pudo invocar el título de su defensor.

Ninguno de estos planteamientos reductores del concepto de Constitución es hoy de recibo en Europa donde, tras los desastres de dos guerras mundiales, y en particular después de la II Guerra Mundial de 1939-1945, se ha recuperado poco a poco la idea primigenia del constitucionalismo; una idea que surge, casi paralelamente, en Francia y los Estados Unidos a lo largo del siglo XVIII y que se plasma en la Constitución americana de 1787 y en las sucesivas francesas posteriores a la Revolución. Los planteamientos originarios del constitucionalismo suponen, en efecto, que la Constitución no es sólo una exigencia lógica del sistema político que se limita a definir la estructura del Estado, porque esa concepción reduccionista olvida los valores de legitimidad del Poder y los límites de su ejercicio. La idea original de Constitución apela a una corriente ética y a unos contenidos que pueden enunciarse de una manera muy simple: el pueblo decide, participa y se reserva ámbitos de libertad e instrumentos de control, de modo que, como ha precisado entre nosotros el profesor García de Enterría, “el poder no pueda pretender ser superior a la sociedad, sino sólo su instrumento”. La cita procede de un trabajo de este autor (La Constitución como norma jurídica) que ha jugado un significativo papel en la definitiva y hoy plenamente asumida concepción de la Constitución como una norma jurídica, lo que sin duda produce consecuencias prácticas destacadas, como ha tenido ocasión de decir el propio Tribunal Constitucional. Ello no obsta, naturalmente, al hecho de que la Constitución sea y signifique, además, otras cosas desde el plano de su papel político, como se insinúa también en el texto. Buen número de las ideas y referencias de esta parte del Capítulo son tributarias de ese trabajo pionero del profesor García de Enterría, que debe ser recordado permanentemente.

La recuperación de la idea original del constitucionalismo como criterio que apela a unos valores éticos y de libertad fue asumida también por el Consejo de Europa que, desde su creación en 1949, defendió una Europa unida por esos ideales que habían aglutinado también a los aliados en la guerra contra el nazismo. Una de sus primeras acciones fue, precisamente, el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, de 1950, y uno de sus postulados el de que no puedan pertenecer al Consejo los Estados no democráticos. Y aún más. La Unión Europea, nacida inicialmente para configurar un mercado económico común, ha aprobado una Carta de Derechos Fundamentales que ha adquirido valor jurídico en 2009 después de haber declarado que “los derechos fundamentales forman parte de los principios generales del Derecho cuyo respeto garantiza el Tribunal de Justicia” de la Unión que “se inspira en las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros”.

Las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros de la Unión Europea apelan, pues, a esa corriente se ha dado en llamar el constitucionalismo. Una corriente teñida inicialmente del individualismo propio de la época en que surgió, que pone el énfasis en los derechos individuales en cuya regulación de lo que se trata es el Estado no interfiera en nuestra manera de pensar, de opinar, de reunirnos, de asociarnos, de profesar o no una religión. Es decir, que pone énfasis en la defensa los derechos básicos de reunión, asociación, libertad de pensamiento, expresión, religión, circulación y otros similares que plasman todas las Constituciones democráticas que contienen, además, técnicas procesales para su defensa, sin las cuales esos derechos se hallarían vacíos de contenido. Pero ese planteamiento inicial se ha visto después completado en las Constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial (en la alemana de 1949 y en la italiana de 1947, fundamentalmente) por la idea del Estado social y la contemplación de los derechos económicos y colectivos cuya concreta y detallada previsión dependerá de las Leyes de desarrollo y éstas, a su vez, de los condicionantes presupuestarios del momento y de las ideologías en cada caso mayoritarias.

La Constitución es, así, la plasmación de esos valores que están en el origen de la idea constitucional y que suponen lo siguiente: la definición de la estructura política del Estado, la fijación del sistema de distribución del Poder y la concreción de un ámbito de libertad, que implica incorporar un catálogo de derechos y libertades que, en su esencia, son indisponibles para el legislador ordinario porque el constituyente y titular del poder (el pueblo) se los ha reservado como elemento de limitación del poder constituido.

De este modo, la Constitución no es ya solamente la pieza lógica que exige el sistema político de una sociedad compleja para regular los órganos del Estado y sus competencias, sino que apela también a unos contenidos, a aquellos a los que se refería paladinamente el artículo 16 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, de 20-26 de agosto de 1789: “Toute societé dans laquelle la garantie des droits n´est pas assurée, ni la séparation des pouvoirs determinée, n’a point de Constitution”; toda sociedad en la que la garantía de los derechos y la separación de los poderes no está asegurada no tiene en absoluto Constitución.

Pues bien, esos valores y esos contenidos son los que recoge y contempla la Constitución española de 1978 en diversos artículos fundamentales: el artículo 1 (“1. España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. 2. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”), el artículo 10.1 (“la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son el fundamento del orden político y de la paz social”), el artículo 53.1 (“Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo segundo del presente Título vinculan a todos los poderes públicos”), el artículo 9, el Título primero... Todos estos preceptos definen, contemplan y recogen los valores y contenidos que están en la base, como he dicho, del constitucionalismo moderno.

Sentados estos planteamientos se puede intentar dar una respuesta a la pregunta que nos hacíamos en este epígrafe tanto desde la perspectiva política como desde la perspectiva jurídica, que es la que primariamente nos interesa ahora. ¿Qué es una Constitución? La respuesta podría sintetizarse en las dos fases siguientes. Desde el punto de vista político, la Constitución es un factor de legitimación del sistema y un instrumento de integración de los diversos grupos sociales. Desde el punto de vista del Derecho, la Constitución es una norma jurídica que regula la estructura y competencias de las diversas instituciones del Estado (organiza el poder; responde, como decía al principio, a la pregunta de quién manda); una norma que enumera y prevé mecanismos de protección de una amplia lista de derechos fundamentales (responde así a la pregunta de cómo manda quien manda: con limitaciones y respeto a esos derechos). Una norma, en fin, que preside y define el sistema de fuentes del Derecho y que tiene vocación de aplicación directa en el concreto ámbito de los derechos fundamentales y las libertades públicas.

Veamos, brevemente, cada una de estas características.

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