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1. LA CORTES GENERALES: CONGRESO Y SENADO

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El Poder Legislativo, como ya nos consta, se encarna en el Parlamento que en España se denomina Cortes Generales y está formado por dos Cámaras (el Congreso de los Diputados y el Senado). Sus miembros (los parlamentarios: diputados y senadores) son elegidos por el pueblo (electores) en las elecciones generales que se celebran, en principio, cada cuatro años y que se rigen por la Ley del Régimen Electoral General (de 1985, pero reformada en numerosas ocasiones).

No es este el momento de describir el sistema de elección de los parlamentarios, al que se hace referencia en otro lugar de esta obra. Lo que importa ahora es aludir a sus funciones que son, según ya se ha dicho, controlar al Gobierno y legislar en el marco de la Constitución (art. 66.2 CE). Al Congreso le corresponde también elegir al Presidente del Gobierno.

Prescindiendo de la función de control (que se lleva a cabo mediante preguntas, interpelaciones, comisiones de investigación y, en su caso, a través de la moción de censura) me limitaré a algunas reflexiones sobre la función legislativa que es quizá la función principal del Parlamento. Una tarea que éste lleva a cabo siguiendo un procedimiento que se regula en los Reglamentos del Congreso y del Senado y al que hacen referencia los arts. 87 y 88 CE.

Pues bien, es en la labor legislativa, en las Leyes, donde se plasma el programa político del partido o partidos gobernantes, ofrecido a los electores en la campaña electoral. Hablamos de Leyes sectoriales que regulan ámbitos concretos de la realidad.

Pero hay también Leyes de las que depende la eficacia de algunas previsiones constitucionales. La Constitución remite a veces a la Ley su desarrollo o concreción; Leyes entonces necesarias para hacer operativas algunas prescripciones constitucionales. Pongamos solo un ejemplo que en su momento fue relevante.

El art. 121 CE prevé que “los daños causados por error judicial, así como los que sean consecuencia del funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, darán derecho a una indemnización a cargo del Estado, conforme a la ley”. La viabilidad práctica de este precepto, enteramente novedoso en España si exceptuamos la prescripción, bien restringida, del art. 960 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, introducido, por cierto, en 1933, con motivo de un conocido escándalo judicial –el llamado error Grimaldo o más popularmente “crimen de Cuenca”–, la viabilidad del art. 121, digo, dependía de la concreción sustantiva y procedimental que habría de llevar a cabo la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 (arts. 292-297). Pues bien, mientras no se aprobara esta Ley, la ausencia de desarrollo del art. 121 CE impedía aplicar realmente el precepto constitucional, porque el citado art. 121 no era un precepto de aplicación directa, sino que necesitaba un desarrollo legal, como destacó la STC 36/1984, de 14 marzo, en un caso posiblemente incardinable en el art. 121, pero en el que no se llegó a la condena pretendida del pago de una indemnización a cargo del Estado porque faltaba entonces el desarrollo legal del art. 121 CE.

Y como ese ejemplo se podrían poner más. Importa, pues, destacar que corresponde al Parlamento desarrollar los preceptos de la Constitución que lo precisen, aunque ese desarrollo puede ser en diversas direcciones y tener distinto significado y alcance. Las siete u ocho leyes de educación aprobadas en apenas treinta años en el marco y desarrollo del art. 27 CE son un buen ejemplo de esa diversidad, con independencia de que no lo sean desde la deseable estabilidad de un tema tan sensible como el de la educación.

Hay, sin embargo, algunos límites. Así, en el ámbito de los derechos fundamentales propiamente dichos el legislador ha de respetar siempre el contenido esencial del derecho (art. 53.1 CE) que, en todo caso, es de aplicación directa. En los supuestos de la legislación básica del art. 149.1 CE, el legislador estatal no puede agotar la regulación de la materia pues ha de dejar un margen para que las Comunidades Autónomas lleven a cabo “una política propia” (SSTC de 28 de julio de 1991 y 98/1985, de 29 de julio). En otros supuestos, por ejemplo, los del Capítulo III del Título primero (“Los principios rectores de la política social y económica”), el margen de maniobra es mucho mayor, pero ha de atenderse siempre al principio de idoneidad o de tendencia del fin constitucionalmente previsto. Es decir, se podrán dictar leyes que lleven los citados principios a un desarrollo más o menos amplio y profundo. Se podrán adoptar diferentes criterios. Pero lo que no se podrá hacer es dictar una ley que impida, dificulte o vacíe de contenido el fin constitucional o que vaya en dirección opuesta o en detrimento del mismo. A esto es a lo que llamo criterio o principio de idoneidad.

Los ejemplos en este sentido podrían multiplicarse, pero no es este el momento oportuno para hacerlo. Baste decir que, en todo caso, el control de la adecuación de las leyes a los fines constitucionales y la vigilancia del exceso corresponde al Tribunal Constitucional, que dicta sus Sentencias con el único parámetro de la Constitución y no sobre la base de juicios de valor subjetivos o de oportunidad, siempre respetables pero que apelan a otro tipo de consideraciones que exceden de las estrictamente jurídicas y constitucionales para entrar más en la polémica política. Los límites de esta separación, no obstante, no están tan claros en la realidad. De ahí que lo que le es lícito al estudioso, que inevitablemente incorpora sus propios puntos de vista al enfrentarse con las normas, criticarlas o proponer su reforma, no le sea igualmente lícito al Tribunal Constitucional cuyo respeto y legitimidad se basa precisamente en la solidez de su discurso y en la razonabilidad y motivación de sus decisiones extraídas de una interpretación sistemática y de conjunto de la Constitución.

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