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3. LA SUPRALEGALIDAD MATERIAL DE LA CONSTITUCIÓN Y EL PAPEL DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

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La Constitución, al ser la primera de las fuentes del Derecho y tener una pretensión de vinculatoriedad para todos los Poderes públicos, posee también, como ya he dicho más atrás, una supralegalidad material, es decir, exige que todas las normas jurídicas se ajusten y acomoden a ella.

El control de la vinculación y adecuación a la Constitución de las normas de carácter reglamentario no planteaba ningún problema. Si se parte de la base de que la norma constitucional es, efectivamente, como así sucede, una norma jurídica superior, cualquier Reglamento opuesto a ella es nulo de pleno derecho y esa nulidad podía y puede ser declarada por los Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa cuya competencia se extiende al control de la potestad reglamentaria, según el artículo 1 de la actual Ley Jurisdiccional. Los demás tribunales podían y pueden inaplicar un reglamento que consideren inconstitucional, a tenor del art. 6 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985. Es decir, las relaciones Constitución-Reglamentos se movían y se mueven, desde el momento en que aquélla es una ley, en los mismos parámetros que las relaciones Ley-Reglamento, y sometidas a la misma técnica judicial de control que garantiza la superioridad de la ley (en este caso la Constitución) sobre el Reglamento.

Pero la eficacia de la supralegalidad material de la Constitución respecto de la ley, máxima expresión normativa, necesitaba otra técnica, en la medida en que la ley es inmune al control del juez ordinario. Se necesitaba una técnica que garantizara la supralegalidad de la Constitución; supralegalidad que significa que la ley únicamente adquiere su valor en la medida en que no se oponga a la Constitución.

Hacía falta, pues, un mecanismo al servicio de esa supralegalidad material para que, con el único parámetro de la Constitución, se pudieran controlar las normas legales emanadas del Parlamento, comprobando su adecuación a la norma fundamental. Esa técnica no es otra que el control de la constitucionalidad de las leyes. Proviene, como ya he señalado más atrás, del constitucionalismo americano y se recibe en Europa, fundamentalmente, por medio del gran jurista que fue Hans Kelsen. Su plasmación y expresión más conocida es la Constitución austriaca de 1920, cuyo borrador inicial fue obra del propio Kelsen. La diferencia sustancial respecto al sistema americano es que el control difuso de éste (que comporta confiar a todos los jueces la inaplicación de la ley no adecuada a la Constitución sin perjuicio de los recursos posteriores culminando, en su caso, en la Corte Suprema) es sustituido en el sistema europeo por un control concentrado, esto es, encomendándose a un único Tribunal –el Tribunal Constitucional– la tarea de verificar la adecuación lógica entre la ley y la Constitución.

La función de los Tribunales Constitucionales no es, como claramente se afirma en el texto de la Sentencia del TC de 1981 antes citada, la de decir qué desarrollo legal de la Constitución es conveniente u oportuno, ni siquiera, primariamente, qué desarrollo es constitucional, sino cuál no lo es. Se trata, en muy buena medida, y con excepción quizá de los supuestos en los que el Tribunal dicta Sentencias interpretativas de rechazo, es decir, decisiones que salvan la constitucionalidad de una ley si se interpreta en el sentido que fija el propio Tribunal (y, por eso, se rechaza el recurso); se trata, digo, en muy buena medida, de una especie de legislador negativo. La función del Tribunal Constitucional consiste, justamente, en declarar lo que es incompatible con la Constitución, lo que no cabe en el amplio marco que ésta permite a la hora de concretar las diferentes políticas legislativas.

Esta observación sobre el papel del Tribunal Constitucional, sobre su función de declarar sólo lo que no es constitucional, tiene importancia, porque no siempre ha sido correctamente entendida. De vez en cuando, en efecto, aparecen interpretaciones sesgadas de la jurisprudencia constitucional que pretenden dar a entender que, puesto que el Tribunal ya se ha pronunciado declarando la constitucionalidad de una determinada ley, cualquier otra ley que la derogue o modifique será necesariamente inconstitucional. Y no hay tal. Es perfectamente posible que el TC declare la constitucionalidad de una ley rechazando un recurso contra ella y que, con posterioridad, esa ley sea derogada, modificada, afectada o sustituida por otra con distinta orientación y el TC declare asimismo la plena constitucionalidad de esa segunda ley. Y es que, en efecto, el Tribunal no impone una opción de una vez por todas. Solamente cierra el paso a las que exceden del marco constitucional; un marco amplio en el que caben opciones muy distintas, según ha afirmado con reiteración el propio Tribunal Constitucional.

Se comprende, pues, lo delicado de la tarea de los Tribunales Constitucionales. A ello se ha referido, como acabo de indicar más atrás, el fallecido Prof. F. Rubio Llorente. Destaca este prestigioso autor cómo el legislador actúa libremente en el marco que la Constitución establece. Esa libertad requiere que el enunciado de los preceptos constitucionales sustantivos “permita un haz de interpretaciones diversas. No de interpretaciones ‘jurídicas’, sino de interpretaciones políticas (...)”. Sin embargo, –dirá más adelante– “la sujeción del legislador a la Constitución y la judicialización de tal sujeción tienen como consecuencia, de una parte, que esa libertad, por amplia que se la quiera, haya de tener límites y, de otra, que esos límites no sean otros que los establecidos por el juez a partir de la interpretación ‘jurídica’ de los mismos preceptos constitucionales” (en el Prólogo al libro de E. Alonso García, La interpretación de la Constitución, CEC, 1984).

Un delicado método de análisis que exige explicar y motivar y que tiene como consecuencia inducida, por eso, la frecuente gran extensión de las Sentencias del Tribunal Constitucional.

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