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2. SIGNIFICACIÓN JURÍDICA. EL VALOR NORMATIVO DE LA CONSTITUCIÓN
ОглавлениеA) Desde el punto de vista del Derecho la Constitución es una norma jurídica. No es, pues, sólo un programa, una pauta, un criterio orientativo lleno de buenos deseos, sino una norma jurídica que, como tal, tiene detrás el poder coactivo del Estado y que vincula a los ciudadanos pero también a todos los Poderes del Estado.
La Constitución es, en primer lugar, la norma que regula la estructura, composición y competencias de las instituciones del Estado, la estructura del Poder, en definitiva, y la garantía básica de los derechos fundamentales primarios. Pero es también la primera norma del sistema jurídico, la que define el sistema de fuentes, la fuente de las fuentes, la norma normarum. Y en ese sentido, como cabecera del Ordenamiento, despliega y proyecta su incidencia sobre todas las ramas del Derecho.
La Constitución, en efecto, define y delimita cada uno de los Poderes del Estado. El clásico principio de separación de estos Poderes, implícito en los Títulos Tercero (De las Cortes Generales), Cuarto (Del Gobierno y de la Administración) y Sexto (Del Poder Judicial) de la Constitución de 1978, supone un criterio de despersonalización del Poder, su difusión orgánica y, con ello, la fijación de un sistema de límites y la plasmación formal del viejo anhelo del constitucionalismo americano que desembocará, tiempo más tarde, en la expresión, acuñada en Europa, del Estado de Derecho, es decir, del gobierno de las leyes y no de los hombres.
La separación de poderes no es sólo un principio de división del trabajo sino un criterio que trata de garantizar la inexistencia de poderes absolutos. Al implicar un haz de competencias para cada órgano estatal y la canalización de las decisiones de todos ellos a través de procedimientos previamente tasados y conocidos, su virtualidad última tiene efectos políticos de primer orden.
El carácter limitado del Poder y la previsión de pautas y procedimientos para el ejercicio de las competencias tiene, como digo, múltiples derivaciones y efectos respecto de cada uno de los órganos del Estado. Así, en el caso del Parlamento, más allá del resultado concreto de las votaciones, propicia la publicidad y el debate de las diferentes posturas para la mejor información y conformación de la opinión del ciudadano interesado. En la actividad del Poder Ejecutivo y de la Administración, impone la necesidad de adecuar sus decisiones a la Ley, con sometimiento, en todo caso, al control de los Tribunales y a la crítica pública. En el funcionamiento del Poder Judicial exige la motivación y justificación de los fallos contribuyendo así a la credibilidad de la Justicia y al cumplimiento de su papel de racionalización y moderación de los conflictos.
El Gobierno de las leyes consiste, en fin, en la interdicción de la arbitrariedad (art. 9.3) y en la lucha por el Derecho, utilizando ahora el título de un conocido libro de Rudolf von Ihering, prologado, en su traducción castellana de 1881, por el que fuera Catedrático de Derecho Romano y autor de La Regenta, Leopoldo Alas, “Clarín”. La Constitución, pues, diseña y configura el Estado de Derecho que, en su acepción más clásica, se manifiesta en una triple faceta: la garantía del principio de legalidad (en cuanto que la ley ha de ser la expresión de la voluntad popular emanada de un Parlamento elegido mediante sufragio universal, libre, igual, directo y secreto); el respeto a los derechos fundamentales (solemnemente proclamados y procesalmente protegidos) y el sometimiento pleno de la Administración al Ordenamiento jurídico (y el correlativo control judicial de ese sometimiento).
La idea del Estado de Derecho conecta, pues, con la propia idea y contenido de Constitución, se proyecta, desde luego, sobre todo el Ordenamiento, pero adquiere una especial significación en el ámbito del Derecho Administrativo, del que en una frase bien gráfica se ha dicho (Fritz Werner) que es el Derecho Constitucional “de lo concreto”. Una concepción del Derecho Administrativo que se opone y desmiente la conocida cita de Otto Mayer: “El Derecho Constitucional pasa, el Derecho Administrativo permanece”, porque esa frase parte de la desconexión entre ambas parcelas del Derecho como si el Derecho Administrativo o cualquier otra rama del Ordenamiento no tuviera en la Constitución, en el Derecho Constitucional, por tanto, su fundamento, como yo mismo he tratado de desarrollar, hace años, en otro lugar (en especial, en Revista de Administración Pública, 103, 1984, págs. 464 ss.).
Por eso el Estado de Derecho no significa, como simplistamente a veces se cree, un Estado en el que hay Derecho, un Estado regido por cualquier Derecho, porque es evidente que en toda sociedad mínimamente organizada hay Derecho, esto es, hay reglas de organización y de distribución del trabajo. No. El Estado de Derecho apela a unos contenidos. Los contenidos que, justamente, acaban de mencionarse. En ese sentido, supone y equivale a Estado constitucional. De modo que la Constitución y el Estado de Derecho en que se ha de plasmar significan, en última instancia, y tomando ahora en préstamo el título de un conocido libro del profesor García de Enterría, la lucha contra las inmunidades del Poder; tarea en la que el Derecho Administrativo asume un destacado protagonismo porque, como dice este autor, va a ser el Derecho que reconduzca las grandes palabras, “los temas que estremecen el corazón del hombre, como este, sin duda, del Poder, a su concreta, diaria y artesana aplicación, donde desaparecen su esoterismo y su misterio y se hace patente posiblemente su funcionalismo verdadero”.
Esta conversión de la metafísica en técnica, siguiendo las palabras textuales del propio García de Enterría, es el gran papel del Derecho Público interno del Estado –el Derecho Administrativo–, es decir, un Derecho que en el plano de lo cotidiano sirve de instrumento y de herramienta a las Administraciones Públicas para el cumplimiento de los fines constitucionalmente determinados, pero al mismo tiempo constituye para los ciudadanos un arsenal de técnicas de limitación, de control y de garantía. Un Derecho ambivalente, pues, que ha de ser la auténtica medida del Poder, según dijo Otto Bachof en su discurso rectoral de Tubinga en 1959, publicado después en castellano con el título Jueces y Constitución.
B) La Constitución, pues, como una norma, por más que aspire también a ser una norma social, una norma de uso.
Esta perspectiva no siempre se ha entendido así. Por eso fue tan importante el artículo más atrás mencionado del Profesor García de Enterría, publicado en 1979, cuando aún no había transcurrido un año desde la aprobación de la Constitución. Un artículo que resultó decisivo para la consideración de la Constitución como norma jurídica por lo que en él se decía, por el momento en que se decía y por el lugar en que se decía.
Fundamental por lo que se decía y por el momento en que se decía porque los postulados de dicho artículo han acabado por convertirse en la doctrina canónica acerca del papel y el significado jurídico, es decir, normativo, de la Constitución frente a la tradicional visión de los preceptos constitucionales como meros principios programáticos sin efecto concreto y directo alguno, esto es, frente a la concepción de la Constitución como un simple símbolo.
El artículo de García de Enterría fue un brillantísimo alegato en pro del carácter normativo de la Constitución. Comenzaba aludiendo al significado profundo de la norma fundamental que no es sólo –decía– “la norma que define en un instrumento único o codificado la estructura política superior de un Estado, sino, precisamente, la que lo hace desde unos determinados supuestos y con un determinado contenido”. Esos supuestos y ese contenido son su origen popular y la defensa de los valores implícitos en las declaraciones de derechos fundamentales. Es decir, la idea esencial que desde el siglo XVIII se ha llamado constitucionalismo y a la que antes me he referido también. La idea de la legitimación del poder y de sus límites. Un poder que se legitima por su origen, que proviene del pueblo a través de sus representantes. Pero que tiene límites.
Sobre esa idea de limitación del poder se va a establecer, precisamente, todo el Derecho Público contemporáneo, dirá García de Enterría. Y son esas ideas y esos criterios los que se plasman también en la Constitución española de 1978. Porque la Constitución, como ya he dicho, ordena los poderes, establece sus límites, garantiza los derechos, fija y propone también tendencias y objetivos. En todos esos ámbitos se presenta “como un sistema preceptivo”, esto es, como una norma. Norma que, como sabemos, se postula, además, como la norma primera, como la norma suprema.
De estos dos últimos caracteres surge la supralegalidad formal de la Constitución (es decir, la previsión de mayores requisitos que los de una ley ordinaria a la hora de cambiarla; así, arts. 167 y 168 CE) y, sobre todo, la supralegalidad material, esto es, la preeminencia jerárquica de la norma constitucional sobre todas las demás (con excepción, hoy, del Derecho de la Unión Europea); preeminencia que controla y vigila un órgano específico –el Tribunal Constitucional– encargado de velar por el orden de valores que plasma la Constitución. Hay que recordar ahora, no obstante, que aunque el carácter superior de la Constitución sobre todas las demás normas proviene del constitucionalismo americano, el control de esa preeminencia concentrado en el Tribunal Constitucional es una aportación propia del constitucionalismo europeo. En efecto, el constitucionalismo americano parte de la idea de limitación del poder y su derivación más destacada se plasmó en la Constitución norteamericana de 17 de septiembre de 1787 que la considera el Derecho supremo, lo que llevaría como corolario la posibilidad de que los jueces anulen las leyes contrarias a ella. Es la famosa doctrina de la judicial review que se enuncia en la no menos conocida Sentencia Marbury versus Madison emitida por la Corte Suprema americana en febrero de 1803. En ella (y a propósito del nombramiento de unos jueces por el hasta entonces Presidente Adams que acababa de perder las elecciones de 1800 frente a Thomas Jefferson) la Corte, presidida por el juez John Marshall, decidió que no era competente porque la Ley que le otorgaba la facultad de decidir el caso era inconstitucional al ampliar la competencia del Tribunal más allá de las concretas previsiones que le otorgaba la propia Constitución. Nace así la idea de la posición superior de la Constitución; posición que podrán en adelante controlar todos los jueces (el llamado control difuso) aunque sobre la base y atendiendo al llamado principio stare decisis, esto es, la vinculación de los jueces inferiores al dictamen y decisión de los superiores.
En Europa, por el contrario, funciona un control de constitucionalidad concentrado en un órgano especializado: el Tribunal Constitucional que, bajo la influencia de Hans Kelsen, se plasma en la Constitución austriaca de 1920 y de inmediato en la española de la II República, de 1931. De ahí pasa a las Constituciones italiana y alemana de 1947 y 1949, respectivamente, y con posterioridad a prácticamente todas las demás.
El Tribunal Constitucional, en efecto, conoce de los recursos frente a las Leyes aprobadas por los Parlamentos para verificar su constitucionalidad, esto es, para verificar que se mueven dentro del amplio espacio que la Constitución deja al legislador ordinario. Una tarea que, a poco que se piense, se comprende compleja, delicada y difícil porque tiene que dar respuesta, de alguna manera, a una vieja objeción acerca del papel de los Tribunales Constituciones: de dónde le viene el poder a unos señores no elegidos por el pueblo para enmendarle la plana a los parlamentarios que sí han sido elegidos por el pueblo. La respuesta a esta pregunta (que subyace en algunas de las objeciones históricas a los Tribunales Constitucionales), está en el Derecho, en la argumentación. Por decirlo con las sutiles palabras del Prof. Rubio Llorente, el que fuera Vicepresidente del Tribunal Constitucional: “Todo conflicto constitucional es pura y simplemente el enfrentamiento de dos interpretaciones: la del legislador y la de juez. Aquélla tiene la inmensa autoridad de la representación popular; ésta no puede recabar para sí otra que la que procede del Derecho, es decir, y esto es lo decisivo, de un determinado método de interpretar los preceptos constitucionales”. Al acceder un tema al Tribunal Constitucional no cambia su naturaleza política, pero sí las herramientas desde las que se analiza que son ya, únicamente, las del Derecho, las de la interpretación. Y aunque es verdad que con frecuencia caben diversas interpretaciones (en función de los criterios hermenéuticos habituales que incluyen no sólo la perspectiva lógica y lingüística sino también el punto de vista de la historia, el contexto y la propia sensibilidad del intérprete); aunque es verdad que a veces caben varias interpretaciones, digo, no es menos cierto que la interpretación “jurídica” tiene sus límites que el jurista como tal no puede traspasar.
Pero volvamos al artículo de García de Enterría. La Constitución es una norma; una norma con un valor vinculante, que afecta a todos los poderes públicos y a todos los ciudadanos (art. 9.1). Un valor normativo que se plasma y concreta en algunas consecuencias, empezando por la más obvia: si es una norma jurídica efectiva es por tanto aplicable por sí misma y, a la vez, hace inválidas las normas inferiores que se opongan a ella.
Ese valor normativo, no obstante, se articula de diferentes maneras. Sintetizando nuevamente el contenido del trabajo comentado, cabe señalar, con él, lo siguiente:
a) En primer lugar, si bien toda la Constitución tiene valor normativo no toda ella tiene el mismo alcance. En ciertas materias es de aplicación inmediata y directa; en otras, no. Entre las materias en las que la Constitución es de aplicación directa destaca la de los derechos fundamentales. Unos derechos que el texto constitucional enumera y concreta, estableciendo así un primario estatuto de libertad que sólo puede ser desarrollado por Leyes orgánicas (leyes aprobadas por un amplio respaldo parlamentario puesto que se exige la mayoría absoluta) que, además, han de respetar, en todo caso, lo que la propia norma denomina el contenido esencial de aquéllos.
Hay otras normas constitucionales que no son de aplicación directa; que suponen orientaciones genéricas cuya concreción última depende de las leyes ordinarias. Unas leyes que, dentro del ancho campo que permite la Constitución, dependen, a su vez, como ya he insinuado, de lo que se quiera (la orientación política mayoritaria de cada momento) y de lo que se pueda (los condicionantes económicos). De ahí que sea demagógico –y falso– decir, por ejemplo, que la Constitución no sirve para nada porque los jóvenes no puedan acceder a una vivienda cuando el texto constitucional alude, entre los principios de la política social, a la vivienda. Pero no lo hace, ni podría hacerlo en términos de una aplicabilidad directa, sino como propuestas de tendencia que, aunque vinculantes, se limitan a orientar la práctica legislativa ordinaria.
b) En segundo lugar, el Tribunal Constitucional tiene el monopolio del rechazo de las leyes contrarias a la Constitución. Los tribunales ordinarios están también vinculados a la Constitución, pero no pueden rechazar e inaplicar las leyes. Si al tener que aplicar una Ley llegan a la conclusión de que esa Ley no es constitucional deben suspender el fallo y planteárselo así al Tribunal Constitucional (cuestión de inconstitucionalidad) que será quien decida. Lo que sí pueden hacer los tribunales ordinarios es inaplicar o, en su caso, anular normas reglamentarias y actos administrativos que consideren contrarios a la Constitución. Pero, insisto, no las Leyes. Esa función está reservada al Tribunal Constitucional.
c) Finalmente los tribunales deben interpretar todo el Ordenamiento a la luz de los parámetros constitucionales. Este principio general de interpretación conforme a la Constitución de todo el Ordenamiento jurídico asegura su unidad precisamente en torno al orden de valores constitucionales, esto es, garantiza un sentido uniforme alrededor de lo que Carl Schmitt llamó las “decisiones políticas fundamentales”.
C) El artículo del Profesor García de Enterría que en sus líneas gruesas acabo de sintetizar se convirtió en seguida en un texto de referencia no sólo por lo que decía sino también, como ya he señalado, por el momento en el que se decía (apenas un año después de la entrada en vigor de la Constitución) y por el lugar en el que inicialmente se publicó, el “Anuario de Derecho Civil”, esto es, la revista más destacada del Derecho Civil, la rama considerada más dogmática y clásica del Derecho. No fue por casualidad. Se trataba de rectificar en ese foro y desde el principio la vieja inercia de considerar a las Constituciones como simples catálogos programáticos o moralizantes, sin efectos prácticos; para defender, como he dicho, su valor normativo directo y general.
A partir de entonces, como ya he indicado, ese fundamental estudio ha jugado un papel fundamental en la definitiva y hoy plenamente asumida concepción de la Constitución como una norma jurídica, lo que sin duda produce consecuencias prácticas destacadas. Es, por así decirlo, un postulado comúnmente aceptado, primero por la doctrina y, más tarde, por los jueces y, en general, por todos los profesionales del Derecho; doctrina en la que se han formado desde hace cuarenta años generaciones y generaciones de estudiantes. Un raro supuesto de influencia doctrinal que traspasa las fronteras de la academia para penetrar en todos los intersticios de la vida jurídica y la práctica forense, esto es, en la vida de todo el Derecho en general, no sólo del Derecho Constitucional.