Читать книгу Manual de Derecho Administrativo - Luis Martín Rebollo - Страница 123
3. EPÍLOGO. EL NECESARIO IMPULSO REGENERADOR Y EL RETO EDUCATIVO DE EXPANDIR LOS VALORES CONSTITUCIONALES
Оглавление1. Ha llegado ya el momento de terminar repitiendo una idea reiteradamente expuesta a lo largo de estas páginas: la de que la Constitución no es sólo Derecho, ni es sólo proceso. La Constitución es una norma, sí, pero es también un referente, un símbolo. Aspira a expandir su contenido a todas las oficinas públicas, a los modos de obrar de la Administración, a la práctica cotidiana de la ciudadanía. De ahí la importancia de la educación. De ahí la importancia de la escuela, que trabaja en el largo plazo, para proyectar los valores constitucionales. Lo que importa, en efecto, es rescatar la idea de la expansión de los valores constitucionales. Unos valores que están en el Título I y en el art. 10.1 donde se habla de la dignidad de la persona, de los derechos que le son inherentes, del respeto a la ley y a los derechos de los demás. Esos valores plasman la propia idea de la democracia que, como recordó un gran profesor francés, Jean Rivero, no consiste sólo en un modo de designación del poder que se cumple y culmina con la elección de los gobernantes. Eso sería poco –añadía-si la democracia no fuera también un modo de ejercicio del poder.
Por eso, conviene leer despacio la Constitución, conocerla en profundidad y recordar entonces también que vinimos de un tiempo oscuro que ha costado y cuesta mucho todavía superar.
2. Al inicio de este Capítulo nos preguntábamos qué era una Constitución. Y con esa misma pregunta, cuya respuesta ya conocemos, cabe terminar recordando, no obstante, lo que ahora hace dos siglos decía uno de los considerados “padres” de los estudios sobre la Administración, el ilustrado afrancesado, Javier de Burgos, autor de la división de España en provincias en 1833, porque sus palabras, adecuadamente adaptadas, creo que sirven bien a la hora de alumbrar algunas cuestiones del presente y, entre ellas, las que hacen referencia a la Constitución. Javier de Burgos escribía, en efecto, un retórico alegato en forma de catecismo, muy propio de la época, sobre el Estado y el Poder con cuyo recordatorio quiero terminar este Capítulo porque creo que sigue interesando retenerlo:
–¿Qué es política? –se pregunta –.
–El arte de gobernar el Estado –respondía–.
–¿Qué es gobernar? Proteger los intereses públicos.
–¿Qué se entiende por intereses públicos?
Y aquí Javier de Burgos se contesta a sí mismo con una precisión que merece ser retenida: “Los intereses públicos son los permanentes de todos los súbditos y los eventuales del mayor número”.
Y, ¿cuáles son los intereses permanentes de todos? Y responde: la paz, la seguridad y la libertad, como medios de asegurar la prosperidad (...). En cuanto a los intereses eventuales de la mayoría, inútil será discutir si una medida es favorable o perjudicial porque ahí ya no cabe hablar de todos. Dependerá justamente, como dice J. de Burgos, “del mayor número.”
Me ha parecido que estas palabras de Javier de Burgos conectan con una idea prudente de lo que es gobernar. Pero, sobre todo, y por lo que ahora interesa, conectan con el tema que nos ocupa, la Constitución, donde se plasman los intereses públicos de todos, el común denominador que los aglutina; intereses, principios y postulados que hay que distinguir de los coyunturales “del mayor número” que en cada caso conforman las cambiantes mayorías políticas.
La Constitución plasmaría, pues, lo que Javier de Burgos llama los intereses públicos permanentes, los que se condensan, de alguna forma, en el artículo 10, esto es, la convivencia democrática, el respeto mutuo dentro del natural pluralismo, la garantía de los derechos y las libertades públicas, el progreso social y cultural...
Pero la Constitución no es ninguna panacea para resolver, por sí sola, los problemas sociales, es decir, para atender a lo que el granadino y primer Ministro de Fomento llamaba “los intereses eventuales” cuya solución es parcial y depende de las mayorías coyunturales de cada momento.
Y es que la Constitución, como digo, no es ninguna panacea, no es un remedio milagroso y general para todas las enfermedades sociales. La Constitución no transforma por sí sola la realidad. No mejora de manera directa la calidad de los servicios públicos. No tiene el poder taumatúrgico de solucionar e inventar de la nada un sistema económico más justo y solidario. No crea empleo por el mero hecho de decirlo. La Constitución es una herramienta para todo eso, una herramienta que permite –y en algunos casos, obliga– implementar las políticas concretas que en cada caso crean necesarias las distintas mayorías políticas, respetando, eso sí, los “intereses permanentes”, esto es, los límites que la Constitución impone. La Constitución es sólo un marco cuya virtualidad depende, ciertamente, de los desarrollos normativos que se impongan, pero también, en no escasa medida, de la propia sociedad, de la práctica de los Poderes públicos, del sistema de controles y de otros instrumentos sociales y ciudadanos.
La Constitución, por sí sola, no evita disfunciones o abusos. Pero en la medida en que fija un espejo positivo de lo que debe ser prevé también mecanismos para poder evitar o prevenir los atropellos, las corruptelas y las posibles injusticias. La Constitución no plasma o realiza de una vez por todas un panorama idílico y sin fallas. No arregla, ni resuelve, como digo, los problemas sociales. Trata simplemente de ordenar y prever cauces para su eventual y seguramente siempre parcial remedio. Es un instrumento para la convivencia, una herramienta de racionalidad, un factor de integración social, un proceso abierto, un canal de comunicación, un cauce de debate y de diálogo desde el pluralismo y la diversidad porque diversas y plurales son las opiniones, las ideas y la propia sociedad. Pero ha de ser un instrumento cotidiano. Quizá el peor destino de un texto constitucional consista en sacralizarlo y abandonarlo, reverenciado, en las páginas de los libros de texto y de los repertorios jurisprudenciales.
En suma, la Constitución como norma; la Constitución como práctica. La Constitución como una pieza más, la más importante, sin duda, del entramado que llamamos Ordenamiento jurídico y que, presidido por ella, trata de plasmar, al menos, “los intereses permanentes” de todos, por utilizar de nuevo la terminología de Javier de Burgos. Unos intereses –decía el ilustrado granadino– para asegurar la libertad y la prosperidad cuya realización la Constitución encomienda a los Poderes públicos. Así lo expresa, a medio camino entre la utopía y la realidad, el art. 9.2 del texto constitucional de 1978: “Corresponde a los Poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad (...) sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.
Promover, remover y facilitar son verbos de acción. Y son también algunas de las tareas propuestas a la actividad de los Poderes públicos por una norma aplicable y vigente, la Constitución, pero que, además, es también una bella utopía colectiva que genera preguntas muchas aun sin respuesta. ¿Sin respuesta? Con el poeta y dramaturgo alemán, Bertold Brecht, importa recordar sus propios versos: Quien pregunta merece una respuesta. Parémonos aquí.