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III. Sobre la discrecionalidad del tribunal arbitral para organizar las deliberaciones
ОглавлениеEs evidente que cada arbitraje es distinto y diferente a cualquier otro, teniendo sus propios y peculiares modos de llevanza, derivados de la distinta configuración del propio tribunal y de la distinta personalidad de sus integrantes, designados para ese concreto caso, así como de la peculiar naturaleza de la controversia, y, también y sobremanera, de los legítimos intereses de las partes, cuya voluntad, dado el origen contractual del arbitraje, es un factor importante en la configuración de cada arbitraje, haciendo de cada uno de ellos un mundo diferenciado y exclusivo, que exige y requiere un tratamiento particular y personalizado.
El encargo que recibe el tribunal se concreta en la decisión sobre la controversia puntual que se somete a su consideración. Cerrada la instrucción del procedimiento, el tribunal debe rendir el correspondiente laudo definitivo. Hasta ese momento las distintas fases y trámites del arbitraje se han desarrollado con sujeción a lo acordado por las partes y el tribunal en el acta de misión, en la que se han establecido las normas de actuaciones en cada uno de sus trámites, así como los plazos, incluso los días exactos, en que las mismas debían desarrollarse, en una comunicación fluida y transparente entre las partes, a través de sus direcciones letradas, y el tribunal (y la propia Corte arbitral).
Pero cerrada la instrucción, dicha comunicación cesa y corresponde, única y exclusivamente al tribunal, rendir el correspondiente laudo mediante el correspondiente proceso de reflexión que dé respuesta, estimándolas o desestimándolas en todo o en parte, a todas y cada una de las pretensiones de las partes litigantes. Dicho proceso de reflexión y de intercambio de opiniones y criterios (en suma, la deliberación) no está sujeto, ya lo hemos visto, a regla o norma alguna preestablecida, ya que será el tribunal arbitral el que, a la vista de las circunstancias concurrentes, establezca sus propias normas de organización y funcionamiento, normas en las que deberá tenerse en cuenta las circunstancias personales y profesionales de los propios árbitros, así como su disponibilidad, lo que necesariamente implicará la necesidad de establecer un cronograma de reuniones, así como el modo y forma en el que dichas reuniones se lleven a cabo.
Mientras que en los tribunales de justicia, caracterizados por su permanencia y estabilidad (ya que conocerán y resolverán los litigios que por aplicación de las normas sobre competencia les correspondan), existen normas y prácticas que marcan el modo y forma de actuar y deliberar, normalmente de manera presencial, en los tribunales arbitrales, constituidos para resolver una controversia específica, tales normas no existen ni están preestablecidas. Son los árbitros integrantes del tribunal para un supuesto concreto, que tal vez nunca más vuelvan a coincidir en su labor arbitral, los que, a la vista de cada caso, deberán establecer, de común acuerdo, el modo de comunicarse y de reunirse, incluso de repartir las tareas que cada cual asuma, y, por supuesto, el modo y forma de deliberar para alcanzar el objeto de su encomienda, que no es otro que la rendición del laudo final.
Cuestiones estas no siempre fáciles de establecer y, en su caso, de coordinar, sobre todo en el arbitraje internacional, cuando los árbitros integrantes del tribunal arbitral pertenecen a países con culturas jurídicas diferentes, residen en países distintos con importantes diferencias horarias y, además, el arbitraje es gestionado y administrado por una determinada institución arbitral, con un reglamento y una forma de actuar concreta y determinada, que obliga a los árbitros a acomodar su actuación a dichas normas, así como a adecuar y coordinar, haciéndolas compatibles, sus respectivas “agendas”, labor en muchas ocasiones nada sencilla, dada la gran actividad de los árbitros.
Por eso, es recomendable que, para la elección del presidente del tribunal arbitral, los árbitros designados por las partes tengan en cuenta todas las circunstancias que deben concurrir en el árbitro a designar para que el nombramiento recaiga en quien reúna los requisitos y condiciones que faciliten la llevanza “armónica” del arbitraje.4 En efecto, la elección de quién presida el tribunal arbitral es, a mi juicio, esencial para constituir un tribunal que garantice una tramitación del arbitraje correcta y adecuada, ágil y basada en el recto y leal proceder de los integrantes del tribunal arbitral, cuyo único quehacer estará encaminado a rendir un laudo conforme a Derecho (o a la Equidad), en cuya elaboración solo haya estado presente la profesionalidad y neutralidad de los árbitros y el afán de dedicar a su elaboración el tiempo necesario (disponibilidad) para un estudio profundo y sosegado de la controversia y de las legítimas posiciones de los demás árbitros.
La elección del árbitro-presidente será determinante para el buen fin del arbitraje. A partir de su designación, este, de acuerdo con los otros dos árbitros, deberá marcar, con intervención de los letrados, el modo y el cuándo de las distintas actuaciones y trámites del procedimiento, reflejándolos en el Acta de Misión, que será sometida a aprobación de la Corte arbitral encargada de la administración del arbitraje. En el modo de llevanza de esos trámites, principalmente las audiencias de prueba tendrán una importante intervención las partes litigantes, a través de sus respectivos letrados. El Acta De Misión contendrá, con el suficiente detalle, la referencia a los distintos trámites, a la fecha en que los mismos deberán llevarse a cabo y al modo de cumplimentarlos, debiendo descender hasta el más mínimo detalle (fijando incluso el tiempo de declaración de cada uno de los testigos y peritos y de su orden de intervención, así como si las conclusiones serán orales o escritas, o de ambas maneras) al objeto de que el procedimiento se desarrolle del modo y en los plazos previstos. También, el tribunal arbitral, de acuerdo con las direcciones letradas de las partes, deberá fijar la fecha de rendición del laudo y sus posibles prórrogas.
Sin embargo, evacuados los respectivos escritos de conclusiones, será el tribunal, y solo el tribunal, sin ningún tipo de contacto con las partes, ni por supuesto con sus letrados, el que, a partir de ese momento, deberá establecer o, en su caso, cumplimentar las normas de actuación que el propio tribunal haya establecido o establezca para regular la actuación de sus integrantes hasta el momento de rendir el laudo final. Hasta el trámite de conclusiones, y a la vista de la actitud y comportamiento de cada uno de los árbitros integrantes del tribunal, los árbitros habrán podido percibir el modo y forma de comportarse el resto de sus compañeros de tribunal, lo que facilitará o dificultará el modo y forma de intercambiar sus criterios y posiciones, tanto sobre las deliberaciones, como sobre el pronunciamiento final de la controversia.
Pero, en cualquier caso, es el propio tribunal arbitral el que, ya lo hemos indicado, a la vista de las circunstancias concurrentes en cada caso tiene plena libertad para organizar su “modus operandi” de la manera que estime más adecuada, teniendo en cuenta el plazo para dictar el laudo, la disponibilidad de los distintos árbitros, para adecuar sus respectivas agendas y la dificultad de la cuestión o cuestiones a resolver, todo ello a la vista de las pretensiones de las partes, de los razonamientos de sus respectivos escritos y de las pruebas aportadas por cada una de ellas.
A la vista de tales circunstancias, los árbitros integrantes del tribunal arbitral colegiado, en base al cronograma previsto, o, en su defecto, teniendo en cuenta las peculiaridades del caso y la personalidad y disponibilidad de sus integrantes, deberán organizar el modo y forma de comunicarse y de intercambiar sus opiniones y posiciones con el fin de rendir el laudo. Las alternativas son diversas y variadas, de ahí la ausencia de normas preestablecidas. En cuanto a la redacción del primer borrador de lo que, posteriormente, será el texto definitivo, cabe la posibilidad de designar un único ponente, normalmente el presidente, que en el plazo establecido (es recomendable la fijación de plazos para cada actuación) remitirá un texto a los demás árbitros, para que estos, también en un plazo concreto, presenten sus iniciativas, propuestas o sugerencias.
No es infrecuente, antes al contrario, que se distribuya entre los tres árbitros la redacción del texto inicial, asumiendo cada uno una parte del mismo, para después intercambiarse sus respectivos textos y sugerencias. A su vez, el intercambio de textos y opiniones puede hacerse solo por comunicación escrita, o bien por posteriores conversaciones inmediatas a la remisión de los respectivos textos. Estas conversaciones pueden ser presenciales o telemáticas. Pueden hacerse, es lo aconsejable, estando comunicados simultáneamente los tres árbitros, o en conversaciones bilaterales mantenidas por el presidente, pero siempre informando, previa y posteriormente, al otro árbitro, con el fin de que todos los árbitros hayan podido conocer y participar en la misma medida en la elaboración del texto definitivo. Pero cualquiera que sea el modo y el sistema elegido, es exigible que, tanto el procedimiento arbitral, como el laudo, sean el resultado del acuerdo y de la libre participación de los tres árbitros en régimen de igualdad, sin que ello suponga, como más adelante, analizamos, que sea necesaria la unanimidad de los mismos.