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IV. LAS LEYES SANITARIAS

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Desde hace tiempo los administrativistas están denunciando la falta de adecuación de nuestras “leyes sanitarias” al objeto de la regulación16. Obviamente, y como suele suceder en nuestro país y dado que las propuestas eran razonables, ningún caso les ha sido hecho “porque no se veía venir ningún problema importante”. Pero es, precisamente, la emergencia sanitaria la necesitada de más profunda revisión17.

En efecto, CIERCO SIEIRA3518 decía con mucho acierto hace ya quince años: “[L]a irrupción en los últimos años de una serie prolongada de alarmas sanitarias que han puesto en jaque todos los sistemas estatales e internacionales de vigilancia sanitaria, así como los mecanismos de prevención y lucha frente a los riesgos de salud de carácter global. Episodios como la crisis de las ‘vacas locas’ (1996), la ‘neumonía asiática’ (2002) o la ‘gripe del pollo’ (2003) han mantenido en vilo a medio mundo y, entre otras muchas repercusiones, han puesto de manifiesto la necesidad de reforzar las estructuras de defensa sanitaria ante los problemas de salud colectiva. Lógicamente, esta situación también ha generado en la sociedad una honda preocupación por la seguridad en temas de salud colectiva”; en el mismo sentido también apuntó SALAMERO TEIXIDÓ19: “En especial, resulta preocupante la posible ocurrencia de epidemias. Los expertos coinciden al señalar que una de las principales amenazas para la salud pública global son las epidemias derivadas de la propagación de enfermedades contagiosas –ya sean enfermedades contagiosas establecidas y conocidas que no se han podido erradicar (VIH/SIDA; tuberculosis; malaria, la rubeola o el sarampión, etc.), enfermedades contagiosas que se creían erradicadas pero que reemergen (difteria, etc.), o enfermedades nuevas (como el MERS, el SARS) o propagadas voluntariamente por el hombre (bioterrorismo)– capaces de traspasar fronteras cómoda y rápidamente convirtiéndose en pandemias”20.

Evidentemente nadie hizo caso a CIERCO SIEIRA ni a SALAMERO TEIXIDÓ, ni a otros; al contrario, tal y como ya se ha puesto de manifiesto, lo que se llevó a efecto fue –con escasas excepciones como el País Vasco– un debilitamiento de las estructuras sanitarias públicas, y una nada de ordenación legislativa, ni de suficiente preparación de las alertas: se vivía, a pesar de las advertencias, la seguridad del idiota.

Los autores citados pusieron, también, de relieve la urgente necesidad de reforzar y concretar las medidas de intervención de la Administración en el ámbito de los ciudadanos por razones sanitarias, y elevar significativamente su estándar de garantías; se tratan, éstas, de “técnicas”21 radicalmente interventoras en los derechos fundamentales de los ciudadanos, que se pueden llegar a adoptar con una limitación o suspensión de estos y sin apenas procedimiento (que, por otra parte, tampoco se encuentra suficientemente precisado en lo que importa a su andamiaje judicial), precisamente por su carácter excepcional, de necesidad22.

Pero más allá de otros problemas que presenta la legislación sanitaria para enfrentarse adecuadamente a emergencias como la que estamos sufriendo en el momento de escribir estas líneas, hay que hacer referencia al que se ha constituido en uno de los esenciales en el caso de la presente pandemia: a qué personas es posible aplicar las medidas ablatorias recogidas en la legislación sanitaria. Ello viene a cuento de las exigencias que plantea esta peste para poder ser combatida adecuadamente, lo que se traduce –entre otras cosas– en la necesidad de tomar medidas con las personas sanas y no sólo con los contagiados y su entorno inmediato; y al mismo tiempo la necesidad de revisar el catálogo de restricciones que están previstas en la legislación.

Pues bien, algo ha quedado claro en esta crisis de salud pública: las medidas acogidas en la legislación sanitaria sólo pueden ser aplicadas en relación a la población contagiada y su entorno, no a los ciudadanos, o a sectores de estos, en general. Así se deduce inmediatamente de lo previsto en el artículo Segundo de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública:

“Las autoridades sanitarias competentes podrán adoptar medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas o por las condiciones sanitarias en que se desarrolle una actividad”.

y en el Tercero:

“Con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”.

Que la interpretación de estos preceptos es como se ha indicado, se ha puesto también de manifiesto por la Jurisprudencia, y entre las distintas resoluciones que han abordado la cuestión valga citar el Auto del Tribunal Superior de Justicia de Aragón, Sala de lo Contencioso-administrativo, de 10 de octubre de 2020, que denegó autorización de confinamiento general de los habitantes del municipio de la Almunia de Doña Godina:

“Habla [el artículo 3 de la LO 3/1986]… de la posibilidad de adopción de medidas preventivas generales, habla de medidas de control de enfermos y personas relacionadas con los mismos, y las precisas en caso de riesgo de carácter transmisible, sin que, de manera específica, como debiera, se haga referencia, tras aludir a medidas siempre relacionadas con personas concretas y determinadas, identificadas e identificables –enfermos y personas relacionadas con los mismos–, a medidas que impliquen privación a gran escala de la libertad deambulatoria de un grupo indiferenciado de personas, y mucho menos de una población entera. En definitiva, la cuarentena de grupos indiferenciados, no identificados de población, que es de lo que se trata, no está específicamente regulada por nuestro Ordenamiento, fuera de un supuesto de crisis sanitaria, merecedora de la aplicación del denominado derecho de excepción en alguna de sus formas.

El artículo 3 se está refiriendo siempre, como no puede ser de otro modo dado que nos encontramos ante un derecho fundamental por definición de titularidad individual y no colectiva, a personas concretas y determinadas, que presentan una clara relación o asociación con el agente causante de la intervención administrativa, esto es, la enfermedad. Se habla de enfermos y personas que se han relacionado con ellos. La cláusula abierta final, no salva el vacío existente cuando se pretende la restricción –intensísima debe decirse una vez más– que se impone a cualquier persona, no identificable sino por su sola pertenencia al término municipal en el que la incidencia de la enfermedad es mayor. La medida que se adopta se refiere a personas que viven en el mismo municipio, pero de las que se desconoce todo otro dato o relación con la enfermedad, las cuales son obligadas, a prevención, a someterse a determinadas condiciones de ejercicio –o de no ejercicio– de un derecho fundamental como es el comprometido ahora, en aras del cumplimiento de un deber de las Administraciones que es velar por nuestra salud”.

En fin, a partir de aquí la conclusión no puede ser más desoladora: ni la declaración de estado de alarma es suficiente para suspender derechos constitucionales, ni es jurídicamente conforme a Derecho sancionar por desobediencia la mera conculcación del confinamiento, ni las leyes sanitarias proporcionan cobertura a las necesidades derivadas de la pandemia producida por el COVID-19.

Contra la política criminal de tolerancia cero

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