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Democracia y violencia institucional en Argentina: la persistencia de la tortura
ОглавлениеGabriel Ignacio Anitua
Profesor adjunto regular Derecho Penal y Criminología en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires
Profesor titular de cátedra de Derecho Penal y Política Criminal en la Universidad Nacional de José C. Paz
1. Van estas líneas en homenaje al querido profesor y amigo Ignacio Muñagorri. Son innumerables los recuerdos y enseñanzas desde que tuve feliz contacto con él: a través de la brillante e indispensable traducción de la “Introduzione a la Criminología”1 como referencia a su nombre, y ya en forma personal cuando obtuve una beca para realizar el programa de Doctorado en Donosti en el año 19972.
Tengo la sensación de que, desde entonces, ese discipulazgo que se convirtió en amistad se nutrió de conversaciones, algunos en apariencia banales pero que siempre giran sobre lo mismo: sobre el dolor y lo intolerable de su presencia en la vida cotidiana. De entre esos dolores, aquellos que constituyen el objeto de estudio y trabajo en el sistema penal son los más recurrentemente sentidos y discutidos.
La misma lógica punitiva, el derecho penal que la regula, tiene una implícita aceptación del dolor infringido voluntariamente. Pero es en el caso de la violencia institucional, los malos tratos y otros abusos cometidos por las instancias de aplicación del mismo sistema penal, en el que se produce una paradoja, una “delgada” línea divisora entre lo que es castigo y lo que es delito. Un fenómeno que al confundirse en su materialización provoca no solamente paradojales reflexiones, sino una gran desazón.
Es esa sensación de desagrado frente al abuso y la violencia la que ronda en nuestras discusiones y en las mejores enseñanzas de Ignacio. Que se complementan con la única actitud posible frente a la ocurrencia de esa violencia institucional, que es el rechazo. Asimismo acompañado de la sensación de intolerancia frente a una violencia que tiene en la tortura su máxima demostración de violencia, que en definitiva siempre es injustificable.
Un punto de partida de cualquier explicación debe asumir que la tortura forma parte de los sistemas punitivos y en tal sentido sigue las políticas de formas de Estado que en su legitimación tiene unos puntos de partida en las que esa misma tortura constituyen los atentados más severos contra la libertad. Y de ahí la negación de la legitimidad del Estado en el que se practican estructuralmente.
Esa línea (fina) también lo es de continuidad. Tanto por su oposición, como por su consecuente continuación.
Como dice Ferrajoli en su última obra total, “Las violaciones de los derechos de la libertad son de dos tipos, en apariencia opuestos, pero en realidad contiguos: a) los crímenes contra la humanidad, en gran parte impunes; b) los tratamientos punitivos, que en muchos ordenamientos, incluidos los de algunas democracias avanzadas, se manifiestan en formas extremas de terrorismo penal”3.
De esta última cuestión, su manifestación más terrible y vergonzosa es la tortura. Es también la manifestación más intolerable en una democracia, precisamente por ser característica obvia de las dictaduras.
2. Es por ello que las reflexiones sobre la ocurrencia de la tortura son especialmente importantes en los períodos de paso de formas dictatoriales, en las que es práctica consustancial, a las formas democráticas, en las que es una práctica intolerable.
Ello se verificó históricamente desde las luchas de principios del siglo XIX para implementar gobiernos liberales (con los ideales de la Ilustración) hasta las concreciones de las democracias de fin del siglo XX: las posteriores a los nazifascismos derrotados en la II Guerra Mundial (Alemania, Italia, Francia), las de las caducadas dictaduras del mismo tenor y del sur de Europa en los setenta (Portugal, Grecia y España), y las de América Latina en los años ochenta.
En esos procesos, y más allá de las estrictas reformas sobre los sistemas penales y procesales penales, Ignacio Muñagorri se destacaba entre los que advertían sobre la limitada efectividad de las mismas si no se acompañaba de reformas estructurales y culturales sobre las instituciones a las que pertenecen los posibles perpetradores, que son las mismas que deben actuar las leyes penales: policías, jueces y penitenciarios.
Es así que reformar esos cuerpos, apartarlos de las prácticas de la dictadura, eran esenciales. En un muy importante artículo insisten la necesidad de la democratización, la rendición de cuentas y la formación en derechos humanos de las fuerzas policiales. Decía Ignacio que “una base de conocimiento nuclear y soporte rector del actuar policial, que entiendo prioritario, y sustentado en los derechos fundamentales de los ciudadanos, que trazarán las líneas del rigor necesario para los modelos operativos. Entre estos derechos… el fundamental a la presunción de inocencia, al que se pueden añadir, el de la libertad y seguridad personal, la prohibición de los malos tratos o la libertad de expresión entre otros, con base en la dignidad de las personas entendiendo al ser humano como finalidad en sí misma y no como mero instrumento”4.
Es precisamente sobre esas prácticas, sobre esos factores estructurales y culturales, sobre los que se ha insistido legislativa y gubernamentalmente, pero más bien poco.
Y es por ello que debe considerarse el caso argentino como especialmente grave pues, a diferencia de los otros mencionados más arriba, fue precisamente en Argentina donde se incorporaron más documentos legales y donde la sociedad y la democracia misma, con más claridad, se opuso a las políticas de olvido (“mirar para adelante” se decía en esos países, pero es lo mismo) y forjó su democracia como lo opuesto a la práctica dictatorial que se asoció a los peores delitos, y entre ellos particularmente el de las torturas.
3. A pesar de ello, la tortura forma parte estructural del sistema penal argentino. No es casual que se relacione su ocurrencia con una genealogía de la misma que, si bien remite a las épocas de la colonia, también tiene una matriz acuñada en los 200 años que siguen a su abolición formal por la Asamblea del año 1813 y, en particular, como ya he dicho, por el Estado genocida de la última dictadura, que tras su finalización provoca la serie de reformas que se mencionaran5.
De la existencia de la práctica de la tortura en la Argentina del presente dan cuenta, de manera categórica, diversos informes de instituciones estatales y de organismos de derechos humanos, dados a conocer en los últimos años en el país6.
Tales informes son importantes precisamente porque exponen esa realidad de la tortura y los malos tratos en nuestro país. Son, aunque aún en forma embrionaria, una posibilidad de dar cuenta, de echar luz, a través de información pública, registros o bases de datos, sobre una realidad que se mantiene en la impunidad principalmente por el secreto que la rodea.
Sin embargo, y por el momento, tales avances no han tenido un necesario correlato en la actuación de jueces y fiscales, que de manera estructural y sistemática banalizan las de por sí pocas denuncias por estos hechos. Estos funcionarios públicos no denuncian por sí mismos ante la sospecha (evidente para cualquiera que se acerque a cárceles o comisarias) de este tipo de delitos, no canalizan los reclamos hacia esa posibilidad, no investigan o procesan adecuadamente los indicios en ese sentido. Y, finalmente, muestran gran benevolencia para con los presuntos autores –por ejemplo, calificando por defecto cualquier denuncia como “apremios ilegales” en vez de “torturas”– y, en fin, no dictando, o haciéndolo en escasas oportunidades, el procesamiento y el juzgamiento de los responsables de esta grave forma de criminalidad estatal. Estas deficiencias no han sido ajenas a los señalamientos de los organismos locales e internacionales a los que nos referíamos antes, muy a pesar de lo cual hasta el momento no se han producido verdaderos cambios en ese sentido.
El dato no es menor, pues como surge expresamente de algunos de estos informes sobre la situación argentina, esa impunidad es el factor criminógeno más importante de la propia tortura7.
Como dice también Ferrajoli “El principal factor de estas atrocidades proviene de su impunidad, que es la otra cara de la inefectividad de los derechos humanos y del estado de derecho en el ordenamiento internacional”8.
Por ahora, solo nos interesa señalar que dichas condiciones de posibilidad de la impunidad de estos delitos forman parte de un sistema que mantiene a la tortura como una práctica consustancial de nuestro poder punitivo.
4. La tortura es un delito para la legislación argentina. Constituye delito, y uno muy grave. Es de hecho, y desde la misma época en que se asumió el carácter de delito internacional, esto es, un delito de Estado, el delito penado más severamente por la ley.
En efecto, la ley 23.097, que modifica el tipo penal del derecho interno anteriormente, y con una pena sensiblemente menor (descripto por reforma de la ley 14.616), entró a regir el 7 de noviembre de 1984. Esto es, recién al comienzo del período democrático que aún perdura. Tuvo en cuenta el legislador, entonces, tanto la adecuación a los compromisos internacionales, como la experiencia de la práctica sistemática de la tortura durante el último proceso militar9. No es casual que el autor del delito de tortura sea equiparado, por la amenaza de pena, allí, al autor del delito de homicidio: esa era la escala más severa con que contaba el derecho penal argentino en 1984.
El artículo 144, párrafo tercero del Código penal argentino, ahora prescribe que “Será reprimido con reclusión o prisión de ocho a veinticinco años e inhabilitación absoluta y perpetua el funcionario público que impusiere a personas, legítima o ilegítimamente privadas de su libertad, cualquier clase de tortura. Es indiferente que la víctima se encuentre jurídicamente a cargo del funcionario, bastando que éste tenga sobre aquella un poder de hecho. Igual pena se impondrá a los particulares que ejecutaren los hechos descriptos”.
No es nuestra intención en este artículo analizar dogmáticamente esta herramienta legal. Para ello, es muy recomendable acudir a la tesis doctoral de Daniel Rafecas, que aclara lo que es el delito de tortura, como se define internacionalmente y en nuestra legislación, y justifica que esa penalización y la forma en que está hecha se encuentra avalada por el programa garantista10.
Afirma Rafecas que en la Argentina tenemos una buena herramienta legal para prevenir el delito de tortura. La misma se corresponde con el programa garantista, y fue sobremanera desarrollada en los últimos años, en respuesta a los estándares exigidos por la comunidad jurídica internacional y con el proceso histórico de desvalorización y rechazo a las prácticas violatorias de derecho humanos en nuestro país. Ahora bien, si, desde el fin de la última dictadura tenemos, en el plano normativo, una correcta herramienta político-criminal contra la tortura, no puede menos que verse con desasosiego la persistencia de prácticas que respondería a esa figura, al igual que una muy preocupante impunidad.
En efecto, el problema con respecto a este tipo de delitos vinculados con el poder es y será el mismo, la aplicación práctica de dicha norma. Al tratarse de delitos cometidos generalmente por personal de las fuerzas de seguridad, en establecimientos de dichas fuerzas, y con múltiples ocultamientos y secretos, la impunidad, es decir, la no aplicación de la norma, se convierte en regla.
El carácter federal de la República Argentina hace que no exista un sistema penitenciario único en todo el país, ni tampoco solo una sino diversas instituciones policiales. Esta circunstancia conspira (aunque es sin duda el menor de los obstáculos) para que sea difícil contar con cifras de torturas y malos tratos unificadas, disponiéndose en general de estadísticas diferenciadas para el sistema federal y para aquellas provincias de las que se cuenta con datos11.
Tales estudios no constituyen un mapa acabado de la tortura en tales ámbitos, pues, más allá de la presumible sobrerrepresentación de la “cifra negra” en estos casos, también existen situaciones de tortura y tratos inhumanos que ocurren en otros lugares de privación de libertad bajo el poder público, como institutos de menores o neuropsiquiátricos. Además, muchos abusos de poder se dan durante la actuación de agentes estatales en la vía pública, por ejemplo, cuando las fuerzas de seguridad practican detenciones o llevan adelante allanamientos, o incluso en actuaciones de prevención de las que no quedan registros.
A pesar de los alarmantes números que hablan de una práctica sistemática de la tortura y los tratos crueles, inhumanos y degradantes en nuestro país, ni jueces ni fiscales parecen haber tomado real dimensión del problema, cuestión que resulta patente si observamos la casi absoluta ausencia de condenas por torturas, vejaciones o apremios ilegales.
Sabido es que la mayoría de los delitos poseen una cifra negra muy elevada, o sea que del universo de hechos ocurridos apenas unos pocos son conocidos por el sistema de justicia penal. Pues bien, en el caso de las torturas y los malos esa cifra es aún mucho mayor, sobremanera en la comparación con la llamada “cifra blanca”, esto es, la casi ausencia de condenas. Este fenómeno ocurre en figuras que están derogadas en los hechos, por motivos bien distintos pero que hablan más bien del error al tipificar tales conductas (por no deber quedar comprendidas en el control peal estatal, como en el aborto o en la violación a la propiedad intelectual, o por ser mejores otras intervenciones, como en los delitos tributarios). Pero este no es el caso de la figura que analizamos, que es especialmente grave y no se nos ocurre otro tipo de intervención. Especialmente si tenemos en cuenta la especial vulnerabilidad de quienes son víctimas de estos delitos, la habitual omisión de denunciar por el temor a las represalias por parte de los autores que seguirán teniendo un poder de hecho sobre las víctimas, e incluso la mayor tolerancia frente a la violencia institucional, tanto social cuanto del propio victimizado, que en muchas ocasiones termina por naturalizar el maltrato, al que percibe como parte del castigo que se le ha impuesto.
Según información relevada por el Registro Nacional de Reincidencia y Estadística Criminal, de las casi 34 mil condenas dictadas en todo el territorio argentino en 2004, tan solo 44 se refirieron a los delitos de apremios ilegales, vejaciones, severidades y torturas, es decir, apenas el 0,12%12.
De esta manera, la situación de impunidad en este tipo de criminalidad no se debe tan solo a la existencia de muy pocas denuncias, sino que aquellos casos que sí son puestos en conocimiento de la justicia penal no progresan y muy rara vez culminan en condenas. Por ejemplo, en la justicia federal y ordinaria de la Ciudad de Buenos Aires, más la justicia federal del interior del país, solamente una de cuatrocientas denuncias relacionadas con estos delitos termina en condena. Según el informe 2008 del Ministerio Público Fiscal, el porcentaje de sentencias condenatorias oscila alrededor del 0,25% del total de denuncias ingresadas al sistema penal formal por estos hechos.
La sistematicidad de la práctica de la tortura y los malos tratos en nuestro país, así como su elevadísima cifra negra y la impunidad de los hechos que son sometidos a la justicia, son circunstancias que han trascendido el ámbito interno y que han sido objeto de diversas observaciones dirigidas a la Argentina por parte de algunos organismos internacionales de derechos humanos en los últimos años.
5. Esa persistencia de la práctica sistemática de la tortura en nuestro sistema penal, nos lleva, como penalistas, pero antes como ciudadanos (como amigos que nos dolemos de lo que pasa a nuestro alrededor), a demostrar una enorme perplejidad, pues no solamente han pasado doscientos años de su abolición formal en Argentina, sino que pervive esa práctica, incluso, llegados los casi cuarenta años de vigencia de un sistema democrático, que la haría incongruente e incluso intolerable.
La perplejidad se produce quizás más en quienes estamos formados en disciplinas jurídicas y políticas, ya que estos saberes comparten la convicción sobre ciertos valores supremos (la libertad, la igualdad, el pluralismo, la tolerancia, la vida) que están, al menos, en una aspiración común. Y, en la constatación de legitimación histórica de la progresiva conformación del Estado de Derecho como modelo jurídico-político impuesto o logrado.
Este modelo, traducido al ámbito penal garantista que compartimos con Ignacio, y que en su forma más brillante y clara ha sido descripto en sus alcances teóricos por Luigi Ferrajoli13, ha intentado imponer un derecho penal y un derecho procesal penal, que en la protección de ciertos bienes jurídicos (en especial la vida, la libertad y la integridad corporal, pero también la propiedad, etc.) no produjese mayores daños a esos mismos derechos, tanto de las víctimas como de los infractores.
Es en este marco que se produce aquella terrible perplejidad respecto al fenómeno de la tortura. No solamente por su persistencia en contra de un tal modelo teórico, y en una democracia consolidada. Sino también porque en el modelo histórico que lo recibe se produce la paradoja de ser, a la vez, el delito más severamente penado y también una consabida práctica sistemática del mismo poder penal de la democracia.
Cuando se dice sistemática o estructural, se quiere indicar, además, que dicha práctica es parte ontológica, genética mejor dicho, de la práctica del poder penal. Incluso de la misma organización jurídica de ese poder penal.
6. Derecho penal y poder punitivo pueden ser distinguidos teóricamente. Pero históricamente se han producido a la vez, y en estrecha relación de necesidad. Es por ello que la paradoja en cuestión refiere a la misma aporía del derecho penal, que tiene, al menos, esas dos caras. La que limita y la que legitima a la violencia. Y cabe recordar el peso histórico de la violencia para la conformación del Estado, del Estado de derecho, y en particular en sus aspectos jurídico-penales, que son los que específicamente se relacionan con la violencia, prohibida o justificada.
Sobre todo me refiero especialmente a esa paradoja de origen del derecho penal ya que dentro de esa violencia, que es el alma del castigo, tuvo un lugar privilegiado la misma tortura, que en los momentos de aparición del Estado aparecía justificada en sus leyes y discursos doctrinarios.
Zaffaroni ha insistido en recordarnos el origen que nuestros sistemas penales reconocen en la Inquisición, y en el señalamiento de herejes, judíos, homosexuales y mujeres como el otro diabólico que hay que eliminar para preservar a la sociedad14.
La existencia de esos “enemigos” permitió la organización de prácticas que dieron nacimiento a los sistemas penales en que comenzaron a ser usuales las torturas, tormentos y penas crueles como consecuencia del monopolio de arbitrariedad jerarquizante de burocracias de Estado.
Tormenta iuris permisssione (como nos recuerda la brillante tesis de Sabadell15) era el lema de los prácticos y juristas que en aquellos inicios de la modernidad penal hacían de la práctica de la tortura una legítima metodología penal y procesal.
Las misiones fundamentales de la tortura eran la averiguación de la verdad y la purificación de los pecados con la aplicación del tormento, que se extendió finalmente al espectáculo de la muerte dolorosa como pena, que también tendría funciones de control terroríficamente disciplinante.
Esa doble finalidad de la tortura, penal y procesal, sigue siendo una constante en la pervivencia de estos hechos que se presentan como un modo de actuar inherente a los modos represivos del Estado.
Como se observa, la ley penal y los teóricos que utilizaban el discurso jurídico iban a legitimar esas prácticas.
Pero lo curioso del caso es que puede verse, desde este primer momento, un intento de limitar su aplicación por parte del mismo pensamiento que le daba su justificación última. La aporía de la tortura deviene así una herencia del derecho y sus dos caras.
7. Se reconocen en derecho, y particularmente en el derecho penal, dos modelos que desde siempre han estado en tensión. Por un lado, el derecho como “organizador” del poder, el que se identifica con el Estado. Y por el otro, el derecho como límite a ese poder, como resistencia a la expansión constitutiva del poder. Creo que es este último modelo el que puede identificarse con el discurso jurídico fundante de la Ilustración, que con claridad rechaza a la tortura (como en los acontecimientos argentinos de hace 200 años: Independencia, liberalismo, fin de la tortura como práctica legal).
En esa oportunidad, y para evitar la paradoja, los límites del derecho quedaron reservados al ámbito del discurso, pero otras prácticas represivas, ligadas a la defensa social ilimitada, se plasmaron privilegiadamente en las agencias de control que había creado (y que estaba creando) el propio sistema.
Así continúa el problema del derecho penal, y que es la paradoja del castigo mismo, y en particular, desde que nace entre el siglo XVIII y principios del XIX, de la pena privativa de libertad que se constituye en la forma central de castigo de los sistemas penales modernos. Esa agencia, la cárcel, así como la policía, heredan, pero a la vez se construyen especialmente desde entonces como las estructuras posibilitadoras de los hechos de tortura.
Aunque ello no remita solamente al ámbito espacial en que actúan, lo cierto es que se organizan en lugares de no visibilidad, adoptando la forma aislada de toda mirada de control.
Al castigo le corresponde ese no lugar en el reparto de luces y sombras denunciado por Foucault16. El logro principal del “Panóptico” de Jeremy Bentham fue el haber concebido “una máquina para disociar la dupla ver/ser visto”. Más allá de las intenciones de Bentham, que asociaba la democracia con la transparencia y la visibilidad, en la práctica, el modelo de su prisión significó un nuevo aislamiento de la sociedad y el diagrama de un esquema donde el ojo del poder, configura una única y unidireccional mirada que oculta más de lo que muestra.
En este sentido, la persistencia de la tortura puede verse como el fracaso del proyecto ilustrado. Y también como el fracaso del modelo jurídico. Finalmente, también puede verse como el fracaso de la verdadera democracia.
8. Pero, para finalizar, no pensaré en qué puede hacer la democracia por la ciudadanía, sino en lo que podemos y debemos hacer por la democracia.
Y es que uno de los elementos que caracterizan a la tortura, y le da condición de posibilidad, es su eliminación de la mirada pública.
Principalmente porque la tortura se practica en secreto, tanto en las cárceles como en las comisarías de policía: en esos ámbitos donde se ejerce la relación de dominación entre el funcionario estatal y el ciudadano desprotegido. Pero también porque la tortura rara vez es objeto de estudio. La tortura no es tematizada por el derecho en la práctica, que la permite y la rodea de impunidad, ni tampoco por el derecho en la teoría, ya que suele ser ajena a los sofisticados análisis técnico-jurídicos que aparecen en las habituales jornadas y en los libros de los juristas.
Como en un juego de muñecas rusas o de cajas chinas, la sucesión de capas de secretismo ampara y permite la tortura. La ocultación de la mirada pública de las instituciones policial y carcelaria, así como del sistema de justicia penal, mayormente inquisitivo hasta hoy, se repliega en el secreto dentro del secreto que logra que la tortura sea negada incluso al interior de los pocos estudios sobre esas instituciones, y finalmente una nueva ocultación se produce porque los pocos análisis y reflexiones de las ciencias sociales y jurídicas también se alejan de la difusión a amplios públicos.
Esta serie de secretos en los que se consuma y ampara la tortura es el principal factor de su impunidad. La especial relación de sujeción y silencios que relacionan a torturador y torturado, dificulta la materia probatoria para su enjuiciamiento y condena. Y, antes, dificulta también su conocimiento y denuncia, ya que la misma suele tener mayores efectos negativos para los torturados (que continúan encerrados en la institución torturante) que para los torturadores (que es protegido por la complicidad de ocultaciones). Es por ello que la inmunidad de estos y la vulnerabilidad de aquellos, lo que en efecto produce la impunidad, se convierte en el más importante factor criminógeno. Dicha condición de posibilidad es la principal fuente de legitimación y difusión de la tortura como práctica ordinaria.
Particularmente por esta serie de silencios, la tortura representa la manifestación más extrema y más desagradable del poder. Un poder absoluto, porque la tortura se ejerce, en la sombra y amparada por los secretos, por una persona con poder y sobre una persona inerme. Por ello, y como también señala Ferrajoli, tanto la tortura como también su impunidad representan la violación más notoria y degradante del Estado de derecho.
La tortura atenta contra la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción a la ley, en lo que hace a los derechos individuales, atenta contra la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales más elementales y vitales. Claro que hay condiciones de posibilidad, y que la ley puede en casos removerlas, y en otras facilitarlas.
Para continuar pespunteando las brillantes críticas de Ignacio Muñagorri a aspectos concretos de la legislación procesal penal que permiten esas oscuridades y posibilita la tortura, basta recordar lo que decía en punto a lo que casi es una invitación a practicar torturas. Como condición de posibilidad de la tortura aparece cierta legislación como la de la incomunicación de los detenidos. Dice Ignacio que “Por otra parte, en relación con la detención incomunicada, se han pronunciado reiteradamente organismos internacionales como Naciones Unidas y la Unión Europea. Puede citarse el Informe del Relator Especial sobre la cuestión de la tortura sobre su visita a España en octubre de 2003 (Naciones Unidas, 2004) que recoge, entre sus recomendaciones: ’66. Cómo la detención incomunicada crea condiciones que facilitan la perpetración de la tortura y puede en sí constituir una forma de trato cruel o degradante o, incluso tortura, el régimen de incomunicación debe suprimirse’. ’67. Se deberá garantizar con rapidez y eficacia a todas las personas detenidas por las fuerzas de seguridad: a) el derecho de acceso a un abogado e incluso el derecho a consultar al abogado en privado; b) el derecho a ser examinado por un médico de su elección, en la inteligencia de que ese examen podrá hacerse en presencia de un médico forense designado por el Estado; y c) el derecho a informar a sus familiares del hecho y lugar de la detención’. Señalar también, continúa el informe, que todo interrogatorio deberá comenzar con la identificación de las personas presentes, deberán ser grabados, preferiblemente en cintas de vídeo, y en la grabación deberá incluirse la identidad de los presentes. A su vez, en dicho Informe, se comparte la preocupación expresada por el Comité europeo, en el sentido de que las personas mantenidas en régimen de incomunicación no hayan sido visitadas por el juez antes de prorrogar el período de detención, y hace suyas su recomendación de que las personas mantenidas en régimen de incomunicación sean sistemáticamente llevadas ante el Juez competente […] antes de adoptar la decisión de prolongar el período de detención. De igual manera, Amnistía Internacional ha venido denunciando, desde antes incluso de la LO de 1980 (A.I., 1980, 6 y ss.) hasta su último informe sobre España, en el mes de abril pasado, la práctica de la tortura en relación con la detención incomunicada y no sólo en este caso de detención. En sentido similar se pronuncia la CPT (Coordinadora para la Prevención de la Tortura) de Madrid (2014) en su ‘Manifiesto para la erradicación de la tortura y los malos tratos’17”.
En efecto, y como señalas los informes allí reseñados, hay mucho que se puede hacer legalmente para impedir la tortura: mucho más que simplemente indicar que es una acción que puede aparejar, a su vez, un castigo legal, pero que selectivamente queda fuera de su averiguación.
En vez de quedarnos en reconocer el incumplimiento del proyecto de la Ilustración en sus aspiraciones de transparentar, razonar y controlar las actividades públicas y en particular el ejercicio de la violencia estatal o de sus agentes, impidiendo todo ámbito de oscuridad y criticando de la forma más tradicional y “liberal”, cual es la de iluminar o echar luz sobre el problema.
Es esta la propuesta de Ignacio con la que quiero finalizar esta colaboración. La tarea del penalista garantista e indignado ante la persistencia de la tortura consiste en “denunciar un concepto de “seguridad” manipulado, degradado, entendido como valor autónomo contrapuesto a la función de garantía de los derechos fundamentales, alejado de la “seguridad de los derechos”18.
El discurso jurídico liberal crítico, junto al de los derechos humanos y sociales que amplían y complementan aquel, permiten elaborar un criterio jurídico que otorgue pautas para la articulación de verdaderas, políticas de seguridad, verdaderamente democráticas, y sólo posibles merced al derecho (a una cara del derecho).
Es por ello que se deben diferenciar las dos caras del derecho. Aquella cara del derecho que puede hacernos ilusionar con una verdadera política de seguridad no es aquella en la que se presenta como organizador, sino la otra en la que aparece como reclamo. Como producto de las resistencias y, antes, de las necesidades. Estas asumieron distintas expresiones jurídicas en los últimos doscientos años (derecho liberal, derecho social, derecho a la diferencia). Pero de todas ellas (y también de la actual resistencia a la guerra y de denuncia a la tortura) el concepto “seguridad” se puede ver como un derecho básico de las personas. Un derecho humano que integra el catálogo de aquellos que deberían extenderse a todas las otras personas. Este conjunto, en el cual la tortura debe estar definitivamente vedada, acabará reconstruyéndose en un sentido de integralidad reforzador de lazos de solidaridad horizontales.
1. PAVARINI, Massimo, 1983 (1980). Control y dominación (Teorías criminológicas burguesas y proyecto hegemónico), México: Siglo XXI (traducción de Ignacio Muñagorri).
2. En 1997 obtuve la Beca del “Convenio de Colaboración entre la Administración de la Comunidad Autónoma del País Vasco, el Departamento de Educación, Universidades e Investigación, y la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibersitatea”, por un lapso de dos años, para realizar el Programa “El Nuevo Código Penal: Novedades Básicas y Repercusiones Procesales” de Doctorado en Derecho Penal de la U.P.V-E.H.U. en Donosti. La profesora Adela Asúa fue mi tutora y entre las magníficas personas que me acompañaron se contó especialmente Ignacio, que aceptó dirigir mi tesis doctoral.
3. FERRAJOLI, Luigi, Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia, vol. II, Madrid, Trotta, 2007, p. 521.
4. MUÑAGORRI LAGUÍA, Ignacio, “El equilibrio en la discrecionalidad e independencia operativa en la policía y la prevención de abusos” en Eguzkilore: Cuaderno del Instituto Vasco de Criminología, Núm. 29, 2015, pp. 289-294.
5. Es inabarcable la bibliografía histórica sobre la tortura en Argentina. Por todos: RODRÍGUEZ MOLAS, Ricardo, Historia de la tortura y el orden represivo en la Argentina, Buenos Aires, Eudeba, 1985. Para dar cuenta de la importancia del rechazo a esa práctica consustancial a la dictadura, recordar el Nunca Más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Buenos Aires, Eudeba, 1984 (Capítulo I, Punto C. Torturas).
6. Entre otros, los de la Procuración Penitenciaria de la Nación, la Unidad de Registro, Sistematización y Seguimiento de Hechos de Tortura y Otras Formas de Violencia Institucional de la Defensoría General de la Nación, la Defensoría Oficial ante el Tribunal de Casación de la Provincia de Buenos Aires, Centro de Estudios Legales y Sociales, Amnistía Internacional, Comité contra la Tortura, Comisión Provincial por la Memoria.
7. CORIOLANO, Mario, “La impunidad como el factor más importante en la proliferación y continuación de la tortura” Revista del Ministerio Público Nro. 5, año 3, marzo de 2006, editada por la Procuración General de la Provincia de Buenos Aires.
8. FERRAJOLI, Luigi, Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia, vol. II, Madrid, Trotta, 2007, p. 522.
9. SALINAS, Pablo, La aplicación de la tortura en la República Argentina, Buenos Aires, del Puerto, 2011.
10. RAFECAS, Daniel Eduardo, La tortura y otras prácticas ilegales a detenidos, Buenos Aires, del Puerto, 2010.
11. Esto fue denunciado por el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas en 2004 cuando exigió que exista un registro uniforme y consolidado sobre los hechos de tortura en los lugares de detención que recopile información de todo el país.
12. FINKELSTEIN NAPPI, Juan Lucas, “Breves apostillas al fenómeno de la tortura en la República Argentina” en BERGALLI, Roberto y RIVERA BEIRAS, Iñaki (coordinadores), “Desafío(s)”, Núm. 2, Torturas y abuso de poder, Anthropos, Barcelona, 2006, pp. 143-148.
13. FERRAJOLI, Luigi, Derecho y Razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 1995 (trad. P. Andrés Ibañez y otros).
14. ZAFFARONI, Eugenio Raúl, y otros, Derecho Penal. Parte General, EDIAR, Buenos Aires, 2000; y ZAFFARONI, Eugenio Raúl. El enemigo en el Derecho Penal, Ediar, Buenos Aires, 2006.
15. SABADELL, Ana Lucia, Tormenta Iuris Permisione, Rio de Janeiro, Revan, 2006.
16. FOUCAULT, Michel Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI, 1994 (trad. A. Garzón del Camino).
17. MUÑAGORRI LAGUÍA, Ignacio, “Detención incomunicada y contenidos de los artículos 577 y 578 del código penal: análisis y propuestas” en Hermes: pentsamendu eta historia aldizkaria = revista de pensamiento e historia, Núm. 47, 2014 (Ejemplar dedicado a: El derecho penal ante el final de ETA), pp. 20-31.
18. MUÑAGORRI, Ignacio “Prólogo” a A. SILVA, Control social. Neoliberalismo. Derecho penal, Fondo Editorial Universidad de San Marcos, Lima, 2002.