Читать книгу Contra la política criminal de tolerancia cero - María Isabel Pérez Machío - Страница 8
I. EMERGENCIA SANITARIA Y ESTADO DE NECESIDAD
ОглавлениеSeguramente que el deterioro de la sanidad pública española se inició con la aprobación de la Ley 15/1997, de 25 de abril, sobre habilitación de nuevas formas de gestión del Sistema Nacional de Salud, cuyo artículo único.2 tiene el siguiente tenor: “La prestación y gestión de los servicios sanitarios y sociosanitarios podrá llevarse a cabo, además de con medios propios, mediante acuerdos, convenios o contratos con personas o entidades públicas o privadas, en los términos previstos en la Ley General de Sanidad”.
A partir de ese momento, y con distintos ritmos dependiendo de cada Comunidad Autónoma y las correspondientes transferencias en materia sanitaria, comenzó la financiación de la sanidad privada a cargo de la pública a medida que, con idéntica velocidad, ésta se descapitalizaba. Ello se llevó a cabo con diferentes mecanismos, pero fundamentalmente con la derivación a los centros privados de actos médicos de la sanidad pública, así como con encomiendas de gestión hospitalarias. De esta forma, comenzó el desmantelamiento de la sanidad pública española que, en los siguientes años, pasó de ser uno de los mejores servicios de salud del mundo a uno mediocre en nuestro propio continente.
El proceso se aceleró, especialmente y por lo que ahora importa, en la Comunidad Autónoma de Madrid, que, a partir de 2004, inició ambiciosos planes de infraestructuras sanitarias que se plasmaron en los siguientes años en la construcción y encomienda de gestión a empresas privadas (inmobiliarias, constructoras, bancos y fondos de inversión) de más de una decena de hospitales; cierre e intento de cierre de hospitales públicos y “remodelación” de otros, así como cesión a privados de instalaciones sanitarias públicas. A lo anterior debe unirse el cierre de los laboratorios y del servicio de citas públicos, cediendo esa labor a empresas privadas, y como colofón despido o no renovación de sanitarios y cierre de camas. Todo ello, mientras la población de Madrid aumentaba en casi un millón de habitantes en quince años2.
El resultado de toda esta estrategia fue, además de lo evidente (ralentización en la atención y tratamiento de las enfermedades de los ciudadanos que dependían de la sanidad pública), la descapitalización de la sanidad pública que transfirió buena parte de su financiación a empresas privadas, cierre de hasta tres mil camas públicas y disminución del personal sanitario hasta en dos mil personas, y entrega de dos millones de ciudadanos madrileños (clientes) a la atención de los hospitales privados.
Es en este contexto en el que llega la pandemia del COVID-19 y el colapso hospitalario en toda España, y con especial incidencia en Madrid en la primera oleada de la enfermedad. Para hacer frente a la emergencia en los hospitales, el Gobierno de la Comunidad de Madrid, que no había ocupado –tal y como le autorizaba el RD de declaración del estado de alarma– todas las infraestructuras hospitalarias privadas ubicadas en Madrid para la atención a los enfermos madrileños necesitados, giró a los hospitales públicos y geriátricos una serie de protocolos en los que se especificaba quiénes, de entre los ancianos residentes, podían recibir atención en las infraestructuras sanitarias, y quienes no (entre estos últimos se encontraban los ancianos que padecieran algún tipo de discapacidad, ya fuera física o psíquica, así como alguna enfermedad terminal). De esta forma, se pretendió disminuir la presión sobre, especialmente, las UCIs, al tiempo que se condenaba a esos ancianos a una muerte segura sin la necesaria atención médica3/4.
Desde luego, los supuestos de imposibilidad de atención a todos los enfermos o heridos que lo necesitan, han menudeado, y menudean, en la historia de la humanidad. El ejemplo más claro es el que se produce en las ofensivas militares cuando los hospitales de sangre reciben un gran número de heridos, que no pueden en ningún caso ser atendidos al mismo tiempo, viéndose los responsables médicos obligados a optimizar los medios de los que disponen, poniéndolos a disposición de los heridos que tienen una mejor perspectiva de supervivencia y, paralelamente, que absorban menos recursos sanitarios (seleccionando, pues, a los necesitados de socorro). Parecidos escenarios se plantean cotidianamente ante desastres naturales, grandes siniestros, etc., que generan agotadoras necesidades de atención sanitaria. En conclusión: un escenario en el que los medios sanitarios de todo tipo son insuficientes para el número de personas que los precisan al mismo tiempo.
Pero en todos los supuestos el criterio de priorización es el mismo: anteponer a los que poseen mejor diagnóstico, caso a caso, individuo por individuo, sin tener en cuenta ni la edad, ni otras características del sujeto que no influyan en el pronóstico (sólo se han planteado exclusiones colectivas –o posposiciones– referidas a los heridos enemigos, si no se les daba muerte directamente5, o aplicando criterios de raza u otros igualmente rechazables).
En el caso de, al menos, la Comunidad de Madrid, el criterio no ha sido el expuesto, sino que sencillamente, y ab initio, se ha rechazado dar tratamiento a los ancianos que reunían ciertos requisitos y que dependían de la sanidad pública (los que poseían seguros privados fueron atendidos por sus hospitales, privados, de referencia6).
Ciertamente, podía considerarse que los enfermos terminales –por cualquier causa– no podían ser clasificados como personas que tuvieran posibilidad alguna de sobrevivir, e incluso que otorgar tratamiento médico en esas condiciones podía llegar, eventualmente, a calificarse como ensañamiento terapéutico. Sin embargo ¿bajo qué criterio se descarta la atención sanitaria a personas que padecen limitaciones físicas o psicológicas?, ¿por qué no derivarlas a los hospitales, si lo requerían y con independencia de la enfermedad que estuviera poniendo en riesgo su salud o su vida?, ¿cuál es el fundamento de la exclusión?, ¿el menor valor vital de los mismos?
Desde luego que el menor valor vital no es, ni siquiera, esgrimible como criterio7. En materia de homicidio, sujefto pasivo idóneo es, incluso, el agonizante, la persona a la que quedan sólo segundos de vida; el adelantamiento de su muerte por la acción de un tercero, en esa situación, supone la calificación de la conducta como de homicidio sino asesinato, debiendo ser calificada como de tentativa la actuación del sujeto que, dolosamente, hubiera llevado al moribundo a la situación agónica. En este enfoque, y a salvo, por supuesto, la específica regulación jurídica de la eutanasia, toda la Doctrina es conteste8. Entonces, ¿qué otra fundamentación puede invocarse para tratar de justificar lo que no es más que una conducta típica y antijurídica?
Pues bien, en tanto que no ha sido utilizado como único criterio válido para otorgar tratamiento médico la posibilidad de salvación (SÁNCHEZ DAFAUCE9), es radicalmente rechazable la actuación de los dirigentes de la Comunidad de Madrid que hayan sido responsables de la discriminación apuntada. Como es absolutamente imposible que las personas con mayores posibilidades de supervivencia, de acuerdo con estrictos criterios médicos, fueran precisamente las que poseían un seguro médico privado, o que el número total de personas que podían ser salvadas coincidiera aritméticamente con el número de personas que poseían ese seguro privado, el recurso al estado de necesidad o a la colisión de deberes como causas de exención de la responsabilidad criminal respecto de los eventuales homicidios cometidos, también lo es.
Tal comportamiento se acerca más a la eugenesia que a criterios de salvación que pudieran ser adscritos a una causa de exención de la responsabilidad criminal. Dicho de otra forma: el hecho de ser joven o viejo, el tener más o menos deterioradas las facultades psíquicas (¡otra vez en la Historia se condena a los deficientes psíquicos!), o el hecho de poseer los medios económicos suficientes para contratar un seguro privado, no pueden, nunca, servir como criterios para priorizar la atención médica, sino que ante una escasez de medios es únicamente la posibilidad de supervivencia la que debe ejercer como fiel de la balanza.
En el sentido anterior, tampoco debe olvidarse que el sujeto que impide de forma eficaz la llegada de socorro a un vitalmente necesitado –impidiendo su acceso a las instalaciones hospitalarias, en este caso–, deberá responder de tentativa o de delito consumado de homicidio en comisión por omisión (doloso eventual).
¿Y los responsables de las residencias y los directores de los centros hospitalarios que ejecutaron las instrucciones de los responsables de la Comunidad de Madrid? Desde luego, entiendo que sobre ellos no gravitaba ninguna obligación de obedecer semejante instrucción. En efecto, el artículo 410, CP, obliga a la obediencia cuando la orden del superior, además de cumplir los requisitos de forma y competencia, no constituye una “infracción manifiesta, clara y terminante de un precepto de Ley o de cualquier otra disposición general”; en caso contrario, es decir, en este caso, cuando la orden es manifiestamente antijurídica, la obligación de obedecer no nace. Es decir: la desobediencia sería atípica (no justificada). Por tanto, el haber obedecido la instrucción (presente en el Protocolo arriba transcrito en parte), la orden que implicaba la prohibición de traslado de determinados enfermos y su atención hospitalaria, podría generar (errores sobre la obligatoriedad o no de las órdenes aparte) responsabilidad penal entre los directores de residencias y hospitales10.
Más allá de lo anterior, y en tanto que se emitieron las instrucciones de no derivación de enfermos pretextando un colapso en los hospitales, cuando es lo cierto que no se ocuparon totalmente las plazas existentes en la sanidad privada11 (que, insisto, se encontraban a disposición de la autoridad de la Comunidad de acuerdo con el RD de declaración del estado de alarma), e incluso que, en el caso de Madrid, hubo plazas y UCIs sin utilizar en instalaciones públicas (Hospital Infanta Sofía), pareciera evidente que las instrucciones de no derivación ni siquiera se podían amparar en una situación de imposibilidad de asistencia simultánea.