Читать книгу El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp - Страница 14

CAPÍTULO 3 1

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La dirección desde la que había escrito Susan era «Les Sapins, Muzin, près de Belley, Ain» y, tan pronto como tuvo una vez más el piso a su disposición, Julia revisó toda su ropa para ver qué, si es que había algo, se adecuaba a un destino así. Estaba en el campo, por supuesto, como Barton, y probablemente sería del mismo estilo, solo que más alegre, sin duda, al tratarse de Francia. Extendió sus tres vestidos de fiesta y los miró pensativa: tenía uno de tafetán azul medianoche —con ballenas en el corpiño para prescindir de los tirantes— que un pañuelo o una chaquetilla podrían arreglar, pero al ver los otros dos —uno blanco cuya parte de arriba era en esencia una amapola negra de terciopelo; otro verde con lentejuelas— negó con la cabeza; ni siquiera en Francia los Packett serían tan alegres.

«Tengo que parecer una dama —pensó—. Tengo que ser una dama…».

Aquella idea la inquietó y la reafirmó al mismo tiempo. Sería difícil, pero podía hacerlo. Y en un aspecto, de hecho, Julia tenía más suerte de lo que creía: su concepto de lo que implicaba «ser una dama» era preciso, tan carente de matices ambiguos o pequeñas sutilezas como el boceto de una modista y, al igual que el boceto de una modista, solo tenía en cuenta la apariencia exterior. Las damas por naturaleza no eran damas para Julia. Eran mujeres de buena pasta, que era algo muy distinto. Si le hubieran pedido a bote pronto una definición, probablemente habría dicho: «Las damas nunca beben con la boca llena y jamás coquetean». De preguntarle por qué, habría contestado: «Porque son damas». Si entonces, con descortés insistencia, alguien quisiera saber si había que esperar a ver a una mujer comiendo y bebiendo o a que le hicieran ojitos para distinguirla, Julia habría ampliado la definición. Siempre se podía distinguir a una dama por su ropa. Por muy elegante que fuera, la ropa de una auténtica dama nunca llamaba la atención y, si de pronto quería cambiarse las prendas interiores —esto, por supuesto, tendrían que habérselo sacado antes de que la propia Julia se convirtiera en una dama—, siempre podía hacerlo.

Al final, decidió coger un billete solo de ida y comprarse un vestido nuevo con el dinero que le sobrara. Se compró también un conjunto de lino, un sombrero modelo matrona y tres combinaciones de camisola con calzón. De estas ya tenía de sobra, en realidad, pero todas llevaban policías bordados en las perneras. Y en el andén de Victoria, casi por primera vez en su vida, compró un libro.

Era La saga de los Forsyte y Julia lo eligió en parte porque parecía muy gordo para lo que costaba y en parte porque a menudo había oído hablar de Galsworthy como un buen escritor. Se imaginó que era el tipo de libro que a Susan le gustaría ver leer a su madre y el afecto maternal de Julia era tan fuerte (aunque ciertamente errático) que se leyó tres capítulos enteros entre Londres y Dover.

El árbol de la nuez moscada

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