Читать книгу El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp - Страница 7

Оглавление

CAPÍTULO 1

1

Julia, por matrimonio la señora Packett, por cortesía la señora Macdermot, estaba en la bañera cantando La marsellesa. Su magnífico y enérgico contralto, sin embargo, resonaba menos que de costumbre, pues en esa mañana de verano en concreto, además de los accesorios típicos, en el cuarto de baño había una mesita de centro lacada, siete sombrereras, media vajilla, un pequeño reloj de pie, toda su ropa, un colchón individual, treinta y cinco novelas sentimentales, tres maletas y una copia de un ciervo de Landseer. Por lo tanto, faltaba el eco habitual y, si el techo temblaba de vez en cuando, no era por la canción de Julia, sino porque los hombres de la empresa de alquiler de muebles de Bayswater aún no habían terminado de retirar el mobiliario arrendado.

Al otro lado de la puerta, un esporádico arrastre de pies ponía de manifiesto que los dos tipos de la correduría no tenían ni una silla para sentarse.

Así sitiada, Julia cantaba. Con cada aliento, inspiraba a diafragma henchido una generosa bocanada de vapor perfumado de verbena y volvía a dejarlo salir en forma de notas de pecho igualmente generosas. No lo hacía a modo de desafío ni para mantener el ánimo, sino porque a esas horas de la mañana cantar era algo natural para ella. La beligerancia del tono no se debía más que a la beligerancia de la melodía; la elección de la melodía no se debía más que al hecho de que la noche anterior había recibido una carta de Francia.

De modo que Julia cantó hasta que, en la pausa previa al estribillo, una voz cansada y ronca sonó al otro lado de la puerta.

—¿Aún no ha terminado, señora?

—No —repuso ella.

—¡Pero si ya lleva ahí una hora y media! —protestó la voz.

Julia abrió el grifo del agua caliente. Podía quedarse en la bañera casi por tiempo indefinido y a menudo, durante sus periódicos intentos por perder peso, había estado ahí sancochándose dos o tres horas. Nada, sin embargo —como saltaba a la vista en ese momento—, la había hecho adelgazar jamás. A sus treinta y siete años —y con solo un metro sesenta de estatura—, tenía unas medidas de noventa y seis centímetros de pecho, setenta y nueve de cintura y ciento cuatro de cadera; y aunque esos tres puntos decisivos estaban unidos por curvas en extremo agradables, Julia anhelaba una figura a la moda, de mondadientes. Lo anhelaba, pero no con constancia. Sus acomodadas carnes se negaban a sufrir martirios. Consideraba el zumo de naranja un aperitivo, no un sustento vital, y como resultado ahí estaba —recostada en su nube de vapor, la piel rosada por el calor—, con el aspecto de una diosa que presidiera algún techo barroco.

La puerta dio una sacudida.

—Si entran a la fuerza —advirtió Julia subiendo la voz al tiempo que cerraba el grifo—, ¡los llevaré a juicio por allanamiento!

Un silencio sepulcral evidenció que la amenaza había surtido efecto. Se oyeron murmullos y una segunda voz, aún más agotada que la primera, retomó la discusión.

—Son solo cinco libras, señora —suplicaba—. No queremos causar problemas…

—Pues váyanse —replicó ella.

—No podemos, señora. Es nuestro trabajo. Si nos dejara coger las cosas… O mejor aún, si nos pagase las cinco libras…

—No tengo cinco libras —dijo Julia con toda sinceridad y, por primera vez, se le nubló el semblante. No tenía ni una libra: poseía exactamente siete chelines y ocho peniques y debía partir hacia Francia por la mañana. Durante unos cinco minutos se quedó pensativa, repasando, uno tras otro, los nombres de todas aquellas personas que le habían prestado dinero alguna vez. También pensó en aquellos a los que ella había prestado, pero tan inútil resultaba una cosa como la otra. Con auténtico pesar, se acordó del difunto señor Macdermot. Y, por fin, se le vino a la cabeza el señor Lewis.

—¡Oigan! —exclamó entonces—. ¿Conocen esa tienda de antigüedades que hay al final de la calle?

Los cobradores consultaron entre ellos.

—Conocemos una casa de empeños, señora. De un tal Lewis.

—Esa misma —admitió Julia—, pero también es una tienda de antigüedades. Vaya alguno de ustedes en un momentito a por el señor Lewis. Él les pagará.

Los otros volvieron a consultar, pero después de esperar (de pie derecho) durante dos horas, estaban dispuestos a agarrarse a un clavo ardiendo. Julia oyó unas pisadas que se alejaban y otras que se quedaban arrastrándose de un lado a otro. Entonces se secó las manos, se encendió un cigarrillo y alcanzó una carta con sello francés que estaba sobre la mesita de centro.

2

Aunque había llegado apenas la noche anterior, ya se la sabía de memoria.

Querida madre:

Se hace extraño que no vayas a reconocer mi letra. Te envío esta carta a través del banco y, a menos que estés en el extranjero, deberías recibirla casi de inmediato. ¿Podrías venir a verme? Es un viaje largo, pero el sitio es bonito, en las montañas de la zona limítrofe de la Alta Saboya, y estaremos aquí hasta octubre. Sin embargo, me gustaría que vinieras (si puedes) enseguida. La abuela te invita a quedarte tanto tiempo como quieras. Como imagino que ya sabrás, ella y sir William Waring son ahora mis fideicomisarios. La cuestión [aquí la letra, pequeña y pulcra, se agrandaba de repente] es que quiero casarme y la abuela se opone. Sé que hay todo tipo de complicaciones legales, pero después de todo tú eres mi madre y deberían consultarte. Si puedes venir, lo mejor es que cojas el tren de las 23:40 h de París a Ambérieu, donde iría a recogerte un coche. Espero que sea posible.

Con afecto, tu hija,

SUSAN PACKETT

Para una chica de veinte años, enamorada, que escribía a su madre, la carta no era demasiado efusiva, pero Julia lo entendía. Debido a una serie de circunstancias, llevaba dieciséis años sin verla, y el mero hecho de que su hija la recordase y acudiese a ella era tan conmovedor que incluso ahora, al releerla por vigésima vez, dejó caer una o dos lágrimas en la bañera. Eran, no obstante, lágrimas de emoción, no de pena: ante la idea de un viaje a Francia, de un asunto amoroso del que ocuparse, su ánimo remontaba el vuelo. «COJO TREN JUEVES. CON CARIÑO, MAMÁ», había contestado en un telegrama, pero hasta entonces no recordó su extraordinariamente desastrosa situación económica. No tenía dinero ni un vestuario en condiciones y sí un acreedor a punto de ejecutar la hipoteca. Pero nada de eso importaba ahora que Susan la requería. Susan la necesitaba, Susan era infeliz y junto a Susan acudiría…

«¡Pero si la bautizamos Suzanne!», pensó Julia de pronto, y aún tenía la mirada fija en la firma cuando la bienvenida voz del señor Lewis la devolvió al presente.

—¡Mi querida Julia! —gritó este—. ¿Por qué has hecho que fueran a buscarme? No será cierto que quieres ahogarte en la bañera, ¿no? Este hombre…

—Es un cobrador —le aclaró Julia—. Los dos son cobradores. Despáchalos.

Momentos después, las fatigosas pisadas se alejaron y volvieron unas más ligeras.

—Bien, Julia, ¿qué ocurre? Esos hombres…

—¿Se han ido?

—Y con gusto —repuso el señor Lewis—. Son hombres muy modestos, querida, igual que yo. Pero se han quedado en las escaleras.

—¿Pueden oírnos?

—Me oirán si grito pidiendo ayuda. Al parecer, creen que ahí dentro tienes algo más que los accesorios de baño habituales.

—Así es —dijo Julia—. Por eso quería que vinieses. Hay cosas que tengo que vender, cosas buenas, y tú siempre has sido justo conmigo, Joe, así que quiero ofrecértelas antes que a nadie. Hay una mesita lacada y un colchón nuevo y un reloj antiguo de pie y una vajilla preciosa y un cuadro de un ciervo que es una obra original. Aceptaré treinta libras por el lote entero.

—No de mi bolsillo —repuso el señor Lewis.

Julia se incorporó con un chapoteo.

—¡Viejo judío! Pero si solo el ciervo ya lo vale y no tenía intención de incluirlo. Te ofrezco la mesa y el reloj y un colchón nuevo y una vajilla regalados.

—Está bien, déjame echar un vistazo —dijo el señor Lewis con paciencia.

—Ni hablar, estoy en la bañera.

—¿Quieres que compre a ciegas?

—Eso es —asintió Julia—. Apuesta.

El señor Lewis reflexionó. Era un hombre al que le gustaba tenerlo todo claro de antemano.

—¿Así que me vendes, por treinta libras, cosas que ni siquiera he visto, que probablemente no valen ni veinticinco chelines y que ya pertenecen al idiota que te haya estado fiando?

—Correcto —dijo Julia en tono jovial—, salvo por que valen más bien sesenta y yo solo debo cinco. ¿Cuál es tu canción favorita?

El Danubio azul —contestó el señor Lewis.

Julia se la cantó.

3

Pasó media hora. Los hombres de la empresa de alquiler de muebles de Bayswater se habían ido con el mobiliario arrendado. Un tipo de la compañía del gas había ido a cortar el suministro. Pero los cobradores seguían allí, así como el señor Lewis, pues incluso al otro lado de una puerta cerrada, la personalidad de Julia triunfó. Cuando se cansó de cantar, los entretuvo con anécdotas de sus primeros años sobre el escenario y, cuando se quedó sin anécdotas, empezó a imitar a estrellas de cine, con tanto éxito que el reloj de pie, al dar las doce del mediodía, los pilló a todos por sorpresa.

—¿Esa es la antigüedad? —preguntó el señor Lewis con interés.

—Sí —asintió Julia, que enseguida volvió a los negocios—. Escúchame, Joe: tengo que irme a Francia mañana a primera hora. Necesito diez libras para el billete de ida y vuelta y cinco para estos testarrones. Eso suma quince libras y me quedo con una mano delante y otra detrás. Dame dieciocho libras y diez chelines y te llevas también el ciervo.

—Catorce —regateó el señor Lewis.

—Diecisiete —insistió ella—. ¡No seas malo!

—¡No sea malo, jefe! —repitieron los cobradores, ya sin duda del lado de Julia.

El señor Lewis se notó flaquear. Una mesa de centro, una vajilla, un colchón y un reloj de pie… Todo dependía del reloj. Había sonado bien y, si a Julia le parecía una antigüedad, era probable que se lo pareciese a la mayoría de la gente. Incluso podía serlo, y los relojes de pie antiguos se vendían por mucho dinero…

Julia sabía lo que se hacía cuando apeló a su instinto del juego.

—Dieciséis con diez —dijo el señor Lewis—. Lo tomas o lo dejas.

—¡Hecho! —convino Julia, y al fin salió de la bañera.

El árbol de la nuez moscada

Подняться наверх