Читать книгу El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp - Страница 9

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A principios de agosto, tras cinco horas de ensayo con el coro de La bella Louise, Julia se desmayó. Cuando sus amigas la reanimaron, y después de acudir a un experto, se fue a casa y escribió a Sylvester.

No hubo chantaje alguno. La carta solo decía que iba a tener un hijo y que estaba segura de que era suyo, y que si pudiera echarle una mano le quedaría muy agradecida, pero que, si no era así, no debía preocuparse. «Con cariño y mis mejores deseos, Julia». Como respuesta, recibió el sobresalto de su vida.

Sylvester volvió y se casó con ella.

Lo hizo durante un permiso de cuarenta y ocho horas y jamás pasó Julia dos días más a disgusto. Entre el alivio y la satisfacción, su ánimo, que nunca decayó, había alcanzado unas cotas sin precedentes, pero él se las arregló para sofocarlo. Ya no era callado, pero era aburridísimo. Hablaba durante horas y horas sobre un sitio en Suffolk que parecía deprimente, una casa muy vieja llamada Barton, en una vieja pradera, en un pueblo a dieciséis kilómetros de la estación de tren, donde al parecer su familia había vivido, sin coche ni teléfono, durante cientos y cientos de años. De hecho, querría haberla llevado allí, pero no les daba tiempo. Sin embargo, cuando Julia, feliz por haberse librado y deseosa de consolarlo, le propuso ir de visita en su próximo permiso, él empezó a morderse el nudillo del pulgar y cambió de tema. Se comportaba, en realidad, como si el futuro hubiera dejado de afectarle. Ni siquiera quiso comprarse camisas nuevas. Para animarlo, Julia insistió en cenar en el Ritz e ir a una comedia musical, pero incluso tales medidas se demostraron inútiles. Y si la tarde resultó un fracaso, la noche de bodas fue un fiasco.

Julia la pasó sola. Su marido estuvo toda la noche escribiendo una carta. Iba dirigida a su familia, pero no directamente: el banco tenía instrucciones, dijo, para remitírsela en el momento adecuado. Cuando hubo que leerla, se descubrió que consistía en una serie de disposiciones muy detalladas para la crianza y educación de su hijo nonato, al cual se refería en todo momento como «el niño». El niño tenía que nacer en Barton y recibiría el nombre de Henry Sylvester. Debía permanecer en Barton hasta los nueve años y luego acudir a una preparatoria que le diese acceso a Winchester. Después de Winchester, elegiría entre el Ejército y Medicina e iría o bien a Sandhurst o a Cambridge. Si no lo tenía claro, debía optar por el Ejército. «Pero en ningún caso —escribió su padre con insospechada aridez— debe hacerse médico del Ejército».

Eso era, en resumen, lo más importante. También había estipulaciones para un poni —«que debe cambiarse en cuanto el niño sea demasiado grande para montarlo; no hay nada peor para un muchacho que ir arrastrando los pies por el suelo»— y para entrenarse en el críquet durante las vacaciones de verano. A los doce años, el niño debía recibir la antigua escopeta del 20 de su padre; a los dieciocho, la Purdey 12: su abuelo le enseñaría a usarlas. Todo aquello, y muchas otras cosas, quedó pensado, estudiado y puesto por escrito, con correcciones, anotaciones entre líneas y mucho de copia, pues en aquel extenso, detallado y exhaustivo documento, mucho más que en su testamento oficial, estaba plasmada la última voluntad de Sylvester Packett.

Había un breve codicilo:

Nunca se lo he dicho a nadie, pero suele haber un nido de herrerillos en el viejo surtidor al fondo del huerto. También uno de camachuelos en el espino rojo que hay en la esquina del prado grande. Lo importante para vaciar un huevo es ir despacio. Desde luego, nunca cogerás más de uno.

Tu padre, que te quiere,

SYLVESTER PACKETT

Dos meses después lo mataron en Ypres y la criatura que nació en Barton fue una niña.

El árbol de la nuez moscada

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