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En el tren de París, vacío en tres cuartas partes, los Genocchio, junto con Julia, ocupaban dos compartimentos contiguos. En el primero iba Ma, que después de haber pasado a duras penas la aduana había vuelto a desplomarse de inmediato y seguía atendida por Joe, Jack, Bob y Willie; el otro lo tenían Julia y Fred para ellos solos. La situación era menos peligrosa de lo que parecía, pues cada dos por tres uno de los Genocchio menores entraba a informarlos del progreso de Ma o para fumarse un cigarrillo, pero incluso en los intervalos en los que estaban a solas, el comportamiento de Fred era ahora impecable. Hablaba tranquilo y serio, sobre todo de dinero, y exhibía un orgullo familiar de lo más apropiado. Los Genocchio, le hizo saber, no eran unos simples saltimbanquis; de orígenes italianos, habían llegado a Inglaterra si no exactamente con Guillermo el Conquistador, al menos durante el reinado de Carlos II. Tenían carteles para demostrarlo. Había uno con su nombre en el Museo Victoria y Alberto. Él mismo había ido a verlo de pequeño con su padre y su tío, ambos grandes artistas, y fue su abuelo el que lo donó. No había ninguna otra familia en la profesión —salvo, por supuesto, los magníficos Lupino— que se les pudiera igualar. Julia lo escuchaba embelesada y su interés no decayó cuando Fred fue preparando el terreno para hablar del presente. Mencionó el dinero en el banco y una casa en propiedad en Maida Vale, pues además de artistas, los Genocchio eran también astutos. Ni uno solo, en doscientos años, había tenido que ser enterrado de limosna. Tenían sus altibajos, por supuesto (¿y qué familia no?, ¡fíjese en los Borbones!), pero durante el último siglo no les había faltado ni techo propio ni dinero en el banco…

—Deben de ser unos maridos estupendos —comentó Julia con toda sinceridad.

—Lo somos. Y cuando nos casamos, es para siempre. No somos veletas. Ma no estaría con nosotros ahora si mi padre no hubiera muerto hace seis meses. No parecía capaz de superarlo y se le antojó acompañarnos, así que pensamos que podría animarla. Pero fue un error —terminó Fred con pesar—. Siempre ha tenido el estómago un poco delicado.

Entonces se sumió en el silencio, preocupado por sus asuntos profesionales. Julia, para distraerlo, le preguntó por la nueva generación, pero eso lo apesadumbró aún más.

—Bob y Willie están bien casados, pero solo tienen una hija cada uno. Chiquillas encantadoras y alegres, pero a pesar del apellido no es frecuente que una mujer sea una acróbata de primera clase. Están aprendiendo danza. —Fred suspiró—. Yo también debería casarme, pero hubo una muchacha, hace seis años…

Julia le estrechó la mano. No pudo evitarlo, pero él creyó que era intencionado.

—Cayó en la red —continuó—, aunque en una mala postura. Creo que deseó que no hubiera habido red. El caso es que murió tres meses después y, por un momento, detesté todo esto.

—Me asombra que no lo dejara.

—¿Dejarlo? —Fred la miró sorprendido—. Pues claro que no lo dejé. Pero me afectó, ya me entiende. No voy a decir que no haya vuelto a mirar a una mujer desde entonces, porque no es así, pero casarme es otra cosa.

—No creo —dijo Julia con delicadeza— que ella hubiera querido que no…

—Es cierto. En su lecho de muerte, me dijo: «Dale un abrazo de mi parte a tu esposa, Fred», con esas palabras. ¡Discúlpeme, no pretendía entristecerla!

Y es que Julia ya estaba llorando. Ninguna consideración hacia su aspecto había conseguido jamás reprimir su sensible corazón y las lágrimas se mezclaron con el colorete hasta que el pañuelo de Fred se llenó de manchas rosas. Cuando al fin se sonó la nariz, parecía cinco años más vieja, pero Fred no dio muestras de que le importase. Le rodeó los hombros con un brazo y trató de secarle los ojos él mismo.

—No —sollozó Julia—. Vaya a ver a Ma. Quiero arreglarme.

Él se fue de inmediato, el perfecto caballero. Una vez sola, el llanto cesó rápido, dejándola purgada por la emoción, y se enfrascó con su neceser sin pensar en otra cosa. Desde luego estaba disfrutando en extremo del viaje: su congoja, del todo auténtica mientras duró, no era sino un suceso más en un periplo de lo más interesante y variopinto. No habría querido perdérselo. Incluso la apresurada compostura del maquillaje la divertía y cambió el carmín más tenue (de Packett) por otro a prueba de roces en un tono rojo flamenco. El efecto era imponente, pero cuando regresó el señor Genocchio no pareció darse cuenta.

—Estoy preocupado por Ma —dijo sombrío—. Sigue revuelta.

Julia alzó la vista con interés.

—Y además —continuó el otro—, cuando se le pase, se quedará dormida. Ese idiota de Joe la ha estado atiborrando de coñac como si rellenara una petaca. Creo… —Se dejó caer en el asiento—. Creo que no podrá salir al escenario.

—Bueno, en realidad no es parte del espectáculo, ¿no? —observó Julia en un intento por consolarlo—. Quiero decir que no es como si tuviese que retirarse usted.

—Nos permitía tomarnos un respiro. Viene bien parar un minuto durante la actuación. Además, sé que no lo creerá al verla así, pero Ma es bastante buena. Tiene una sonrisa bonita y cierta presencia. Un brillo especial en los ojos y todo lo demás. Le sorprendería el arte que tiene.

—Eso es la experiencia —repuso ella con ambigüedad—. ¿No pueden recurrir a nadie del teatro?

—Tal vez, pero no tenemos mucho tiempo y detestan a cualquiera que les dé problemas. No sirve de nada preocuparse. Si llega bien, llega bien, y si no…

—Si no, tendré que ayudarles yo misma —dijo Julia.

Apenas aquellas palabras salieron de sus labios, supo que era un error. Hay ocasiones en las que uno debería abstenerse de hacer buenas obras y esta era una de ellas. Cuando vas a reunirte con tu hija —o, en cualquier caso, cuando vas a reunirte con una hija como Susan—, no tendrías que desviarte para ponerte unas mallas prestadas. Pero Fred ya estaba estrechándole las manos con una gratitud casi excesiva y una emoción peculiar recorría los dedos de ambos. Era la emoción del teatro, el entusiasmo de estar entre bambalinas, esa sensación de la que llevaba tanto tiempo alejada y que (ahora se daba cuenta) tanto había echado de menos. «Solo por esta vez —se dijo—. Solo una vez más, ¡antes de que me haga demasiado vieja!».

De modo que, en lugar de seguir hasta la estación de Lyon, Julia se apeó en la estación del Norte.

El árbol de la nuez moscada

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