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Aunque las piernas de Julia pudieran no ajustarse a los patrones modernos de las modelos, eran muy del gusto de los parroquianos del Casino Bleu. Su segunda entrada fue recibida con vítores y aplausos y, pese a todos sus propósitos en sentido contrario, no pudo evitar hacer ojitos a la concurrida sala. Después de todo, le debía a Fred dar lo mejor de sí misma y lo mejor de sí misma era de hecho muy bueno. Tenía un encanto, una disposición para el disfrute y para hacer disfrutar que le permitía conectar con el público de inmediato y, según avanzaba el número, ese vínculo se hacía más estrecho. Algunos caballeros aquí y allá le gritaban comentarios elogiosos y el francés de Julia, aunque limitado, era suficiente para no defraudarlos.

Vive la France! —contestaba a voz en cuello—. Vive l’amour! Cherchez la femme! ¡Y a muchas!

No era ingenio, por supuesto, en el sentido tradicional, pero pasaba como tal para sus ahora numerosos admiradores y cada vez que salía los cambios se hacían más largos y clamorosos. En cuanto a ella, el tacto de las tablas bajo los pies, el olor del teatro y el sonido de los aplausos, todo se combinaba para embriagarla. Como toda buena actriz, era un poquito vanidosa; su personalidad se había crecido y solo una sana conciencia profesional le impedía acaparar el espectáculo entero. En cuanto veía al grupo en posición, volvía corriendo entre bastidores y no reaparecía hasta que flaqueaba la última salva de aplausos. Aun así, tenía remordimientos.

—No puedo evitarlo —le susurró a Fred en un momento en el que este no estaba actuando—. Sé que no debería haber respondido, pero lo he hecho sin pensar.

A él le faltaba el aliento para contestar —como era evidente por la soberbia expansión y contracción de su pecho—, pero su sonrisa lo decía todo. Estaba bien, no le importaba; y cuando al final salieron a saludar todos juntos, la cogió del brazo y la sujetó con firmeza a su lado.

—¡Has estado magnífica! —musitó mientras el telón subía y bajaba; y al contacto con su mejilla, pues le había hablado al oído, Julia sintió un delicioso escalofrío que le recorría todo el cuerpo como un trago de vino.

¡Eso, eso era vida! El aire viciado era para ella como una cálida brisa, las personas del público —buenas y malas, limpias y mugrientas— eran sus amigos, su familia, los partícipes de su alegría. Si alguna vez se sintió Julia en comunión con la naturaleza, fue en ese momento. Y si la naturaleza con la que así comulgaba era exclusivamente humana, y por tanto (como se suele creer) menos pura, menos elevada que la inanimada, era culpa de las circunstancias. Los árboles y las montañas la esperaban en Saboya.

El árbol de la nuez moscada

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