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Y entonces, sin duda, mientras yacía triunfante en aquella bañera gala, era el momento de La marsellesa. Sin embargo, de la garganta de Julia no brotó ni una sola nota. Estaba un poco cansada después del viaje y aún un poco sensiblera por lo de Fred, pero la razón fundamental de su silencio era que, por así decirlo, aún no la habían presentado. Se sentía rara, tumbada allí en cueros en una casa en la que ni siquiera había visto a su anfitriona. ¿Qué pensaría Susan si, después de planear con tanto esmero su primer encuentro, su madre anunciara prematuramente su presencia cantando desde el baño? Y como chapotear sería casi igual de malo, Julia se vio a sí misma moviéndose muy despacio, poco menos que furtiva: lavándose la espalda con cuidado, recostándose poco a poco para que no se formase ni una onda. Se vio, de hecho, fingiendo que no estaba allí y, si cerraba los ojos, el efecto era completo. Incluso el agua, inodora, inmóvil, parecía irreal. No era más que una atmósfera cálida en la que flotaba incorpórea, tan irreal como todo lo demás…

—¡No! —gritó sobresaltada—. ¡No puedo quedarme dormida!

El sonido de su propia voz la espabiló y se incorporó a toda prisa, abriendo bien los oídos, para comprobar si había despertado a alguien más. Pero todo seguía en silencio y, con un suspiro de alivio, salió modestamente de la bañera y empezó a secarse. Había dos toallas de baño, grandes y blanquísimas, y una más pequeña de lino con las orillas bordadas; y aunque era imposible sacar auténtico provecho de todas, Julia lo intentó con tanto empeño que oyó las empantufladas pisadas de la doncella en el pasillo, y cómo la puerta de su cuarto se abría y se cerraba, mientras aún se estaba lustrando los muslos.

«Será el desayuno», pensó y, ansiosa por estar donde tocaba cuando tocaba —otra forma de humildad—, se cubrió a toda prisa y volvió corriendo a la habitación. No había nadie, pero sobre la mesa del desayuno habían aparecido panecillos y miel. Preocupada por si la sorprendían con un aspecto inapropiado, Julia se cambió la bata por un vestido de piqué blanco y se empolvó rápidamente la nariz. Y menos mal que lo hizo, pues segundos después llamaron a la puerta y, detrás de esa puerta, había una cafetera y, llevando la cafetera, estaba su hija Susan.

El árbol de la nuez moscada

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