Читать книгу El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp - Страница 27

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—Era teniente primero de Artillería… —empezó Julia con cautela, pero enseguida se paró. Hubo muchos tenientes primeros, muchos de ellos de Artillería, y todos se parecían. Jóvenes, cansados, de una alegría temeraria, pero nunca… nunca presentes del todo. Nunca del todo contigo, como si se hubieran olvidado una parte de sí mismos en otro sitio. Podías salir a cenar con uno de ellos y estar pasándotelo de maravilla y, de repente, su mirada se cruzaba con la de otro hombre en la otra punta del salón, o de uno que se paraba junto a vuestra mesa, y en ese instante se habían ido y te habían dejado atrás. Parecía como si la guerra fuese una especie de cuarta dimensión en la que desaparecían sin darse cuenta, incluso estando entre tus brazos… Así que nunca llegabas a conocerlos de verdad —al menos no las Julias— y ¿cómo podías recordar a alguien a quien no habías conocido bien?

—Si te duele, no lo hagas —repuso Susan con tacto.

A pesar de su autojustificación, Julia se avergonzó. Trató de devanarse los sesos.

—Prefería el Piccadilly antes que el Murray’s —dijo al fin—. A la mayoría les pasaba al contrario. Claro que él no era como la mayoría, en muchos sentidos.

—¿No?

—Era muy serio. Y muy educado. Fue tan bueno conmigo…

Julia se interrumpió: ¡imposible decirle a su hija hasta qué punto fue bueno! Y superada por el esfuerzo, y por el remordimiento, y por el lamento fácil aunque sincero, por casualidad hizo lo único que debía hacer. Agachó la cabeza y rompió a llorar.

—¡No! —exclamó Susan arrepentida—. ¡Por favor! ¡Por favor!

Pero Julia siguió llorando. Podía olvidarse de Sylvester durante años y años, pero cuando pensaba en él lo hacía en condiciones. Era el mejor hombre que había conocido, se había preocupado por ella, le había dado su apellido y, si la hubiera aceptado, la protección de su hogar. ¡Se había casado con ella! Ningún otro…

«Salvo Fred», pensó.

Los acontecimientos de la noche anterior —en el Casino Bleu, en el taxi de camino a la estación— empezaron a desfilar incongruentes por su mente. Al final consiguió reprimirlos, pero no antes de que le dieran, por extraño que parezca, lo que necesitaba.

—Me he acordado de otra cosa —sollozó—. Algo que era muy propio de él. Cuando se disgustaba, solía morderse el pulgar. No la uña, ¿sabes?, sino el nudillo.

Susan se levantó casi de un brinco.

—A lo mejor te apetece salir al jardín —dijo cortante—. No… Querrás ver a la abuela. Iré… Voy a avisarla. En el jardín se está de maravilla. Te avisaré cuando la abuela…

Le temblaban los labios, parecía hablar sin ton ni son. De pronto, extendió las manos y se las miró con una especie de estupor.

—Me quitaron ese vicio a los diez años —musitó, y salió corriendo de la habitación.

El árbol de la nuez moscada

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