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CAPÍTULO 6 1

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Bajo las rosas del porche, Julia fue recibida por una mujer francesa de edad avanzada que de inmediato la hizo pasar a un amplio y resonante vestíbulo. La francesa, con pantuflas de velarte, caminaba sigilosa como un gato, en cambio sus tacones iban martilleando el suelo y tal vez fue entonces cuando empezó a darle la impresión, una impresión que ya no desaparecería, de que siempre hacía el doble de ruido que cualquier otra persona en esa casa.

La salle de bain —dijo aquella mujer al tiempo que abría orgullosa una puerta.

Je vois —contestó Julia—, très chic.

—¿Madame se dará un baño?

Tout de suite —asintió Julia—. O al menos en cuanto saque una esponja. Éponge, savon. Dans les valises.

Madame parle français! —exclamó educada su cicerone, y enseguida Julia deseó no haberlo hecho, pues mientras traía las maletas, Claudia fue soltando, en torrentoso y animado francés, lo que ella estaba segura de que serían mensajes de Susan, mensajes de la señora Packett e instrucciones generales sobre cómo proceder allí.

Ya no había más remedio, sin embargo, que sonreír con expresión atenta, y eso fue lo que hizo Julia.

Et… c’est là la chambre de Madame! —terminó la mujer con gesto triunfal.

Julia se quedó de pie quieta en mitad de la estancia y miró a su alrededor. Nunca había visto una habitación igual: grande, cuadrada, con las paredes blancas, suelo de parqué y dos ventanas por las que entraba el sol y se veían los pinos y una colina azul. Había una cama blanca en un nicho entre dos armarios, un diminuto tocador casi oculto tras un gran ramo de rosas, dos sillas y otra mesa junto a las ventanas dispuesta con una bandeja de desayuno y más flores.

«Está algo desnuda —pensó—, pero es muy espaciosa», y así abrió la maleta más grande de las dos que llevaba y la vació sobre la cama. La bata se había quedado al fondo, pero rebuscó hasta pescarla y luego abrió la otra maletita para sacar su esponja y apartó las rosas del tocador para hacer sitio a sus bártulos de aseo. Para cuando el baño estuvo listo, tras solo diez minutos allí, el aspecto del cuarto había cambiado tanto que hasta la propia Julia se sorprendió un poco.

—Tengo que ser ordenada —se advirtió a sí misma con firmeza. Todas las damas eran ordenadas: tenían cajas especiales para guardar los zapatos y cajas especiales para los guantes y bolsas con la palabra «Colada» para las camisas sucias. Julia también habría tenido todas esas cosas si su situación económica se lo hubiera permitido, pero, como no era así, parecía inútil preocuparse por tales detalles. Un efecto general de amplitud era (como siempre) su objetivo, y en ese momento lo consiguió amontonándolo todo en un armario y cerrando la puerta. Salvo por las rosas en el suelo y una media en el banco de la ventana —y unos zapatos bajo la mesa y una polvera entre los chismes del desayuno—, nadie se habría dado cuenta de que había estado allí.

El árbol de la nuez moscada

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