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A unos quinientos kilómetros de allí, la anciana señora Packett se incorporó en la cama y miró la hora. Eran las diez y media; se había acostado demasiado temprano. Susan siempre insistía en que su abuela se fuera pronto a la cama cuando el día siguiente tenía algo de especial y luego, por la mañana, la hacía levantarse tarde.

—¡Pamplinas! —dijo en voz alta.

Se estiró entre las frescas sábanas perfumadas de lavanda: aún sentía aquel viejo cuerpo resistente y vigoroso, con las articulaciones algo agarrotadas, pero muy capaz de permanecer levantado hasta una hora razonable. Esa tarde había estado un poco nerviosa, desde luego, pero quién no lo estaría con una nuera resucitada cerniéndose sobre ti. ¿Acaso no tenía ya a un extraño prácticamente viviendo con ellas? «No he venido aquí para organizar fines de semana campestres —pensó molesta la señora Packett—, sino para descansar y para que Susan perfeccione el francés». Pero Susan, por una vez, estaba siendo poco razonable: en lugar de dedicarse en paz a su Molière, había tenido que enamorarse y adoptar una ridícula actitud de mártir ¡y escribir una absurda carta a una madre a la que apenas conocía! La señora Packett ya no temía la influencia de Julia —Susan (como sabía su abuela mejor que nadie) había pasado la etapa de la juventud maleable—, sino una invitación más de las que cualquier mujer normal podría soportar…

«Dejo que me domine —pensó—. Es una mala costumbre para las dos». Luego, sin querer, sonrió; la tiranía de Susan era muy agradable. Hacía que una se sintiese… preciada. Te mantenía a la altura. Susan era muy exigente, por ejemplo, con los sombreros de su abuela: siempre iba directa a la sección de modelos exclusivos y no miraba nada por debajo de las dos guineas. Una vez, por uno de paja negro con fruncido de terciopelo, le hizo pagar cinco. «Es la forma —le había explicado—. Con él pareces una Romney». La señora Packett siempre cedía. Aún era muy dada a las chaquetas de lana y a las pecheras bordadas, pero sus sombreros eran dignos de admiración…

«Julia nunca se preocupaba», pensó de pronto. Julia nunca se había preocupado de nada. Era buena chica, a su manera, muy dócil y solícita, pero siempre tenía ese aire de estar viva solo a medias… ¡Y luego se fue así sin más, sola, y no volvió nunca! Debía de haber algo en ella, algo que Barton estaba reprimiendo, para lo cual fuese un ambiente hostil. La señora Packett reflexionó sobre aquello. En su juventud, antes de casarse, ella misma había pensado a menudo en vivir a su aire criando spaniels. ¿Acaso Julia tendría ideas similares? No había vuelto a casarse, al parecer, pero ¿qué había hecho con las siete mil libras? ¿Se había limitado a seguir cobrando las rentas? «Yo en su lugar —se dijo decidida—, habría abierto un pequeño negocio». A lo mejor lo había hecho; tal vez en ese momento estaba dejando atrás un salón de té, o una sombrerería, o una floristería de alto copete y, en ese caso, era de esperar que tuviese una encargada en la que podía confiar.

La señora Packett dio una cabezada, se revolvió y se espabiló otra vez. La villa, como el pueblecito que quedaba a sus puertas, estaba muy tranquila y por la ventana abierta entraba una brisa con dulce olor a pino.

«Le vendrán bien unas vacaciones», pensó, pues por algún motivo, en su duermevela, había llegado a la firme convicción de que Julia tenía una pastelería. Disfrutarían hablando largo y tendido sobre ello: seguro que conocía todo tipo de recetas nuevas y, si lograban sacar a Anthelmine de la cocina, incluso podrían probar alguna…

—Tartaletas —murmuró la señora Packett, y con ese grato pensamiento se sumió al fin en un plácido sueño.

El árbol de la nuez moscada

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