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2 COMIENDO SOPA JITROVKA

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La ciudad es maravillosa para los sinvergüenzas.

Proverbio ruso

Apenas a 20 minutos de camino a pie del Kremlin estaba el Jitrovka, posiblemente el suburbio más famoso de toda Rusia. Destruido durante el incendio de Moscú de 1812, sus terrenos fueron comprados por el teniente general Nikolái Jitrovó en 1823 con planes de construir allí un mercado. No obstante, Jitrovó murió antes de que sus proyectos pudieran ser llevados a cabo, y en la década de 1860, tras la emancipación de los siervos, la zona se convirtió en una oficina de empleo espontánea. Era un imán para los desposeídos y esperanzados campesinos que acababan de llegar a la ciudad, que estaban desesperados por encontrar un lugar en que les dieran trabajo y eran al mismo tiempo la víctima perfecta para depredadores urbanos de todo tipo. Había un auténtico laberinto de oscuros callejones y patios comunales repletos de albergues y posadas baratas en los que proliferaban los desempleados, sucios y habitualmente borrachos o drogados. Había un espeso y maloliente manto de niebla permanente que venía de las aguas estancadas del Yauza, el tabaco barato y las ollas abiertas de sus habitantes, donde cocinaban la infame mezcla de comida afanada y desperdicios conocida como la «delicia de los perros». El dicho popular que dicta que «una vez que comes sopa Jitrovka, jamás te marcharás», expresaba tanto los índices de mortandad como las escasas posibilidades de ascenso social.1 Se trataba de un infierno en vida, un gueto en el que más de diez mil hombres, mujeres y niños vivían hacinados en cobertizos, chabolas, casas vecinales y cuatro truschobi infectos: los albergues Yaroshenko (originalmente Stepánov), Bunin, Kulakov (originalmente Romeiko) y Rumiántsev. En estas casas dormían en literas de madera de dos y tres pisos, situadas encima de tugurios infames con nombres reveladores como Siberia, Kátorga («penal de servidumbre») y Peresilni («tránsito»).2 Este último era el refugio particular de los mendigos; el Siberia, el de los carteristas y sus receptadores; y el Kátorga era para los ladrones y los prófugos, que podían encontrar empleo y anonimato en el Jitrovka.

El gánster urbano era un producto de los barrios marginales de la Rusia zarista tardía que estaba siendo urbanizada apresuradamente, los denominados yami, en los que la vida no valía nada y era miserable. Fue en los antros tabernarios y los albergues de los yami donde emergió la subcultura del vorovskói mir, el «mundo de los ladrones». Su código de separación y desprecio por la sociedad general y sus valores —la nación, la Iglesia, la familia, la caridad— se convirtió en una de las pocas fuerzas unificadoras en ese entorno y sería una parte esencial de las creencias varoniles de los vorí rusos del siglo XX. No se trataba de que los criminales carecieran de códigos o valores, sino de que los adoptaban, escogían e inventaban en función de sus necesidades.

Por ejemplo, Benia Krik, el héroe de los Cuentos de Odesa de Isaak Bábel, era en muchos aspectos el epítome de dos arquetipos populares combinados: el taimado líder de la comunidad judía y el benevolente padrino del hampa. Personaje ficticio, aunque inspirado en la persona real del llamado «Mishka Yapónchik» («Mishka el Japonés»), de quien hablaremos más tarde, Krik descuella en esta serie de relatos escritos en la década de 1920 con un sabor y un vigor que ninguna ficción podría contener por sí sola. Es el producto y el símbolo del barrio de predominio judío Moldavanka, en Odesa, el puerto del mar Negro —y núcleo contrabandista— que en su día fue la ciudad más cosmopolita y descarriada que pudiera encontrarse en todo el Imperio ruso. Tal vez el Moldavanka no fuera un lugar que mereciera la pena visitar, con sus «desagradables tierras, un barrio lleno de callejones oscuros, calles sucias, edificios derruidos y violencia», pero era conocido por su vitalidad, ingenio, romanticismo y oferta de oportunidades.3

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