Читать книгу La ley del crimen - Mark Galeotti - Страница 16
PECADOS DE LA CIUDAD: CRIMEN Y URBANIZACIÓN
ОглавлениеUn chico fornido del pueblo sin cualificar llega a la ciudad en busca de trabajo o formación, y lo único que esta le ofrece es el humo de las calles, la purpurina de los escaparates, el alcohol casero, la cocaína y el cine.
L. M. VASILEVSKI (1923)4
No cabe la menor duda de que el campo puede hervir con la misma violencia, maldad y avaricia que las ciudades. Sin embargo, la urbanización y su compañero inseparable, la industrialización, acarrean una cultura muy diferente. La vida rural está impulsada por las horas de luz solar, por las estaciones, por las experiencias vitales de los mayores y por la necesidad que tiene una comunidad pequeña que solía ser relativamente estable de permanecer junta para sobrevivir. En cambio, las ciudades rusas se verían remodeladas por una rápida industrialización y expansión, ya que llegaron a ellas oleadas de migrantes que procedían de los pueblos. Estaban caracterizadas por un crecimiento de la población desmesurado, la anomia, la pérdida de las viejas normas morales y una sensación de invisibilidad entre todas esas caras nuevas. Aunque rompa con los patrones vigentes de jerarquía y deferencia, la vida industrial está también indudablemente organizada y aporta un nuevo sentido de estructura y disciplina en el cual el liderazgo ya no se basa necesariamente en la antigüedad, sino en la capacidad.
Ya en el siglo XVIII, en los tiempos de Vanka Kain, la ciudad tenía su propia hampa. Se trataba de un reino de siervos fugitivos y desertores del ejército, viudas de soldados empobrecidas (que a menudo se convertían en receptadoras que compraban y vendían objetos robados) y bandidos oportunistas.5 Instituciones como la Gran Corte de la Lana de Moscú y la Escuela Cuartel de Moscú —fundada para los hijos de los soldados caídos— daban la apariencia superficial de ser garantes del orden establecido, pero también eran bases de reclutamiento para criminales callejeros, refugios para los fugitivos de la justicia y almacenes de bienes robados. Lo cierto es que Rusia pasaba por una Revolución industrial tardía, pero brutal, desde mediados del siglo XIX, acelerada por la necesidad de modernizar la capacidad defensiva del país tras la debacle de la Guerra de Crimea (1853-1856). Entre 1867 y 1897 la población urbana de la Rusia europea se duplicó, y después volvió a hacerlo en 1917.6 Aunque algunos de estos nuevos trabajadores eran atraídos hasta las ciudades por sus oportunidades de desarrollo económico y social, muchos otros eran empujados por las presiones crecientes que se imponían sobre las tierras. A medida que la población de Rusia aumentaba,7 la proporción de campesinos sin tierra prácticamente se triplicó.8 Para muchos, trasladarse a la urbe por una temporada o incluso para empezar una nueva vida era simplemente una necesidad económica.
No es casual que las ciudades no solo propiciaran el nacimiento de nuevas fuerzas políticas —entre ellas, la que se convertiría en el Partido Comunista—, sino también de nuevos tipos de delitos y de criminales. Entre 1867 y 1897, tanto San Petersburgo como Moscú casi triplicaron su tamaño, pasando de 500.000 habitantes a 1.260.000 y de 350.000 a 1.040.000, respectivamente.9 Por lo general, los trabajadores vivían en los bloques de barracas hacinadas, con poca ventilación e higiene, que les proporcionaban los capataces, a veces compartiendo litera por turnos;10 pero solo los que tenían suerte. En la década de 1840, una comisión que investigaba las condiciones de los pobres en la ciudad de San Petersburgo dibujaba un panorama de sobrepoblación y miseria creciente, con habitaciones que albergaban a veinte adultos. En uno de los casos, llegaron a encontrar hasta cincuenta adultos y niños conviviendo en una habitación de seis metros cuadrados.11 En 1881, un cuarto de la población total de San Petersburgo estaba relegada a vivir en sótanos y había entre dos y tres trabajadores en la ciudad por cada cama disponible.12 Las condiciones laborales eran terribles, con turnos largos (lo normal eran 14 horas diarias, y era habitual que el horario se extendiera más), salarios mínimos y normas de seguridad prácticamente inexistentes.13
Los nuevos trabajadores sobrellevaban vidas llenas de explotación y de miseria que, además, estaban totalmente desprovistas de los mecanismos de apoyo y control social típicos de los pueblos. En el pueblo, la tradición y la familia proporcionaban un contexto vital, en tanto que los mayores representaban la autoridad. Sin embargo, en la ciudad, las tradiciones rurales parecían carentes de sentido, la mayoría de los trabajadores eran jóvenes y solteros, y los factores de estabilización alternativos, tales como la «aristocracia trabajadora» cualificada o las responsabilidades generadas al formar una familia, todavía no habían tenido tiempo de surgir. Muchos se daban a la bebida como vía de escape. Es posible que uno de cada cuatro residentes de San Petersburgo hubiera sido arrestado en algún momento a finales de la década de 1860, normalmente por haber cometido algún delito relacionado con la ingesta de alcohol.14 También había otras escapatorias para los trabajadores jóvenes varones, generalmente sin casar.15 La sífilis y otras enfermedades de transmisión sexual se expandían descontroladamente, y la prostitución —tanto la de las profesionales registradas con la «tarjeta amarilla» como la de las aficionadas— aumentaba al mismo ritmo.16 También se formaron bandas callejeras, aunque no hay mucha información al respecto. Los Roshcha y los Gaida, por ejemplo, se hicieron fuertes temporalmente en los barrios pobres de San Petersburgo, provocando peleas regularmente. Surgieron alrededor de 1900, pero para 1903 ya se habían fragmentado —algunos de sus miembros gravitaron hacia crímenes mercenarios más serios, y otros se apartaron de esa vida de vínculos varoniles a través del vodka y la violencia—, dando lugar a otras más violentas incluso.17 Eran tiempos de rápidos cambios, incluso en el hampa, a medida que los chavales de ayer se convertían en los jefes callejeros del presente para pasar a ser los cadáveres sin identificar que yacían sobre la nieve del mañana.
Los peores de entre todos ellos se encontraban en los yami («fosos» o «profundidades»). Estos barrios marginales ejercieron una fascinación mórbida en los escritores rusos. En Crimen y castigo (1866), Fiódor Dostoievski escribió sobre el yama de San Petersburgo, describiéndolo como «lleno de prostíbulos y de patios sucios y pestilentes»,18 y Vsévolod Krestovski, en su obra Bajos fondos de San Petersburgo (1864), los caracterizaba como un lugar para el vicio y las fechorías.19 La novela de Alexandr Kuprin, Yama (1905), describe los suburbios de Odesa de manera más bien benigna, como «un lugar demasiado alegre, ebrio, camorrista y no carente de peligros por la noche».20 Sin embargo, Maxim Gorki, un hombre cuya familia había pasado de la vida acomodada de la clase media a la pobreza y que fue un vagabundo antes de su transformación en escritor emblemático, presenta un panorama bastante más pesimista en su obra Los bajos fondos (1902). En esta, la ebriedad del yama no es tanto alegre como un síntoma de una búsqueda de la inconsciencia desesperada e irredenta.21 Del mismo modo, Mijaíl Zótov, un escritor de las publicaciones populares denominadas lubkí, describía a los «borrachos desesperanzados y ladrones despiadados del Jitrovka de Moscú».22 Prácticamente todas las grandes ciudades tuvieron su yama. Sin duda, eran los fondos más bajos, en los que se hundían los perdidos y los desheredados, las prostitutas de 20 kopeks, los alcohólicos exánimes y los drogadictos que matarían por conseguir una nueva dosis.
Para el agitador comunista Lev Trotski, Odesa era «tal vez la ciudad más infestada de policías en una Rusia plagada de ellos» y no cabe duda de que sería un entorno peligroso para los revolucionarios, pero, a pesar de ello, también se convirtió en sinónimo de todo tipo de crímenes.23 La explicación para esta aparente paradoja es que la policía, en Odesa y en todas partes, se concentraba en los crímenes políticos y en mantener a salvo las zonas pudientes de las ciudades. En los barrios pobres se decantaban por hacer la vista gorda respecto a muchos delitos, salvo que estos fueran especialmente serios o socavaran los intereses del Estado o de las clases más poderosas.24 Por ejemplo, las peleas multitudinarias entre bandas o grupos de trabajadores, que estaban a la orden del día y sucedían de manera casi ritual, solían permitirse hasta su conclusión habitual en sangre y contusiones: solo cuando tenían lugar en el centro de la ciudad había posibilidad de que fueran disueltas.25
Al menos, en los distritos obreros pobres, la policía solía estar presente, pero, por lo general, solían dejar a su aire los yami y a sus habitantes. ¿Qué suponía para ellos al fin y al cabo un asesinato, aparte de un problema andante menos en la ciudad? Tal como funcionaban las cosas, se limitaban a recoger los cadáveres de los caídos a la mañana siguiente. Cuando estaban obligados a acudir a los barrios marginales con más decisión —normalmente solo en respuesta a una espiral de violencia de la que podía interpretarse que tendría posibles implicaciones políticas— entraban como si fueran tropas que invadían territorio hostil, en escuadrones y con los rifles preparados para disparar.26 No obstante, en otros casos, como apuntaba un periódico de San Petersburgo sobre la célebre zona portuaria de la isla Vasílievski de la ciudad, la «policía o, más frecuentemente, los cosacos patrullan pasando por este lugar sin detenerse, ya que este “club” no entra en su ámbito de operaciones: solo pasan por aquí en busca de sediciosos».27