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LAS «COLONIAS DE GRAJOS» RUSAS

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En la penumbra a media luz de los sucios tugurios, en las pensiones de mala muerte infestadas de chinches, en los salones de té y tabernas y en los antros de libertinaje barato —en cualquiera de esos sitios en los que venden vodka, mujeres y niños—, encuentro gente que ha dejado de parecer humana. Allí, en lo más bajo, las personas no creen en nada, no tienen aprecio por nada y nada les molesta.

ALEKSÉI SVIRSKI, periodista (1914)28

Esta negligencia oficial no se debía solo a que a las autoridades no les importara lo que sucedía en los yami, sino a que carecían de los recursos y el apoyo político para hacer algo al respecto. Al contrario de lo que se creía popularmente, el Estado zarista no estaba en absoluto lleno de mentecatos retrógrados y chupatintas avariciosos. Más bien al contrario: resulta asombrosa la cantidad de funcionarios diligentes que prosperaban en el sistema, y el propio Ministerio de Interior (MVD) simpatizaba históricamente con las peticiones de los trabajadores, aunque fuera por la más interesada de las razones, ya que un trabajador contento rara vez se implica en revueltas. Aunque apenas podía decirse que fuera un radical, Viacheslav Plehve, quien sería después ministro de Interior, se quejó durante su período como director del Departamento de Policía de que «el trabajador individual de las fábricas se ve impotente ante los ricos capitalistas», e incluso el cuerpo de policía política de la Ojrana había sido «desde siempre, un defensor de las reformas en la fábrica y la mejora de las condiciones de los obreros».29

Lo que sí es censurable es que sus evaluaciones y propuestas eran ignoradas demasiado a menudo. Desde un principio era evidente que el crecimiento de las ciudades supondría una amenaza política, criminal e incluso sanitaria. El teniente general Alexandr Adriánov, el gradonachálnik (o jefe de policía) de Moscú entre 1908 y 1915, no solo se esforzó por mejorar la honradez y eficacia del cuerpo, sino que reclamó a la Duma (Parlamento) que bajaran los altos precios de la carne y más tarde estableció comisiones para combatir las epidemias.30 La mayoría de esas medidas, no obstante, eran limitadas o quedaban bloqueadas. Lo que aconteció en su lugar fueron unos tiempos de ley marcial rampante, a medida que el Estado zarista intentaba cada vez con mayor ahínco pasar por encima de su propio sistema legal para apoyarse en poderes de emergencia, a través de declarar la «guardia extraordinaria» y realizar provisiones de «guardia reforzada». Esto daba a los gobernadores y los gradonachálniki poderes de gran alcance, pero generalmente se usaban para la supresión de las protestas, no en la extensión de sus funciones o en la redefinición de la noción del mantenimiento del orden público.31 En 1912 solo había cinco millones de rusos de una población total de 130 millones que no estuvieran afectados por esas provisiones de ley marcial.32

La cuestión del crimen urbano no se convirtió en un asunto político de verdadera relevancia hasta principios de siglo. Pero, incluso entonces, esto no vino estimulado por una evaluación sensata de las presiones reales que estallaban, sino por un pánico moral avivado por el auge de una «prensa de bulevar» sensacionalista respecto a la denominada amenaza del «hooliganismo», que pesaba especialmente sobre los gentiles de San Petersburgo.33 Los trabajadores jóvenes, que en su momento estuvieron confinados a «su» parte de la ciudad, empezaron a invadir los barrios centrales adinerados. Súbitamente, parecía que los camorristas, con sus características chaquetas grasientas y boinas, invadían las aceras, bebiendo y silbando a las chicas que pasaban por la calle, alborotando, insultando y llegando en ciertos momentos al vandalismo, la violencia sin sentido y la exigencia de dinero mediante navajas y amenazas. Para la opinión pública rusa educada de las élites, esto era visto histéricamente como una prueba del inminente declive del orden social, y, dado que no estaban dispuestos a mezclarse con la plebe, exigían que «su» policía hiciera algo al respecto, es decir, que mantuvieran a los trabajadores fuera de «su» ciudad y que despilfarraran los saturados recursos de la policía en la protección de sus derechos.

La ley del crimen

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