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INTRODUCCIÓN

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El lobo puede mudar de piel, pero no de naturaleza.

Proverbio ruso

En 1974, un cuerpo desnudo fue arrastrado hasta la costa de Strelna, al sudoeste de Leningrado (como se conocía entonces a San Petersburgo). Tras haber flotado durante un par de semanas en el golfo de Finlandia, su aspecto no era agradable de ver. Aunque el cadáver no hubiera tenido que lidiar con las bacterias y la devastación de los insectos que habría sufrido en tierra, los habitantes marinos habían dado buena cuenta de él, deleitándose especialmente en los ojos, labios y extremidades. La serie de profundas heridas por incisión que presentaba en el abdomen era un claro indicador de la causa de su muerte. No obstante, al carecer de huellas dactilares y ropa, y tener la cara hinchada, golpeada por las rocas y parcialmente devorada, no había ninguno de los indicios convencionales que se usan en la identificación de cadáveres. Existía la posibilidad de revisar su historial dental, pero esto sucedió antes de que entráramos verdaderamente en la era de los ordenadores y, en cualquier caso, la mayoría de sus dientes eran implantes de metal barato, fruto de una vida aparentemente marginal. No se había notificado la desaparición de su persona. Ni siquiera procedía de la región de Leningrado.

No obstante, lo identificaron en solo dos días. La razón es que su cuerpo estaba decorado copiosamente con tatuajes.

Los tatuajes eran la marca de un vor, una palabra que significa «ladrón» en ruso, pero también un término general usado para designar a un miembro de los bajos fondos soviéticos, el llamado «mundo de los ladrones», o vorovskói mir, y de la vida en el sistema de trabajos forzados del gulag. La mayoría de los tatuajes todavía eran reconocibles, y se llamó a un experto en su «lectura». En cuestión de una hora habían sido descifrados. ¿El ciervo saltando que llevaba en el pecho? Simbolizaba un término utilizado en uno de los campos de trabajo del norte. Eran conocidos por la dureza de sus regímenes, y sobrevivir a ello era una señal de orgullo en el mundo varonil del criminal profesional. ¿El cuchillo rodeado de cadenas que tenía en el antebrazo derecho? Aquel hombre había cometido una agresión violenta cuando estaba entre rejas, pero no un asesinato. ¿Tres cruces en los nudillos? Tres condenas separadas cumplidas en prisión. Tal vez el más significativo fuera el ancla oxidada que llevaba en la parte superior del brazo, rodeada por un alambre de espinos que claramente había sido añadido después: un excombatiente de la Marina que había sido sentenciado a prisión por un delito cometido cuando estaba de servicio. Con estos datos, fue relativamente rápido identificar al muerto como un tal «Matvei Lodochnik», o «Matvei el Barquero», antiguo oficial de la Marina que unos veinte años atrás había golpeado a un recluta hasta casi matarlo a resultas de que saliera a la luz su negocio adicional de venta de provisiones del cuartel. Matvei fue destituido y pasó cuatro años en una colonia penitenciaria, dejándose arrastrar hacia el mundo de la delincuencia y siendo sentenciado dos veces más, incluyendo un período en un duro campo de trabajo del norte. Acabó convertido en un integrante del hampa de Vólogda, unos 550 kilómetros al este de Strelna.

La policía nunca llegó a averiguar la razón por la que Matvei se encontraba en Leningrado ni por qué había muerto. Para ser sinceros, probablemente no les importaba mucho. Pero la rapidez con la que fue identificado da fe no solo del lenguaje particularmente visual del hampa soviética, sino también de su universalidad. Sus tatuajes representaban tanto su compromiso con la vida criminal como su historial.1

Obviamente, todas las subculturas criminales tienen una especie de lenguaje propio, tanto oral como visual.2 Los yakuza japoneses llevan elaborados tatuajes de dragones, héroes y crisantemos. Los pandilleros callejeros estadounidenses portan los colores de su banda. Cada especialidad criminal tiene sus términos técnicos, cada entorno delictivo dispone de una jerga propia. Esto sirve para diferentes propósitos, desde distinguir al iniciado del que es ajeno a ese mundo hasta demostrar el compromiso que se tiene con el grupo. Sin embargo, los rusos se distinguen claramente por la escala y la homogeneidad de sus lenguajes, tanto hablados como visuales, una muestra patente de la coherencia y complejidad de su cultura del hampa, pero también de su determinación a rechazar e incluso desafiar activamente la cultura establecida. Descifrar los detalles de los lenguajes de los vorí nos dice mucho acerca de sus prioridades, sus preocupaciones y sus pasiones.

La subcultura de los vorí data en principio del tiempo de los zares, pero fue radicalmente reformulada en los gulags de Stalin entre las décadas de 1930 y 1950. Primero, los criminales mostraron un rechazo inflexible e impenitente hacia el mundo legítimo, tatuándose en zonas visibles como gesto elocuente de desafío. Tenían su propio lenguaje, sus propias costumbres, su propia figura de autoridad. Este era el llamado vor v zakone, «el ladrón que sigue el código», o «ladrón de ley» literalmente, una legalidad con un sentido propio, ajeno al del resto de la sociedad.

Ese código de los vorí cambiaría con el tiempo, al albor de una nueva generación atraída por las oportunidades de colaborar en sus propios términos con un Estado cínico y despiadado. Los vorí perderían su dominio para adoptar un papel subordinado ante los barones del mercado negro y los líderes corruptos del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), pero, durante las grises décadas de 1960 y 1970, no desaparecieron, y, cuando el sistema soviético se precipitaba hacia su inevitable derrumbe, resurgieron de nuevo. Volvieron a reinventarse para cumplir con las necesidades del momento. Se fundieron con la nueva élite de la Rusia postsoviética. Los tatuajes desaparecieron o quedaron ocultos bajo las camisas blancas impolutas de una nueva hornada voraz de gánsteres-empresarios, el avtoritet (la «autoridad»). En la década de 1990 se abrió la barra libre, y los nuevos vorí cogieron a manos llenas. Los bienes del Estado fueron privatizados por cuatro rublos, las empresas se vieron forzadas a pagar por una protección que posiblemente no necesitaran y, cuando cayó el Telón de Acero, los gánsteres rusos salieron a apoderarse del resto del mundo. Los vorí eran parte de una forma de vida que a su modo reflejaba los cambios por los que había pasado Rusia a lo largo del siglo XX.

En ese proceso, el crimen organizado —que en otro lugar he definido como una labor continuada, separada de las estructuras sociales legales y tradicionales, en la cual numerosas personas trabajan en conjunto siguiendo una jerarquía propia para generar poder y beneficio propios a través de actividades ilegales— alcanzó plenas facultades en una Rusia que también empezaba a organizarse mejor.3 Desde la restauración de la autoridad central con el mandato del presidente Vladímir Putin en el año 2000, los nuevos vorí han vuelto a adaptarse, intentando pasar desapercibidos e incluso trabajando para el Estado cuando es necesario. Por el camino, el crimen organizado ruso se ha convertido de golpe en una pesadilla internacional, una marca global y un concepto disputado. Algunos lo ven como el brazo armado informal del Kremlin y desprecian airadamente a Rusia como «Estado mafioso». Para otros, los descendientes de los vorí son simplemente una colección incipiente de gánsteres problemáticos, pero nada excepcionales. Sin embargo, a tenor de la representación que se hace de ellos en los medios de comunicación occidentales, uno se ve tentado de percibirlos como una amenaza global en todos los terrenos: los matones más salvajes, los piratas informáticos más astutos, los asesinos más diestros. Lo irónico es que la mayoría de estas percepciones son verdad hasta cierto punto, aunque a menudo resulten engañosas o estén motivadas por las razones equivocadas.

La pregunta sigue estando vigente: ¿por qué debería merecer especial atención una fracción étnicocultural del hampa mundial en una era en la que el crimen está cada vez más interconectado e internacionalizado y es más cosmopolita?

El desafío que representa el crimen organizado ruso es formidable. A nivel local desvirtúa los esfuerzos por controlar y diversificar la economía rusa. Supone un freno a la tarea para dotar a Rusia de un mejor gobierno. Ha penetrado en las estructuras financieras y políticas del país y también mancha la «marca nacional» en el extranjero (el mafioso ruso y el empresario corrupto son dos estereotipos generalizados). A escala mundial también representa un desafío. El crimen organizado ruso o eurasiático, como quiera que sea definido, opera alrededor del mundo de manera activa, agresiva y empresarial, como una de las fuerzas más dinámicas de la nueva hampa transnacional. Proporciona armas a los insurgentes y a los gánsteres, trafica con drogas y personas y mercadea con todo tipo de servicios criminales, desde el lavado de dinero al pirateo informático. Por todo ello, es tanto un síntoma como una causa del fracaso del Gobierno ruso y de la élite política para establecer e imponer la ley, mientras que gran parte del resto del planeta permanece dispuesto —en ocasiones incluso encantado— a lavar su dinero y venderles caros áticos de lujo.

Este libro trata sobre el crimen organizado, o quizá de manera más específica sobre criminales organizados y, particularmente, sobre la extraordinaria y brutal cultura criminal de los vorí. Esta subcultura criminal se ha metamorfoseado periódicamente a medida que han ido cambiando los tiempos y las oportunidades. Los matones tatuados, cuyas experiencias en los campos de trabajo significaban que no tenían ningún temor a las cárceles modernas, han desaparecido prácticamente de la vista. Los criminales modernos rusos suelen evitar incluso el término vor e ignoran la mayoría de estructuras y restricciones vinculadas con él. Ya no se alejan de la cultura establecida. Renuncian a los tatuajes que los catalogaban abiertamente como miembros del vorovskói mir (razón por la cual, actualmente, sería más difícil situar a Matvei). Pero asumir que esto significa que los vorí han desaparecido del todo o que el crimen organizado ruso carece de distintivos sería cometer un gran error. Tal vez los nuevos padrinos se hagan llamar avtoriteti, y sus negocios abarquen de lo esencialmente legítimo a lo absolutamente criminal, quizá se impliquen en política y se dejen ver en galas benéficas. Pero siguen siendo los herederos del empuje, la determinación y la crueldad de los vorí, hombres de quienes incluso un capo de la mafia de Nueva York dijo: «Nosotros, los italianos, te matamos. Pero los rusos están locos, matan a toda tu familia».4

Así pues, los temas fundamentales del libro son tres. El primero es que los gánsteres rusos son únicos, o al menos lo fueron. Surgieron a lo largo de tiempos de rápido cambio político, social y económico —desde la caída de los zares, pasando por el torbellino de modernización de Stalin, hasta el colapso de la URSS—, lo que supuso unas presiones y unas oportunidades específicas. Aunque hasta cierto punto un gánster sea un gánster en todas partes del mundo, y los rusos supuestamente empiezan a formar parte de una hampa global homogeneizada, la cultura, las estructuras y las actividades de los criminales rusos fueron particulares durante mucho tiempo, sobre todo en cuanto a su relación con la cultura establecida.

El segundo tema central es que los gánsteres son el espejo oscuro de la sociedad rusa. Por más que quisieran presentarse como entes ajenos a la sociedad general, eran y continúan siendo la sombra de esta, y se definen según sus tiempos y formas. Explorar la evolución del hampa rusa también es hablar sobre la historia y la cultura rusas, algo que es especialmente significativo en la actualidad, un momento en que las fronteras entre el crimen, los negocios y la política, si bien son importantes, se encuentran difuminadas demasiado a menudo.

Finalmente, los gánsteres rusos no solo han sido moldeados por los cambios de Rusia, sino que también han contribuido a ellos. Confío en que parte del valor de este libro consista en abordar los mitos sobre el predominio del crimen en la nueva Rusia, pero también en discernir las formas en las que sus «altas esferas» han sido influenciadas por los «bajos fondos». Que los expresidiarios tatuados hayan dado paso a una nueva hornada de criminales-empresarios con orientación global, ¿es un síntoma de la formación adquirida por los gánsteres en el país o de la criminalización de la economía y la sociedad rusa? En el caso de que estuviéramos ante un «Estado mafioso», ¿qué significa eso realmente?

¿Está Rusia gobernada por gánsteres? No, por supuesto que no, y he conocido a muchos agentes de policía y jueces rusos determinados y dedicados que se comprometen a luchar contra ellos. No obstante, tanto políticos como empresarios utilizan métodos más propios del vorovskói mir que de las prácticas legales, el Estado contrata a piratas informáticos y proporciona armas a los gánsteres para combatir sus guerras, y se oyen canciones y jerga vor en las calles. Incluso el presidente Putin recurre ocasionalmente a esta forma de hablar para reafirmar sus credenciales callejeras. Tal vez la verdadera pregunta, con la cual acaba este libro, no sea hasta qué punto ha conseguido el Estado dominar a los gánsteres, sino hasta qué punto han llegado los valores y las prácticas de los vorí a influir en la Rusia moderna.

La ley del crimen

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