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Sorprendentes experiencias literarias compartidas

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En los años posteriores a estas investigaciones, los azares del destino profesional –o más bien las artimañas del deseo que me hicieron volver al lugar en donde viví muchos años atrás– me llevaron a viajar frecuentemente por América Latina. Desde 1998 me trasladé a ese continente varias veces al año y en esos viajes conocí a un gran número de mediadores culturales con los que dialogué.23 De este modo descubrí sorprendentes experiencias literarias compartidas que han llevado a cabo diversos profesionales (maestros, bibliotecarios, psicólogos, artistas, escritores, editores, libreros, trabajadores sociales o humanitarios…) con niños o adultos expuestos a una relegación social más o menos aguda y acompañada por múltiples adversidades.

En efecto, actualmente se están implementando programas donde la lectura ocupa un lugar esencial, en diferentes regiones del mundo que viven situaciones de guerra o de violencia, crisis económicas intensas, éxodos de poblaciones o catástrofes naturales. Casi siempre, esas experiencias tienen poca difusión y son ignoradas o poco conocidas, no sólo en Europa (donde la autosuficiencia etnocéntrica impide a la gente imaginar cómo se beneficiaría si se informara acerca de lo que se ha intentado hacer en otros lugares), sino también a unos cuantos kilómetros de los lugares donde se realizan. Sin embargo están llenas de enseñanzas.

Ya sea que cuenten con el apoyo de organismos internacionales, de instituciones públicas, asociaciones o fundaciones privadas, de entrada tienen la particularidad de dirigirse a aquellos que están más alejados de los libros: niños, adolescentes, mujeres u hombres a menudo con baja escolaridad, originarios de medios pobres, marginados, y de culturas dominadas. Muchos provienen de sociedades donde es la tradición oral, mucho más que la escrita, la que durante largo tiempo les ha brindado puntos de referencia, recursos de los cuales echar mano para vincularse con unas representaciones culturales compartidas. Mitos, cuentos, leyendas, proverbios, cantos o fragmentos de canciones les permitían hasta cierto punto simbolizar emociones intensas o acontecimientos inesperados, representar conflictos, dar forma a sus paisajes interiores, insertándose al mismo tiempo en una continuidad, una transmisión. En dos palabras, construir sentido. Al menos así sucedió mientras esas sociedades conservaron una mitología viva, recompuesta o enriquecida a merced de los encuentros. Pero actualmente en muchos lugares la tradición oral se ha desarticulado y los puntos de referencia simbólicos se han desorganizado, con todos los riesgos que implica esa alteración de la “red” de la cultura. En contextos así, ¿la introducción de propuestas donde lo escrito ocupa un lugar central puede suplir a esa tradición, incluso reactivarla, o al contrario, amenaza con destruir lo que queda de ella?

Por otra parte, el análisis de esos programas y su confrontación permiten precisar las condiciones necesarias para su implementación, delimitar el papel de los mediadores, su margen de maniobra y las asociaciones necesarias para el “éxito” de esas acciones. También proporcionan pistas para identificar los procesos que se ponen en práctica y clarificar los beneficios que pueden esperarse de la lectura en esos contextos, al igual que los límites, los callejones sin salida, la posible dosis de riesgo que implican estas iniciativas.

Ahora bien, si a menudo se ha señalado la utilización de esa práctica en tiempos de crisis, la naturaleza de los procesos que llevan a la reconstrucción de sí mismo casi nunca se hace explícita. Tampoco se hace clara en el caso de instituciones como el hospital o la prisión, pese a que en ellas hay servicios públicos y asociaciones dedicados a facilitar el acceso a los libros. Una parte de los que trabajan en este campo son conscientes de la complejidad de esos procesos, pero otros sólo se ocupan de desarrollar la capacidad que tiene la lectura de “distraer” y, en el caso del universo penitenciario, únicamente subrayan los aspectos funcionales de esta práctica que pueden contribuir a una futura reinserción profesional. Basta pensar en los comentarios de Jean-Paul Kauffmann o de Marc Soriano, citados anteriormente, para sospechar que una gran parte de las vivencias son totalmente desconocidas.

En cambio, sí existe una literatura científica en el campo del psicoanálisis. En algunas mediaciones culturales que se inspiran en él, la lectura de cuentos, mitos y, en menor grado, de libros ilustrados, novelas, obras de teatro, etc., se utiliza algunas veces, en particular con niños o adolescentes con dificultades escolares, con psicóticos o autistas, en las áreas de la clínica intercultural o durante las terapias familiares.24 No obstante, tanto estas observaciones como la conceptualización que las acompaña son poco conocidas fuera de los círculos especializados.

Una parte de los profesionales que implementan programas centrados en la lectura en espacios en crisis dicen ser seguidores de la “biblioterapia”, que fue desarrollada y teorizada en Norteamérica, Europa del norte o Rusia.25 Las definiciones que dan de ella son muy diversas: a menudo, ésta designa la utilización de materiales de lectura seleccionados como coadyuvantes terapéuticos para los cuidados médicos y psiquiátricos, pero a veces recibe acepciones más amplias hasta incluir un conjunto de mediaciones culturales seguidas de discusiones en grupo, en contextos que rebasan el marco hospitalario.

Analizar las experiencias relatadas en las obras que se han publicado dentro de esta especialidad, particularmente en el mundo anglosajón, sería rico en enseñanzas, pero es un trabajo diferente al que me propuse en este libro. En los contextos en que he trabajado, el concepto de “biblioterapia” sólo figura esporádicamente, incluso entre quienes trabajan en el ámbito hospitalario.26 Y no es sólo una cuestión de hábitos culturales: en las prácticas que afirman encuadrarse en esta disciplina, como su nombre lo indica, lo que se espera es ante todo un resultado terapéutico; sin embargo, la mayoría de los facilitadores de libros a los que he conocido pretenden actuar en un nivel mucho más amplio que el de la curación, que es de orden cultural, educativo y, en ciertos aspectos, político.

Para los que viven en América Latina muchas de las “crisis” son producto de una explotación económica salvaje, de procesos de segregación agudizados, de una dominación social feroz o una territorialización de la pobreza. Cuando una persona o una población han sido gravemente afectadas en su existencia misma, su cuerpo, su dignidad, o despojadas de sus derechos esenciales, la “reparación” debería ser por principio jurídica y política. A ellos les parece igual de fundamental que cada persona cuente con una actividad capaz de garantizarle, de manera honorable, su subsistencia y la de sus seres queridos; y que tenga voz y voto en el futuro compartido. Ninguna de las personas a las que seguí en su trabajo concibe éste como un atenuante o una labor de trabajo social, mucho menos como una válvula de escape: para ellos, verse reducidos a distraer y disciplinar a los habitantes de las zonas marginales sería insoportable.

Con frecuencia se trata de gente comprometida en luchas sociales y para quienes el acceso a la cultura escrita, al saber, a la información, constituye un derecho escamoteado con demasiada frecuencia. Al igual que la apropiación de la literatura. Y es por varios motivos que ésta les parece deseable, como veremos: el hecho de tener acceso a ella les permitiría ser más hábiles en el uso de la lengua, tener una inteligencia más sutil, más crítica; y ser más capaces de explorar la experiencia humana, de darle sentido y valor poético.

El arte de la lectura en tiempos de crisis

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